El tipo de hombre omnisciente que el Renacimiento había puesto en boga como perfecto representante del humanismo racionalista y enciclopédico de esa época, encontró en el artista completo un equivalente cuyo recuerdo ha conservado la tradición popular hasta nuestros días. El arte, según este esquema, es una entidad indivisible, los medios por los que se expresa no son sino sus accidentes fortuitos. El artista reacciona así contra cualquier especialización en los diferentes ámbitos del arte, pudiéndo aprenderse la técnica como en cualquier otro oficio. Esto explica el carácter artesanal de las pinturas llamadas naïfs : la acción de pintar se reduce a un medio aplicado a la expresión de una idea o de un sentimiento previos. Con frecuencia se ha podido encontrar un insólito encanto en esta separación entre la técnica y el contenido de una obra de arte, porque su concomitancia e íntima fusión ¿acaso no se consideran, en general, por regular la condición misma de la creación artística?
Concedemos frecuentemente en la formación de este concepto anacrónico del arte una exagerada importancia a la inspiración, tal como la entendían los románticos, como un don supraterrenal, verdadera comunión con no se sabe qué misterioso poder. Aunque, sin embargo, cuando se trata de traducir éste al plano sensible, el oficio ocupará allí un lugar subsidiario. Pero, esta manera de considerar la técnica como desligada de la actividad artística, puede también constituir un fin en sí misma, de ahí el carácter minucioso de los detalles y su aglomeración en la representación, con sus atributos visibles, de la realidad exterior. Aunque la inspiración y el oficio, mezclados en la organización de un cuadro, deben ser considerados como señal eminente de la pintura sabia, la contradicción entre el oficio subordinado a la inspiración y el esfuerzo aplicado al perfeccionamiento de este oficio, se traduce en un cierto desequilibro en la llamada pintura popular. Este desnivel, debido a una torpeza conceptual, se resume en la facultad de descomponer el proceso de creación artística, midiendo a cada elemento según su eficacia. Ante la pregunta : ¿es el cuadro una realidad por sí mismo o sirve para representar una realidad imaginada?, algunos pintores surrealistas respondieron optando por la segunda proposición. Esta reacción contra una pintura que tiene su propio fin en sus medios adecuados, se arriesga a convertirse a su vez – a pesar del rechazo de sus problemas exclusivos- en la expresión de un intelectualismo oscurantista. Evidentemente, esta elección engendra nuevos estereotipos que están en vías de constituirse sobre las ruinas del academicismo tradicional.
Rousseau estaba completamente imbuido por el concepto de artista total. Tocaba el violín, la flauta, era compositor, poeta, autor dramático y sobre todo pintor. A cada una de éstas actividades, debía asignar una misma relevancia, abrazando la idea que él se hacía del arte a todas sin distinción. Hay que convenir que la seriedad con que las contemplaba y la dedicación que prestaba ello excluían en él todo diletantismo. Es, sin embargo, en la pintura donde Rousseau se elevó hasta alcanzar una brillantez incomparable, que pocos de sus contemporáneos – que con frecuencia mezclaban su admiración con el sentimiento de una ligera ironía- vieron resplandecer con su fulgor verdadero. Claro que buscando en la profundidad misma del concepto de pintura, la solución de una nueva objetivación de la realidad sensible, difícilmente podían admitir que Rousseau pudiese cantar, por así decirlo, la naturaleza del mundo exterior, sin preocuparse de los problemas de forma y color más que bajo el ángulo de su aplicación a la cosa expresada. Mientras los pintores innovadores reducían la anécdota a un mínimo significado, hasta el extremo de no aceptar de ella sino lo esencial de su estructura plástica, Rousseau, consideraba el tema como el eje mismo de sus preocupaciones. A esto en parte se debe el verlo clasificado entre los personajes pintorescos de su época. Es, no obstante, cierto que, partiendo del concepto artesanal del cuadro, Rousseau alcanzó una innegable grandeza, porque, más fuerte que su arcáica visión del arte, la calidad de sus dones, tras haberle desbordado, desembocó en una síntesis donde se halla inherente este concepto y que se inscribe en la superior evolución del desarrollo de las ideas. Rousseau se hallaba íntimamente unido a ello, y, aunque situado en el estricto plano de la vida moderna, reune más allá de ésta la postura conceptual de los pintores primitivos para quienes, como para los escolásticos, cada sector de la composición conserva su integridad independiente y su vida propia, no siendo la totalidad sino un ejercicio de suma más o menos mecánico. Esta forma de ver, genuina de Rousseau, incumbe también a sus obras de teatro que, a su vez, iluminan su concepción pictórica haciendo hincapié en los problemas del espacio y del tiempo a los que dio una solución personal impregnada de una veracidad y una frescura sin parangón. La fantasía y el buen sentido concurren aquí para edificar el involuntario maravilloso que es el mundo lírico sorprendentemente natural y poderoso del Aduanero.
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En el primer acto de La Venganza de una huérfana rusa, hemos de admirar las grandiosas perspectivas del decorado – dos casas con sus contiguos jardines, unas villas, el Neva discurriendo al fondo de la escena-
mientras la acción se desarrolla en un lado, los protagonistas de la villa vecina permanecen, por así decirlo, indecisos, y esto alternativamente, como en las grandes composiciones de los pintores primitivos (pienso entre otras en la Coronación de la Virgen), donde la sucesión de escenas pretende suplir al movimiento. La conexión entre las escenas se deja a c cargo de la memoria, al estar todas presentes simultáneamente y deberse mirar cada parte alternativamente. Igual que en el cine, la retina puede retener una imagen durante una fracción de segundo para que la imagen siguiente la continúe, dando así la ilusión del movimiento, el montaje de la película exige de la memoria un trabajo análogo.
Tras haber sido impresionados por una escena, el brusco traslado que se nos impone hacia el pasado o al porvenir o en una dirección diferente, supone de nuestra inteligencia un esfuerzo de abstracción, de analogía, y de deducción que, similar al de un peldaño con relación a una escalera, elide lo que no es esencialmente necesario, obligándonos por completo a aceptar el principio de continuidad sobre el que se basa la función misma del cine.
Esta misma alternancia de la acción, al principio del primer acto de La Venganza,arroja una luz particular sobre la concepción de más de un cuadro de Rousseau, donde el acontecimiento esta tomado en estado germinal, suspendido, por así decirlo, de un hecho ulterior (La calesa de M. Jumiet, Los futbolistas,y en general los cuadros de la selva). La simultaneidad de pasado y presente en el cuadro Pensamiento filosóficose explica con el poema que lo acompaña:
“Estando separados uno del otro
De los que habían amado
Ambos se unen de nuevo
Para siempre fieles a lo que pensaron”
Se podrían multiplicar los ejemplos donde la sucesión de instantáneas en las obras de teatro de Rousseau da una insólita solución al problema del tiempo y del espacio. En su Visita a la Exposición de 1889,la estulta familia bretona que se equivoca acerca del significado de todos los monumentos de Paris, recorre la ciudad en un riempo record : tan pronto está en La Madeleine, en los Invalides, como en la Plaza de la República, sin preocuparse de exigencias escénicas ni respetar las leyes de la verosimilitud que, sin embargo, Rousseau no destruye en su totalidad. Las modifica según su deseo de sintetizar el movimiento, igual que, por otra parte, en sus cuadros aborda este problema bajo su aspecto figurativo tradicional (el dibujo de Un Centenario de la Independenciaes sensiblemente parecido al de Danza Campesina de Breughel) sin caer nunca en la estricta convención académica de los fabricantes de alegorías. Esta sintetización que, en algunos aspectos, anticipa el montaje cinematográfico, determina, entre otros, el carácter moderno de su obra, carácter que se ha de entender como el descubrimiento de la novedad, de la actualidad válida y, consecuentemente, auténtica de una época. Pienso no solamente en la representación del avión y del dirigible en una de sus telas, esas joyitas frescas y sorprendentes de alrededor de 1907, sino sobre todo en la admirable composición de Los futbolistas,donde las rayas de las camisetas sirven para plasmar en una instantánea el valor vivido de un momento patético, y lo mismo los hilos del telégrafo que recorren algunos de sus paisajes que imprimen el ritmo determinado de un modernismo optimista hasta en la lejana soledad de los campos.
Rousseau fue un precursor en este inicio de siglo donde las promesas de mecanización van de la mano con el descubrimiento de la poesía en la actualidad como objeto cotidiano. Desde la lámpara de petróleo de Rousseau hasta la guitarra, al periódico, o a las barajas y el paquete de tabaco de Picasso, de Braque y de Gris, el camino, a través del “Nuevo Espíritu”de Apollinaire (y más tarde de Léger), pasa por la Tour Eiffel de Delaunay y sus Ventanas, para desembocar en el Futurismo. Monet ya había pintado una locomotora en marcha, pero el avión de Rousseau se sitúa próximo a esos ángeles que dominan el cortejo de pintores que llevan sus obras al umbral de una gloria fraternalmente reservada para todos. En los primeros balbuceos de este naciente modernismo, descubrimos la ternura por el objeto familiar, humilde objeto de todos los días, el objeto tomado en su totalidad virtual y plástica. El objeto-tema de los cubistas contiene implícitamente una carga afectiva que lo acompaña, le sirve de soporte y constituye en suma su comentario poético.
Hay en las obras de Rousseau, que fueron concebidas para ser representadas, una anticipación del cine que no proviene de la búsqueda deuna nueva técnica, sino más bien de la explicación de la realidad por medio de una síntesis teatral que, en algunos momentos, transgrede el marco de las normas escénicas y de las posibilidades de realizarlas. El autor parece, tras haber sufrido poderosamente la ilusión del teatro, querer imponer a éste, por el mero comportamiento de su pasión, un exceso donde su visión del espacio y del movimiento encuentra una forma apropiada. En el primer acto, al intercambio de cartas entre Sofía y Enrique, solemne intercambio acompañado de todas las formalidades del decoro social, le sigue, tras compartir su amor Enrique con una huérfana condescendiente, una rápida serie de breves cartitas –que Rousseau no se esmeró en acompañarlas con notas escénicas- en el transcurso de la cual se fija una cita, Enrique esperará a Sofía con un carruaje en la esquina de la calle y, efectivamente, el rapto tiene lugar ante nuestros ojos; suben en el carruaje y se van. Esta precipitación de la acción al final del primer acto manifiesta ya la economía que el cine introdujo luego en este concepto de tiempo y que para nosotros ha llegado a ser una convención unánimemente aceptada. Es obligado ver en esta anticipación una prueba suplementaria de que Rousseau participaba con toda la fuerza de su ser en el espíritu de su época, que preveía la necesidad virtual de cambiar nuestras nociones del tiempo, en razón de las facilidades de desplazamiento y de la velocidad con que podía efectuarse.
El final de Una Visita a la Exposición de 1889, esta trazado con un procedimiento semejante.
No es difícil imaginarse cómo se representaba Rousseau este final, en el que la puesta en escena es literalmente barrida ante fuerza y la rapidez de su visión. El sentimiento de verosimilitud que le da esta escena imaginada por él, basta para que, ante sus ojos, adopte una realidad a cuyo lado la limitada realidad de la escena es sólo una pálida imitación. En el manuscrito de esta obra, las cartas que el protagonista recibe están todas escritas como verdaderas cartas, fechadas, firmadas y rubricadas. Instintiva, la veracidad de esas cartas para Rousseau no es ni quebrantada ni perturbada por la ficción del teatro. Nos hace pensar en los primeros collages cubistas de Picasso y de Braque, donde el problema de la realidad objetiva y de la realidad plasmada en el cuadro también se planteó, aunque de una manera más teórica.
En el primer acto de La Venganza de una huérfana rusa,se lee la indicación siguiente : “La Sra Yadwiga deja a Sofía que escribe apasionadamente una carta, la lleva a correos. Algunos segundos más tarde,
el cartero entrega la carta a Enrique, que se pasea por su jardín contiguo al de Sofía.” ¡conmovedor recorrido que las postales ilustradas nos han hecho familiar! Ya no son los pájaros quienes llevan las cartas de amor, sino los carteros que, al sustituirlos han heredado su don simbólico.
En el tercer acto, el autor dice que “Enrique se dispone a escribir unas palabras a Eduardo, hace enviar la carta al domicilio. Eduardo llega con paso precipitado, secándose la frente.” Aunque la imaginación de Rousseau corre aquí más deprisa que las posibilidades de comprensión del espectador, esta confusión entre los diferentes planos de la voluntad de expresar y de realizar, donde se respetan algunas formas de razonamiento, nos hace pensar en el desarrollo sistemático al que somete su pensamiento cuando se trata de la elaboración de sus cuadros. Mediante estas simplificaciones de la acción teatral, Rousseau aborda lo esencial de un problema que su ingeniosidad no llega a resolver, pero donde, siempre, la virtualidad de la visión que dirige el mecanismo de su imaginación se constata con la autoridad de su persistente confianza.
Más adelante, en un cuadro del quinto acto, “La escena representa la perspectiva Newski, avenida del tipo de la de la Opera de París, donde se ve, en invierno, a las tres, una muchedumbre paseando en trineo. Un policía a caballo se sitúa en medio, para mantener el orden.”
Aunque, en estas dos obras, las nociones de espacio y de tiempo están reducidas a una perspectiva de las más sumarias y aunque la sucesión de los hechos, a puro de quererse lógica, ya no está sujeta a la verosimilitud, tal como se entiende habitualmente, crea de ella una nueva, invertida y más simple, la convicción que arrastra al autor a la exposición de sus sentimientos envuelve con un nuevo frescor, las fórmulas preestablecidas que emplea y las locuciones en boga entre los escritores populares de su época.
El principio de yuxtaposición y de simultaneidad que dirige su pintura, en la que los lugares comunes están sublimados y superan sus límites convencionales, Rousseau lo encontró instintivamente en el nivel de una consciencia temporal que era la de los pintores del Quattrocento. Perdido en nuestra civilización, y ubicado ante el espectáculo de un perpetuo descubrimiento, la mítica extrañeza y el empirismo de su concepción del mundo derivan de la adaptación formal de su mentalidad a las condiciones materiales de su época. Aquellos que hablan de la ingenuidad de Rousseau quizás creen resolver con una sola palabra un problema que en el plano humano es infinitamente más complejo. Una cierta forma de madurez de la visión, poderosa por su concordancia con la experiencia de la historia, que Rousseau creía ser la de la vida, puede, entre unos seres, no digo simples, sino en todo caso dispuestos a nombrar las cosas por su nombre y a conformarse con su evocación, sacrificarse, envolverse en una concha impermeable a las influencias externas. Situados ante la complejidad de la vida, estos seres se refugian en una postura de simplificación a ultranza, donde se niega el problema por el mero hecho de que se rechaza exponerlo. La complejidad que sin embargo no podría desaparecer, se convierte entonces en una multitud de detalles. La razón puede apoderarse de ellos más fácilmente disponiéndolos en un encadenamiento primario y clasificando su importancia según una escala de atributos cuyo buen sentido es juez y parte a la vez. Este sistema cerrado provoca un desarrollo más intenso de una mitología personal – e incluso de una vida interior- que en aquellos con quien la vida exterior mantiene constantes relaciones de intercambio. Esta falta de comunicación con un mundo que no era estrictamente el suyo determinó en Rousseau la formación de una personalidad tan caracterizada por dar origen a un estilo que, al mismo tiempo que de tipo pictórico o teatral, y superándolo, es un estilo de vida. Ciertamente, reconocemos en su base características que encontramos entre aquellos que supuestamente “grandes” tomaron la mala costumbre de llamar “las personitas”, especialmente la generosidad natural, la credulidad y el buen humor. Pero su misteriosa y triunfante facultad de permanecer joven, Rousseau solo pudo encontrarla entre las capas profundas de las épocas de la humanidad. Allí todo es juego, calma y voluptuosidad. La libertad de interpretar edénicamente el mundo está reservada a aquellos para quienes la infancia maduró sin abandonar su primordial pureza.
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¿A qué se debe esta misteriosa fuerza que impele al hombre a expresarse y comunicar el resultado de su experiencia formulándola de un modo plástico o literario? ¿Tiene el proceso de creación un origen común entre el salvaje, el niño y el loco? Del estudio de estas cuestiones depende en buena parte la solución que pretendamos darle al problema de la creación artística. Nos parece que, no corrompido por el automatismo de los procesos y las consideraciones históricas o intelectuales, desprovisto en parte de prejuicios, y atendiendo solo a la eficacia, el producto artístico del hombre primitivo, del niño y del alienado se presenta en estado de desnudez. Si por analogía, se pudiese identificar estas tres especies con algunos caracteres de la prehistoria, el de un estado más evolucionado, místico-racionalista, correspondería a la cultura protohistórica. En cierta medida, la obra de Rousseau, en tanto que ilustradora de esta última categoría, podría servir útilmente para dilucidar un problema cuya complejidad no ha dejado de preocuparnos.
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El sentimiento es, para Rousseau, en estado elemental, una toma de postura determinante en la constitución del ser humano. Este sentimiento, vigoroso y sin adulteración, domina los hechos, los hace moverse, y su organización entre el bien y el mal, está finalmente sometida a la ley de la justicia inexorable, que, resuelve a la vez los problemas de la fatalidad y el azar. El angélico concepto que él se hacía de la virtud y el satanismo del mal libran un combate donde las pasiones se enfrentan a sus astucias y a sus impulsos, y, si el heroísmo constituye ley común entre los hombres,
el bien debe prevalecer supremo vencedor, como lo quiere la tradición popular y el optimismo que siempre vive en el alma de los pueblos que pelean por el advenimiento de la justicia y del amor universal. Y esta vida de los sentimientos se expresa, para Rousseau, por una indiscutible evidencia, las virtudes que los animan, que son herencia exclusiva de cada uno de ellos. Sus personajes están, podría decirse, habitados por uno u otro sentimiento y la actitud del espectador ante ellos no necesita un juicio de valor para expresarse, porque el mero enunciado de una tara o una cualidad conlleva ya su condena ya una adhesión de simpatía. Rousseau está tan seguro de ese juicio del espectador que, cuando construye una intriga teatral, desmonta todo su mecanismo, y la acción transcurre tal como realmente ha sido anunciada. ¿A qué fin los efectos sorpresa cuando se sobreentiende que el público da la razón a la heroína y se adhiere completamente a sus acciones, porque es natural que abrace la causa del bien y de lo justo?
El contraste entre el bien y el mal es absoluto, tajante y sin apelación. El orden prevalece sobre todos los trastornos del espíritu. Rousseau expone los hechos tranquilamente, como si extendiese colores en su tela. Cuando Enrique entre el dinero y el amor, declara elegir el primero, canta el elogio del “vil metal” con ímpetu y convicción. Lo que confiere a La venganza de una huérfana rusasu carácter dramático y edificante es, precisamente, esta convicción que el autor aporta a la adaptación escénica de su propia experiencia. Rousseau se indigna de que exista tanta injusticia y maldad en el mundo. Conocerlas y denunciarlas quizás bastaría para borrar su maleficencia. Tengo ante los ojos una larga carta dirigida a Josefina el 2 de junio de 1899 (el año que fue escrita la Venganza). Cuestiona en ella malentendidos sobre la religión que le separan de Josefina. Sus argumentos están impregnados de sentimientos elevados, de dignidad y de deseo de armonía. «Sobre todo no sintamos ya pena por lo que ayer discutimos, dice, porque está arreglado” …¡Pobre Rousseau! Tras haber explicado su postura metafísica, ¿qué podría todavía perturbar su amor?
Una cierta estereotipia en su lenguaje haría pensar en la repetición de temas en el plano pictórico, si Rousseau no estuviese realmente desbordado en ese melodrama por la importancia de su empresa. El encanto que desprenden los atributos de un maravilloso materializado en forma de símbolos en sus cuadros, y el ritmo que subraya su construcción, no tienen el mismo significado sugestivo en sus obras de teatro. Rousseau no resolvió el problema de la escritura, donde el medio de expresión se inserta como un elemento constitutivo, con la misma facilidad que el de la pintura. Existe para él, por un lado, la realidad concreta del mundo y por el otro, la voluntad de traducirla. La fabulación y la afirmación de la verdad se conjugan para edificar su totalidad imaginada. Y cada componente conserva la unidad de su valor típico. La fe que el realismo mantiene en algunas características formas aparentes, se manifiesta igualmente en el terreno del buen humor, que está bastante sólidamente instalado, como valor, en el espíritu de Rousseau para sustituir lo cómico. Los personajes rústicos de Una visita a la Exposición de 1889y los domésticos de La venganza de una huérfana rusa solo tienen de cómico su manera de hablar en la que el buen sentido pretende colocarlas en un mundo aparte, en contradicción con aquél, llamado razonable, del mundo “civilizado”.
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Tres obras de teatro de Rousseau han llegado hasta nosotros, Una Visita a la Exposición de 1889 (que en la primera página está titulada Un viaje a la exposición de 1899) y La venganza de una huérfana rusa,fueron recogidas por Robert Delaunay. Tras la muerte del Aduanero, su hija Mme Bernard-Rousseau, le dio los manuscritos agradeciéndole su devoción a la memoria de Rousseau. El estudiante de juerga , comedia en dos actos y tres cuadros, que no publicamos en la presente edición, es una obra ligera menos original que las dos primeras. Nos ha parecido que no aporta a nuestro intento de liberar de su leyenda el espíritu del Aduanero un elemento de información suficientemente fundado.
El manuscrito de Una visita a la Exposición de 1899“vodevil en tres actos y diez cuadros” , aunque sin fecha, seguramente se publicó durante los días de la exposición. Numerosas correcciones hechas en parte con trozos de papel pegados nos inclinan a creer que constituye la primera entrega de este vodevil. Consta de setenta y tres hojas numeradas.
El manuscrito de La venganza de una huérfana rusa, “drama en cinco actos y diecinueve cuadros (inédito)” es verdaderamente copia manuscrita de Rousseau que fue representada en el teatro Chatelet. En la contraportada Rousseau escribió :”M. Rochard, director del teatro Chatelet”, y sobre la portada y en la primera página, la cifra “23” en lápiz azul indica probablemente el número de orden adscrito por el teatro. Este manuscrito contiene ochenta y nueve hojas numeradas. En la última página se lee : “Terminado el cinco de enero de 1899”. Sigue la firma “Henri Rousseau 3 calle Vercingetorix”. Delante de esta firma- y manifiestamente añadido en último lugar, como se puede constatar también en la portada- Rousseau escribió con su mano, a manera de firma añadida, “Madame Barkowshi, 28 calle Pierre Leroux”. Josefina (ver el autorretrato de Rousseau de 1890 y la carta de 1899) y Madame Barkowski son pues la misma persona, igual que Jadwigha, representada en El Sueño.
El melodrama La venganza de una huérfana rusa debió ser expresamente escrito para el Chatelet, porque ningún otro teatro hubiera sido capaz de un despliegue de decorados tan vasto. El hecho de que se desarrolle en Rusia se debe a la actualidad que podía favorecer el eventual éxito de la obra, en ese año de la visita del Zar a París.
Tenemos derecho a pensar que Mme Barkowski debió de informar a Rousseau tanto sobre la vida en San Petersburgo, como sobre los nombres de los personajes, el puerto de Cronstadt, etc. Quizás incluso se podría ver en el tema de la obra una idealización ficticia de la propia biografía de la amiga de Rousseau que, en este caso, no sería, como creía Apollinaire, polaca, sino de origen ruso.
La época en que transcurre la acción (1855) podía corresponder a aquella en que Madame Barowski aún se encontraba en Rusia. Es significativo que en el momento de remitir el manuscrito al teatro, Rousseau haya tenido que asociar al suyo el nombre de su amiga para compartir con ella el éxito reservado a la obra. ¿Dudaba él mismo de que el Chatelet pudiese rechazarla?
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Sin atribuirle otro valor literario que el que apenas excede los esfuerzos de una categoría de hombres con el fin de expresar su voluntad de hacerse oír, la publicación de estos dos documentos solo apunta a iluminar la personalidad poderosamente definida del Aduanero Rousseau en sus relaciones con el universo que él se había creado. Aunque su obra pictórica reflejase la plena existencia del mundo particular de su sueño, nos ha parecido que esta publicación contribuirá a poner de relieve el carácter de autenticidad, necesaria y no intencionada, de su pintura, abrazando muy de cerca los que fueron sus conceptos fundamentales. Emanada de su manera de ver y de sentir es la expresión inmediata de su propia naturaleza. El escándalo que había provocado era el de la sinceridad y la poesía, pero Rousseau era consciente del reto que constituía y que solo era la afirmación obstinada de su personalidad objeto de burlas de las que todos los innovadores han sido víctimas. El sabor y el encanto que destilan de su obra no ha cesado de emocionarnos. Crecen y se imponen sin llegar a agotar la razón de nuestra admiración. Nos confirman la idea de que reservan algunas sorpresas para quienes, por encima del mal, encuentran, como Rousseau, su profunda justificación en una libertad emparejada a la esperanza que aún se les concede, aunque solo sea en el plano del espíritu y a pesar de las condiciones provisionales o miserables del mundo actual, la esperanza en una armonía amplia y fraternal cuya pureza numerosos Aduaneros están siempre dispuestos a defender hasta las fronteras de lo posible.