En los límites oscilantes donde se ubica su consciencia, el hombre desea penetrar la superficie coagulada de lo conocido, Se golpea contra el cristal, igual que la mosca que no entiende y se obstina en pasar. En los mutables extremos de la consciencia, unos pintores se lanzan de vez en cuando a esta inefable aventura. Torcidas por la constancia del esfuerzo milenario, se diría que las líneas tienden a atravesar la superficie del papel. Para estos hombres se convierte en transparente como el cristal. Y aún más les está permitido insinuarse en la personalidad desaparecida de otro precursor, para prolongar, añadiendo su propia voluntad, la línea que al fin se evadirá de nuestra lúgubre y viscosa materia.

Y, por eso, sólo los elegidos, que el hipócrita y el científico infame llaman locos, logran, pagando el tributo de la ceguera exterior, abrir sus ojos a lo recóndito de las cosas. Son aquellos para quienes la memoria es un vino saludable, aquellos cuyas células cerebrales son ruedas que ponen en movimiento imprevistas bielas y corrientes celestes, aquellos cuya vida está ya medio absorbida por la pureza soberana, aquellos en fin que, tras haber abandonado el lastre de la experiencia, han encontrado la libertad suprema en el misterioso germen de todo comienzo. Iluminados por su perspicaz carácter, alcanzaron lo sustantivo de su época, época que, al enfocar desde su origen la luz que nace de sus ojos, dictó la extraña carta sobre la palma de su mano, época que supo cultivar el prolífico olvido de ese truco de prestidigitador que es la muerte, esa prolongada excursión, esas vacaciones abiertas al infinito.

Así desprovistos de su control que falsea los caminos y los motivos, éstos pocos elegidos, en los límites de la humanidad, descubren a veces un rincón del mundo que una sólida membrana oculta y conserva lejos de nuestra grosera vida.

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Erns Josephson fue sin saberlo un precursor de los inquietos investigadores de estos últimos tiempos, porque la muerte que ya había instalado en él su dulzura, condujo su pluma infantil a través de descripciones que nuestro sueño sólo supone.

Su exuberante y desbordante riqueza pudo con frecuencia ser derrochada por las manos antaño avaras que una insospechada fuerza consiguió abrir. Colocó desde entonces el agua ondulante sobre la copa de los árboles, el follaje en el cuerpo de las mujeres, los colores se expanden a llamaradas, libres, y allí donde la llamada mágica le impuso caminos que nosotros, ciegos ante la incandescente verdad, no hubiéramos nunca descubierto sin él, vemos qué portentosa luz ocultaba la razón al placer de nuestra vista.

Nacido el 16 de Abril de 1851 en Estocolmo, Josephson estudió en la Escuela de Bellas Artes y vino a París por primera vez en 1873. Revolucionario por temperamento y adversario de la pintura oficial, se convirtió en uno de los maestros de la joven pintura sueca. Expuso con éxito en París, viajó por España y evolucionó luego hacia una pintura social. Pasó unos años entusiastas y de plenitud en París (1884-1886). Pero pronto la enfermedad, el hastío y el fracaso se abatieron sobre él. Se estableció en la isla Brehat donde cultivó el jardín que había comprado. Tras algunas crisis místicas, en el recogimiento y la miseria, con 37 años, zozobró completamente en esa ausencia donde incluso las apariencias de la razón acaban por parecer convencionales. Entonces comenzó para él, en la desnudez de su conciencia, su segunda aventura que ya no se llama vida, puesto que es interior, y descansa sobre sutilezas desalentadoras.

Murió el 22 de Noviembre de 1906 en Estocolmo.