En la obra de Antonin Artaud, desde sus inicios hasta su final, hay una persistente continuidad. Es la del dolor corporal proyectado sobre la vida mental. Este constante desarrollo que va de la exasperación hasta la explosión final está enlazado por un hilo conductor donde, a través de la violencia, la maldición y el terror, el poeta busca tanto una explicación como una salida al infernal debate del que es a la vez actor y espectador. Así, provisto con todo su bagaje de sensibilidad y cólera Artaud ingresa en la enfermedad. Y entonces la exasperación de todas sus preocupaciones anteriores se expresa a través de su personalidad que permanece intacta.

La excelente obra del Dr. Podach sobre la locura de Nietzsche demuestra que ésta es un proceso donde causa y efecto están extrañamente mezclados. No tenemos más que pensar en Hoelderlin, en Nerval, en Van Gogh y en Strindberg para darnos cuenta de la fragilidad de los límites que asignamos a la razón cuando la producción artística y literaria están en juego. Los surrealistas no se equivocaron intentando elucidar los problemas de la creación artística a partir de esta conciencia alterada, en carne viva. Para Artaud el problema doloroso que consiste en encontrar un camino hacia el conocimiento debió ser sufrido en sus carnes como un drama del que solo quedan fragmentos, desde el lado donde nos encontramos- y ninguna imaginación es capaz de franquear la linea de separación- que el eco puede hacernos llegar. Tan sólo nos queda inclinarnos ante el valor de Artaud y el acto sobrehumano que acometió para superar su angustia.

La parte central de su libro sobre Van Gogh está imbuida, a la luz de esta tortura, de una lucidez que la sitúa de entrada entre las más estimulantes páginas que se han escrito sobre pintura. ¿Y qué importa, desde entonces, si la mitología que Artaud se formó nos es extraña, como una llave que sólo él tiene derecho a utilizar para descifrar la dificultad de su vida? En este libro, Artaud coincide con las teorías modernas de la siquiatría que atribuyen a la sociedad y a sus instituciones la mayor responsabilidad en una multitud de enfermedades mentales. Evidentemente, las acusaciones que Artaud arroja sobre el Dr. Gachet, hablando del suicidio de Van Gogh, sólo se justifican por su ardiente deseo de defender la lucidez permanente del pintor. Pero, en realidad, el Dr, Gachet trataba a Van Gogh con una bondad infinita. Él, a quien nada había preparado para apreciar su pintura – ¿y cuantos admiradores tenía Van Gogh en ese momento? – posaba durante días enteros ante el pintor, animado únicamente por una simpatía que es preciso creer fuera compartida por Van Gogh, es tan difícil no leerla tras la maravillosa interpretación que le brindó en sus retratos. Hay que añadir que los que se ocuparon de Artaud en el hospital de Rodez lo hicieron con un tacto parecido y tanto más atento puesto que tenían conciencia del prodigioso talento y de la poderosa personalidad del poeta. Lo digo para aquellos que creyeron que compartir el mito significaba menospreciar el valor de su sufrimiento real. No hablo de los que por necesidades inmediatas de una pérfida razón, quisieron anexionarse la pura figura de Artaud. Su obra penetrante y única escapa a estas aleaciones fortuitas. Existe hoy unoportunismo de la fecalidad, como hace cien años se explotaba eloportunismo del agua de rosas. Hay que penetrar en el reino del dolor sin escándalo, pero también sin falso pudor. Los caminos de la libertad no son todos fáciles. Los hay que se cierran por siempre para un hombre. Pero cuando se siente el esfuerzo desesperado de vencer su oscuridad, como fue el caso de Artaud, nuestro respeto, nuestra admiración se confunden, mas próximos al espanto ante un fenómeno de la naturaleza que al sentimiento suscitado por una creación reflexiva del espíritu.