Lo inabarcable del pensamiento y la angustia de expresarlo. La infinita pasión del conocimiento y la angustia de expresarlo. Los métodos que utiliza y su angustia. Los signos : primeros jalones de luz ante la inquietud y la muerte. Los gestos rituales son los signos luminosos del hombre ante el precipicio, los testimonios de su expresión. Desde que el hombre se expresa, hermano de las hojas y de los cristales, su pensamiento gira en la jaula secreta, porque su deseo de profundidad no conoce límites, y los medios de que dispone son insuficientes. Toda obra de expresión va acompañada por un socio invisible, su sentido trágico. El espíritu lucha por encontrar su forma a través de los más patéticos debates, y, en su camino, el amor y las decepciones se unen y se separan como las enfermedades y las estaciones. En el dolor, el fulgor de una sonrisa se confunde con el sol de las conquistas. De ahí nace, con todos sus laberintos de leyes sociales y morales, un secreto lenguaje, la vida del espíritu. En su independencia reside todo el orgullo humano.

Así avanza el hombre, a través de caminos difíciles, hacia una libertad que sólo se concibe en la expresión total de su personalidad. De la felicidad a la fantasía, ¿qué otro medio sería más eficaz para penetrar en la naturaleza íntima del misterio que aquel, cuyos grados y manías, hemos surcado en todos los sentidos?

Las posibilidades de la frase son limitadas. Que el lenguaje escrito, tras costumbres milenarias imbricadas en unas facultades humanas aún inexploradas, haya podido parecernos, pasando del signo a la voz y del de la voz al pensamiento, tan orgánico como el gesto que acompaña la palabra, es un fenómeno del que solo poseemos algunas pequeñas indicios. La voluntad de expresarse y el impulso que encuentran las formas ingeniosas, mímicas y sonoras, de estas expresiones que no excluyen las particularidades individuales, permanecerán tan misteriosos como todo lo que es investigación sobre cualquier origen en el terreno de los fenómenos vitales.

Desde que la escritura superó la etapa de la simple utilidad, el lenguaje escrito llegó a ser muy diferente de su modelo, el hablado. Las convenciones cristalizadas en una regla común, la gramática, se ampliaron por la aportación individual del estilo, es ahí donde descubrimos los más audaces intentos de arrancar a las palabras su excesivamente sólida coraza, de injertar un nuevo sentido a las palabras que se desvíe de su dirección habitual y de eliminar la lógica perezosa de este universo espiritual hecho de riesgos y aventuras, que se sucede con su demasiado previsible seguridad. Una palabra cuyo lugar se debe a una secreta asociación, no controlable de ninguna manera por los medios de investigación conocidos, al lado de otra, puede por medio de un choque, extraño proceso, desencadenar, en algunos lectores particularmente sensibles o experimentados, una emoción de tipo poético. Pero como la materia es la misma, y la oposición se hace en un mismo mundo, el del lenguaje escrito, esta operación no traspasa las fronteras de una convención intelectual que se establece rápidamente. El lugar común, ese bloque autónomo del lenguaje hablado, tomado en su totalidad e introducido en la frase escrita, representa una oposición de tipo poético donde la naturaleza del pensamiento puede elevarse hasta insospechadas transparencias.

Una forma recortada de un periódico e integrada en un dibujo o en un cuadro, envuelve el lugar común, el fragmento de realidad cotidiana, corriente, respecto a la realidad construida por el espíritu. La diferencia de materias, que el ojo es capaz de transformar en sensación táctil, da una nueva profundidad al cuadro, cuyo peso se inscribe con una precisión matemática en el símbolo del volumen, mientras su densidad, su sabor en la lengua, su consistencia, nos colocan ante una única realidad en un mundo creado por el poder del espíritu y del sueño.

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Una pared desconchada sobre la que se pegan carteles, unos encima de otros, expone al sol un torso deslumbrante. Y los niños al pasar rasgan trozos de este papel recio donde está inscrita una misteriosa leyenda. Se ha constituido un mito – según los sordos procedimientos prehistóricos : el poder del cartel. La publicidad se ha colado entre los moldes de un difunto sentimiento religioso. ¿Qué poder, aparentemente absurdo, hace engullir la extraña eclosión de símbolos comerciales? ¿Sobre qué célula misteriosa siembra su hipnótica mirada? Rociados por las lluvias, las tempestades o el sol, la fórmula característica, el signo o el color, despiertan un simulacro de antiguo culto, un culto hace mucho tiempo desaparecido de la circulación humana, en esa parte del hombre cuyos resplandores iluminan aún muy deprisa, y dirigen la razón y sus deseos. Ningún fenómeno de la vida moderna ha conseguido tan estrechas relaciones con el espíritu como este extraño monstruo : el cartel. Con todas las ingeniosidades, con todos los ritos consagrados, han nacido nuevas supersticiones y viven una vida propia y popular, se arraigan y mueren transformándose indefinidamente.

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Algunas personas dotadas de un vivo sentido poético y que no buscan ya la poesía en su forma habitual, el poema, sino en el elemento de la vida, a lo largo de su desarrollo, algunos investigadores de horizontes nuevos que ya no colocaban barreras entre la poesía y la pintura, y rompían en cada terreno lo que con vergüenza aún llamaban arte, los géneros establecidos, absurdas excrecencias de reglas surgidas de una tradición impotente, estos géneros que acabaron por convertirse en su propio fin, amorfos tumores donde el alma estaba muerta, éstas personas, digo, pintores o poetas, no importa, fueron los primeros en apercibirse de los medios que el nuevo fetichismo, la publicidad, ponía a su disposición. Sólo adoptaron su esencia y valor mítico, dejando a los aficionados a lo pintoresco el goce de sus formas externas, ilustración de un sórdido modernismo. De ahí nació un método nuevo, una disciplina de múltiples aplicaciones, cuya primera manifestación fue la reacción contra la pintura por la pintura, y la voluntad de matarla con sus propios métodos, con todos los medios de descréfito. Difícilmente podemos hoy figurarnos lo que fue la lucha contra la A mayúscula de la palabra arte, en el momento crítico en que este arte corría el riesgo de convertirse en una religión.

El escándalo suscitado en el origen de toda invención en los modos de expresión, en tanto que fuerza moral, es la garantía de la pureza, del desinterés y de la fe que los innovadores ponen en su obra. Este es el único momento en que este escándalo, fenómeno, a pesar de todo, de tipo artístico, actúa y se extiende como fenómeno social. Lo arbitrario recibe de la poesía su poder imperativo y absoluto, el del hecho cumplido, y su método preferido el de la dictadura del espíritu.

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En todas las épocas el hombre ha intentado, dentro de sus propias fronteras materiales, elevarse del barro con el que ha identificado su cuerpo. La máscara sobre el rostro humano pudo darle las infinitas proporciones que por la monstruosidad se incorporan a las esferas celestes de la despersonalización.

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El papel pegado, bajo aspectos tan diferentes, expresa en la evolución de la pintura, el momento más poético, más revolucionario, al emprender vuelo hacia hipótesis más viables, una mayor intimidad con las verdades cotidianas, la invencible afirmación de lo provisional y de las materias temporales y perecederas, y la soberanía del pensamiento.