Cuando cae la lluvia, envolviendo en lenguas inexorables la vida por la que se establece un contacto sutil entre cada instante y el mundo de los sólidos, el hombre se arrebuja en la oscuridad de su origen.
Cuando unos hechos brutales que escapan a su poder de control agitan la sustancia de los días y, como un hilo conductor, unen ésta al crecimiento de las horas, hombre sobre esta tierra que te golpea entre los cristales del nacimiento y de la muerte ¿acaso permaneces aislado del movimiento que te arrastra dentro del calor de su disolución?
Nada te retiene y sin embargo la pregunta insidiosa, aquella donde el sentido se confunde con la rotación negadora de valores, gira alrededor de su propia raíz, mordiéndose la cola, aniquilándose en sí misma, causa y efecto a la vez. Desierto y polvo, todo regresa al gusano primigenio.
Frente a la devastación, el arte es la aseveración de los valores de este mundo. Es acción en la medida en que no permite a la pregunta darse la vuelta. Aunque no es respuesta –no hay respuesta para preguntas que no definan sus límites- el arte no menos se presenta como una satisfacción a las exigencias de la existencia. El arte imita la vida, la acompaña y, al darle la vuelta como a un guante, le confiere una forma válida. Es el acto mismo de pensar transformándose ante el ojo y la mano en un objeto de necesidad superior. Es consciencia desde el punto de vista en que vivir y actuar son palabras vivas de una actualidad en incesante superación.
Miró se encargó de suministar la prueba, vivida a través del fuego de su genuina acción, de que la pintura no podría verificarse en su totalidad expresiva si el problema subyacente de su razón de ser no fuese expuesto con la obstinación de la circulación sanguínea. Compuesta orgánicamente, subrayando cada trazo y sugiriendo cada color, el asunto así formulado en el ardiente terreno de la creación en contínuo estado emergentte, se perpetúa a lo largo de esta actividad transformadora y distributiva –función y valor a la vez- que dirige su voluntad de realizarse en todo momento. Al conjugarse de alguna manera con su vida, su obra resurje en una unidad de base, en una serie invisible de presencias y necesidades.
A través del conducto de Miró se nos señala una trágica forma de humor, ordeñada en el origen de los caracteres primordiales de la vida. El hormigueo de su imaginación coloca sobre una misma altitud la desproporción del mundo de los insectos y el de los pequeños seres que somos en comparación con la grandilocuencia de nuestra soberbia de poder. Se origina una nueva voluptuosidad en la rica mitología cuyas olas liberó y a la que anima una visión polémica de los elementos constitutivos de la tumultuosa evocación de nuestro tiempo. Pienso en el tiempo oculto, el que alcanza la inmensidad del amor tras el velo del entendimiento.
Miró halló el secreto de la pintura rupestre escondido en la consciencia de los hombres: al sacarlo a la superficie de la más viva actualidad, desmonta sus engranajes cuyos atributos naturales son el agua y el fuego. Restauró la infancia del arte al nivel del hombre contemporáneo. Hizo evidente la eficacia de esta frescura de sentimiento revolviendo entre los problemas pictóricos, no para regresar hacia atrás, sino implicándolos en el aliento poderoso de su negación. En él encuentra una fácil solución toda la historia de la utilización del objeto en su relación con el espacio pictórico. En este vuelco de los puntos de referencia no se trasluce ninguna preocupación por las dramáticas andanzas a que ha estado sometida. Las causas originarias ya no suscitan el eco de nostalgias menospreciadas. Miró reinventó la supremacía de la piel. El volumen se disuelve en el conjunto expresado por el cuadro según el peso de los colores concentrados en focos sensibles, como si unos cristales, unos músculos y unas fibras, al mezclar sus respectivos alfabetos, recreasen la sustancia iniciática con la que todos estamos emparentados.
Los valores juegan con fuego. Totalmente desprovistos de las servidumbres de la memoria nos proponen mantener unas relaciones de complicidad con la libertad de los cuentos. Miró avanza sobre una cuerda tensa donde cualquier torpeza le sería mortal. Sin embargo la alegría de la tierra, sangre de nuestra carne, que baña un sol unánime, se nos ofrece con su inocencia victoriosa.
Miró superó el riesgo, y, sobre el camino de la conquista, no mira lo que deja tras él. Pretende servirse del balbuceo de las cosas más bien bajo el ángulo de la acción que del de la contemplación.
En el universo de Miró, cuando lo observamos con precisión, no está prohibido coronar con un saludo irreverente la historia del arte, e incluso sacarle la lengua. Así se toman al pie de la palabra, se cogen al vuelo los placeres sin hipocresía, la fecundidad de la risa. Es hora de que se imponga encontrar sus signos por todas partes, entre los griteríos de las estrellas en cría, en la leche de la esperanza y en la magia estructural que fertiliza esta maravillosa manera de vivir cuya llave nos entrega Miró. Está al alcance de nuestras manos. Se impone ya a nuestros deseos. Es verdad, auténtica verdad. Despierta a los dormidos. Hace aparecer mejor la apatía de un mundo enredado en falsos problemas. A este respecto, la pintura de Miró está destinada a levantar las liebres de muchas mistificaciones, de múltiples imposturas. A fuerza de habérsenos convertido en familiares ¿acaso no obcecaron el camino por el que se revela nuestra voluntad de emoción? Henos aquí al acecho, cada uno corriendo su sino, abierta la veda como una cuestión bien planteada.