Hace veinticinco siglos que el Moscóforo, en Grecia, aportó el testimonio de su sonrisa y de la plenitud de su amor por las cosas de la naturaleza. Bastó esa sonrisa para que toda una época fuese iluminada por la alegría de vivir que, desde entonces, tomó ante nuestros ojos el sentido alumbrador de la juventud del mundo y de las promesas que el hombre se había hecho de apostar por la bondad y ella magia en medio de la naturaleza rebelde. No se podría afirmar que, dueño y esclavo a la vez de esta naturaleza violenta, el hombre no continuase formando parte de ella. Y, de alguna manera, ayudado por la época, se ha acomodado a ella, no se queda sino en los albores de la civilización europea, aparece como estando dotado de una infinita ternura hacia lo que le rodea y que perfecciona el ciclo de su vida cotidiana.

Picasso sintió que hoy el hombre se encuentra en el momento decisivo desde donde una nueva juventud del mundo, si bien apenas vislumbrada, está a punto de tomar la salida. Igual que el Moscóforo descendiendo la montaña, su Hombre con cordero desde la estribaciones de este país de Vallauris bañado por el antiguo recuerdo de Grecia, aporta al mundo insatisfecho la fe sólida en la inmortalidad de la felicidad humana. Se podrá decir que, mientras los cañones atronaban en Corea y pacíficos poblados eran arrasados bajo las alas de los portadores de la desolación, en la pequeña ciudad de Vallauris, Picasso supo incorporar la voluntad de vivir, simple pero cuán enraizada, de millones y millones de seres, en un maravilloso porvenir todavía al alcance de todas las esperanzas.

Cuando una obra escultórica de la importancia del Hombre con cordero alcanza esta intensidad de estímulo y de universalidad, es superfluo analizar el titubeo plástico que presidió su concepción. Solo importa su significado, la sensibilidad que expresa, la dirección que pretende imprimir a los sentimientos del hombre en un momento determinado de la historia. Al igual que la alegría de vivir, en la Grecia arcaica, podía expresarse mediante la sonrisa directa, en la que el milenario recorrido de la fraternidad de los hombres estaba inscrito en medio de los rasgos de la libertad, el modo de andar de El hombre con cordero de Picasso, en la edad madura atravesada de preocupaciones, está marcada por el peso de los hombros y su sonrisa está por desvelar entre los misterios del porvenir, antes que bajo el escaparate de un presente compartido.

Ninguna grandilocuencia, ninguna exaltación teatral llegan a significar el patetismo real de esta obra. El hombre aparece sereno, pero se respira que sus días están contados. La seguridad lo transporta con la atención concentrada en dirección a su objetivo. Su verdad, verdad de raciocinio y verdad natural, engloba a todas aquellas a las que van unidas las necesidades de la vida, cuya nobleza reside en la singularización de las actitudes familiares que les son anejas. Picasso está creando una mitología del hombre actual.

Se cuenta que, cuando solo era arcilla, la escultura de Picasso, bajo el peso de su carga, amenazaba caerse hacia delante. Es el momento que Picasso escogió, al vuelo podría decirse, para hacerla fundir en bronce. El movimiento, apenas perceptible, se detiene en el instante en que el cuerpo se desplomaría si la pierna, al avanzar, no llegase a sostenerlo. En el punto crítico del inicio del paso del hombre, del estremecimiento de su masa orgánica, nuestra emoción tiene su origen en el asombro.

El arte no es imitación de la vida; es una creación paralela, y, aunque imita el funcionamiento vital, solamente a través de nuestra consciencia adquiere forma y significado. La enseñanza de Picasso va mucho más lejos de la mera demostración de las leyes corporales y del mecanismo de la inercia. Abraza la vida en la totalidad de las aspiraciones a la felicidad, por la relación con la perseverancia humana, en el fenómeno del nacimiento mucho más que en el de la muerte, y en la continuidad de las generaciones dirigidas hacia la conquista de los medios materiales y espirituales de vivir en plenitud.

Tras haber desbrozado múltiples caminos y haber mostrado tantas posibilidades para la consecución de la verdad plástica, Picasso parece remontarse a algunas fuentes de inspiración donde lo esencial humano se expresa con la ayuda de esta vehemente poesía de la realidad que unos actos, unos fenómenos o simplemente unos gestos concretizan esclareciéndola.

La cabra preñada y La mujer en cinta, en las que trabaja Picasso, confirman el sentido de estas preocupaciones.

Aunque Picasso contribuye a darnos razones para luchar por el advenimiento de esta vida apacible e intensa, pero no exenta de nuevas batallas, que es fruto de la paz, la paz debe ser conquistada con grandes luchas, contra todos los enemigos de la vida, contra los bandoleros de los valores reales, contra los suplantadores y los faltos testigos.

Portadores de corderos, portadores de lirismo, portadores de ideas y de amor, innumerables portadores de vida, de porvenir y de belleza, el peso de la verdad que poseéis puede hacer retroceder las fuerzas de la muerte con todos sus mendaces aspectos que, ya en los linderos de la contradicción, se debaten con la exasperación de las causas perdidas. Solo se trata de desearlo.