OCEANIA Y EL ARTE
Una sombra de cristal – una lágrima sobre la arena- dos niños cogiéndose de la mano. El animal que veis no es el que creeís. El miedo que teneís no es el que creeís. El ojo que lloraís no es el que veis. Siempre en alta mar late el agua de creaciones informes, el círculo se cierra y los pájaros-fantasma guían las corrientes de los destinos hacia nuevos secretos.
Así, entre la visión y la fe, entre la vida y su proyección sobre la pantalla sumaria del reloj, -hablo del reloj, aquel cuyas agujas sujetan firmemente un globo que no está dispuesto a ceder-, entre el mito y el objeto, el inconmensurable poder del alma y el triste detritus de tierra, entre su aspecto y su consciencia, entre lo que es amor, más ilimitado de lo que nos parece el espacio, y lo que en todo esto corta el rayo de luz del sol-, el hombre corre con los cordones de su creatividad atados de un extremo a otro. Establece relaciones múltiples y directas de ideas tan breves como irrealizables entre elementos opuestos. El hombre corre de una a otra dificultad con una prisa singular a los encantamientos, en efecto, tan misterioso que lo que vemos es el estado lejano e invisible de lo que está oculto e intangible.
En ningún lugar el orgullo del hombre fue conducido a más cristalinas alturas que en estas máculas de tierra, estos archipiélagos impresos con la tinta de las exhuberantes multitudes : Melanesia y Polinesia.
La sensibilidad del niño siempre nos afecta en lo más recóndito de nosotros mismos. En su poder nuclear de interpretación están reunidas fuerzas primordiales e ignotas. Conocemos demasiado superficialmente las afinidades de sentimiento o simpatía de los niños que les conducen a dar forma a grupos estrictamente cerrados, los clanes, a la eclosión de mitos, a la adoración de muñecas, de juguetes, esos totems familiares, a los disfraces, al estilo ornamental y figurativo de sus dibujos, a la invención de palabras y lenguajes secretos, al valor de los símbolos y a muchos otros fenómenos que el tiempo ha cubierto con una insuperable capa de olvido e indiferencia. Incluso si las experiencias que consisten en sustraer a los niños de cualquier ambiente activo, pudieran demostrar, aunque de una manera relativa, el mecanismo lógico de algunas organizaciones humanas, el problema, replegado ya siempre a esferas intangibles, a pesar de los hábiles sondeos conseguidos, no estaría menos vigente…
Solo la acción poética, imponiéndose como una arbitriaredad evidente y aplicándola con el fanatismo de una sanción definitiva, impelido hasta perder su razón y sentimiento, puede reducir las antinomias entre el objeto y su sentido. Pero mientras que entre los pueblos de Oceanía los resultados de estas operaciones colectivas adoptan ante nuestros ojos el valor de obras de arte, en nuestras sociedades llamadas “civilizadas” no sobrepasan el nivel de unas vagas e híbridas supersticiones.
Esto es la poesía, una de los mayores poderes de la humanidad. No se escribe, vive en las profundidades del crisol donde se precipita cualquier cristalización humana, cualquier condensación social, por simple que parezca. Es es poder sin método que otorga al hecho su significado y que surge de las preciosas profundidades de las fuentes innatas e incuestionables. De sus posibilidades nació la creación del mundo.
Poco importa la simplicidad de una ideología de ésta naturaleza, porque, revestida de experiencias milenarias, nutrida por sus propias inquietudes, inmediata, necesaria, total, su fruto revela esa chispa de emoción tentacular ante la que palidecen nuestras mezquinas y tenaces convicciones.
Una función lógica de un orden superior rige el mundo de Oceanía. En su investigación dilapidamos lo más deslumbrante de nuestra noche. ¿Por qué fastuosa reglamentación de ignotas leyes, por qué feroz mimetismo cerebral llega la misteriosa construcción del espíritu, emanada con tan poca consistencia, a levantar tan gloriosos entramados? Nadie ha atisbado aún el alcance de semejante eclosión.
El símbolo adquiere su aspecto concreto desde que la histriónica tragedia de la incompatibilidad de las cosas desarrolló sus crueles premisas.
Es él quien, subrepticiamente, provoca nuestras esperanzas y nuestras desesperaciones, conforme a las leyes de asonancia y analogía, desde que la obra creadora reconquistó, en el orden mitológico de nuestros sedimentos de memoria, su autonomía y su soberanía.
Pero la razón por la cual, entre los pueblos de Oceanía, este símbolo sólo se desarrolla en series familiares, jerárquicas o no, nos es desconocida. Una voluntad de hieratismo dicta con una inverosímil severidad la uniformidad de un tipo y de un estilo en cada región donde una solución ha adoptado forma de necesidad. Familias de ídolos pueden emparentarse, permanecerán siempre estrictamente encerradas en rígidas leyes como el coral. Miembros de esas familias pueden evolucionar, cambiar de aspecto, nunca perderán la semejanza con sus antepasados.
En cada pueblo, en cada tribu, en cada familia vive, simétricamente, paralelamente a ellas, otra población, otra tribu, otra familia de idolos, de máscaras y de objetos. Son éstos últimos los que preservan el espíritu vital de la raza, y no es razonable que alrededor de semejante energía insinuada los seres humanos sólo sean títeres bien intencionados.
La obra de arte no es un mero objeto de diversión. Sin embargo aún hoy son numerosos los que han escogido por su propia satisfacción semejante propuesta. La obra de arte intenta no solamente liberarse de las débiles condiciones humanas, sino también dominarlas. Su vida intrínseca presenta, salvando todas las distancias en relación con los problemas de la vida actual, el mismo carácter de misterio e inconsecuencia que admiramos en el arte de Oceanía. Lo que habitualmente llamamos estética no puede aplicarse a una ni a otra de estas artes, su burda red de mentiras y de absurdos no deja pasar ya nada de lo que hoy nos interesa. Aunque una sorda oposición se manifiesta contra la elaboración de nuevos criterios estéticos, es en virtud de este principio de vitalidad que desea con la misma intensidad que belleza y fealdad sean ambivalentes, como afirmación y negación han conquistado ya una equivalencia de niveles en el terreno de las ideas y no demuestran ya nada en cuanto a la naturaleza profunda de cualquier manifestación espiritual.
Sólo a la luz de la poesía puede lograrse alcanzar el misterio creador del arte de Oceanía.
De las posibilidades de la poesía nació la creación del mundo.
Se origina una inexplicable incomodidad cada vez que se plantea el canibalismo entre los pueblos de Oceanía. Me enclino a crrer que esta causada por la supervivencia de ese canibalismo en nuestra propia sociedad, ya que la hipocresía en materia sexual se ha convertido ya hace mucho tiempo en un dogma que desnaturaliza las funciones vitales primarias de la existencia. ¿Por qué se obstinan en no ver este este fenómeno sino actos de aberrración y de perversidad mórbidaen lugar del hecho ritual noi exento de grandeza ni de imaginación?