Una gota de conocimiento y las profundidades del mundo se agitan bajo la acción de la imagen inalcanzable. Mediante reacciones en cadena el contagio conquista las premisas más firmes del entendimiento. Llega un sólo hombre, sin que se dude de la pasión que oculta, y la palabra es sometida a nuevas indagaciones.

Avalanchas de sensaciones, gangrenas de creencias, fisuras y golpes, sutiles secreciones de preguntas apenas perceptibles, noches de palabras, montañas de dudas y por encima de todo la música sin sonoridad de estructuras geométricas, hemos seguido vuestras sordas cristalizaciones a través de las vicisitudes de la piel y del espíritu. Aproximación grosera, cuando, a lo largo de un encadenamiento melodioso de seres y ciencias, el puño virgen cae sobre una mesa que creímos basada en la grava del universo. En tal caso el ojo ya no tiene necesidad, al margen del marco sensible, de medir la imposibilidad en la que se encuentra su petulancia de aproximarse a la realidad de los sólidos. El oído ya no está considerado para escoger lo que, entre el sonido organizado y y el sonido inarmónico, quiere transmitir a la posterioridad del sueño. Un niño superó dándoles la vuelta las ideas exactas que se había ingeniado en clasificar, deducir y prolongar hasta la pericia de nuestra cotidiana soledad. Y de un sólo golpe, la libertad tomó nuevo sentido donde aceptar y actuar perdieron los privilegios de su razón de existir. Hemos reconocido la libertad en los completos desmanes infantiles que, totalmente naturales, han alcanzado los límites cercanos del no-ser de donde a penas acababan de surgir. Ella ostentaba el gesto irascible imposible de controlar. Traía la intensa sonrisa bajo la que se oculta la imagen de la vida, en el mismo umbral de su primera entrada. La lúcida transparencia de su pérdida, presenta en sí misma como una secreta melodía, ineluctable, una inagotable fuente de combates. El germen de muerte y podredumbre engastado en el diamante de una voluntad corrosiva por franquear las barreras terrestres. Así era la nueva libertad, vista desde el ángulo de una zambullida en la densidad olvidada por los hombres, la de un universo sin pasado ni futuro. De ella la mirada extraía el don necesario de la desnudez. Así Rimbaud vio lo que todavía no había pensado nadie. Vio, a través del olvido de cada uno de nosotros, las posibilidades de infringir las leyes de la pesadez de las ideas, estropeadas por el endurecimiento de la edad, en los linderos de las decisiones infantiles más cercanas a la muerte que a la esclerosis de los años. Y que sólo la violencia daba un sentido a la libertad.

Rimbaud es la infancia que se expresó por medios que transgreden su condición. La infancia viril, la libertad sin peso ni medida, la infancia vecina de la muerte en su origen y su fin, el riesgo en todos los peldaños, la infancia próxima a las cosas, la sorpresa, la infancia que delimita las cosas, hasta su fascinación ante ellas. Y también la infancia donde fermenta la levadura de su propia y gradual desaparición. Y el miedo incrustado en su fin orgánico del que nos mofamos y queremos ignorar.

Así se me muestra Rimbaud en el momento en que, consciente de la pérdida de su poderío de infancia, la vio reabsorberse en el conjunto de los años sucesivos, pesados de substancia, alejándose poco a poco de su naturaleza inicial, a cada giro más toscos, más cargados de días, replegados en sí mismos. Con su infancia acababa de venirse abajo la libertad. Desde entonces más misterio. Porque, ¿para qué continuar una actividad que, al perder su cualidad de violencia, vio al mismo tiempo marchitarse el fundamento de su único secreto de existir, el de la libertad? A costa de una combustión intensa, breve y ardiente, cuya altura fulgurante Rimbaud conservó intacta, el niño supo atravesar a toda vela las murallas de las cosas, de los mundos y del saber, los ojos insensibles, el deseo abierto, las cadenas del diablo. Y cuando la llamarada se golpeó contra el espesor del tiempo, el mismo sueño de este deslumbramiento le debió parecer ciego, igual que la dureza de la roca y la de la aventura que, al término de su juventud y de la manera más encarnizada, le mantuvo en el lugar de pan de cada día. El desquite de la frescura atada al horizonte maduro de su memoria.

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Si la vida y la obra escrita de Rimbaud van unidas a la influencia que ejercen sobre nosotros, en medio de esa vida, la fecha del 10 de Julio de 1873, actuó como una potente palanca. Rimbaud, ese día, se vio involucrado en los acontecimientos de Bruselas, cuyo significado, superando las contingencias de sus relaciones con Verlaine, debió sacudir su vida y de repente desvelarle los profundos remolinos de su realidad evidenciada. En este decisivo giro, es necesario creer que reconoció a la vez la futilidad de cualquier especulación intelectual. Sin duda hacía ya mucho tiempo que ejercía la enseñanza del desprecio hacia la “literatura”, tal como Verlaine la entendía, oponiéndole la poesía. Y, pronto Rimbaud se preocupó en ampliar el sentido de su desdén ante toda manifestación literaria, hasta englobar allí de alguna manera la inutilidad de su vida. Aunque la frase “Ahora sé que el arte es una tontería fecha de junio o julio de 1873, es después del disparo de pistola de Bruselas, al retirarse a Roche, cuando Rimbaud acabó de escribir Una temporada en el infierno (fechada entre abril y agosto de 1873). Parece en ese momento haber agotado los principios capitales de un asco que sentía en estado latente confiriendo a esta especie de testamento su carácter virulento de experiencia terminada. Iniciada con el título de Libro pagano o Libro negro, esta obra que debía cerrar la vida literaria del poeta, no hubiera menos extendido sobre el universo de la poesía el color insospechado de un desencadenamiento primordial donde estaban reunidos todos los ímpetus liberadores en busca de un absoluto moral. Como consecuencia de la lucidez de su espíritu, Rimbaud acabó con la vanidad de cualquier intento metafísico de resolver las contradicciones de la vida, Hasta nuestros días, el problema no ha dejado de agitar las profundidades donde creación y pensamiento se contradicen y se concilian, reflejando por esto la inquietud incrustada en el corazón mismo de nuestra época.

El drama de Bruselas se sitúa en los goznes de esa puerta por donde se comunican la conciencia de una realidad introspectiva, mezclada con la pasión por lo cotidiano, y el reconocimiento de la realidad sensible del mundo implicada en la necesidad de cada individuo. Se diría que después de haber vivido mucho tiempo encerrado, Rimbaud, se dio cuenta, al escapar, que su trayectoria particular sólo podría definirse a través de la totalidad de los demás. Aunque el sueño podía ser considerado como una realidad vivida, el fracaso del disparo despertó con un sobresalto al poeta alelado en los preámbulos errantes de sus sensaciones. Las mismas inventivas ya no recurrían a la gratuidad metafórica de las actitudes retadoras. Parecían de repente repletas por el brusco contacto con la realidad de los demás, de aquellos que un generalizado desprecio de todo lo que le era ajeno, relegaba entre los fantasmas. Queriéndolo o no, hubieron de tomar el peso de su responsabilidad. Así acabó, con la egocéntrica estancia de Rimbaud en el infierno, terminada la temporada, la concluyente discusión consigo mismo en el seno materno, ese sitio del que tratará de escapar a cualquier precio para darle sepultura, bajo nuevas cosechas, fabulosas pero vacías de futuro, de su juventud cercenada.

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Tienen prisa en hablar del fracaso de Rimbaud quienes se imaginan que la carrera de un hombre está trazada de cara a su culminación, en una linea recta y sin rebabas, incluso por aquel que es tanto su iniciador como iniciado. Podríamos suponer que Rimbaud por una decisión deliberada hizo de la poesía su razón de ser, con, como perspectiva, el éxito en este exclusivo terreno y, como corolario, el desenlace del proyecto rectilíneo impreso por su voluntad incondicional.

En verdad, esta ambición filistea, transformada en método de interpretación y aplicada a existencias “planificadas” por algunos críticos que desconsideran la vida de los hombres, reduciendo sus datos a motivos simples, ¡qué sórdida nos parece cuando se trata de arojar luz sobre el pretendido fracaso de Rimbaud! Puerta de la más válidas repercusiones y de una retumbante eficacia por sus secuelas, la ruptura en el trayecto homogéneo de la vida poética condicionada de Rimbaud condujo el debate de la creación artística a campos de exploración nuevos y restableció sus elementos poéticos básicos con caracteres propiamente humanos. A partir de él, la poesía ya no es el ejercicio de un oficio, una actividad subordinada a ciertas necesidades, sino la expresión misma de la vida del poeta. Qué importa la ruptura, dado que, bajo nuevos aspectos, la vida poética que es aventura, y en el plano de la inteligencia y en el de la acción, continua promoviendo esa existencia cuyos cronistas consideran que fue irremediablemente partida en dos trozos. No se han apercibido siquiera de que la intensidad exhaustiva de las dos actividades de Rimbaud era, tanto en un caso como en otro, tan concluyente en cuanto a su búsqueda de un absoluto coherente. Sin embargo el fin aparente de esta aspiración es, piensen lo que piensen los estetas ofendidos, netamente más visible en el segundo período de su vida que en el primero. Mientras su vida amorosa conllevaba la posibilidad de un final en su desarrollo, de una rectificación de su conciencia decepcionada, el valor de sus escritos no podía influenciar su juicio, tal como se identificaba con el desprecio hacia la etapa por superar. La cuestión se planteó en términos virtuales entre aquellos que, hablando históricamente, dedicaron una admiración tardía e interesada a su obra, en gran parte suscitada por el escándalo y la leyenda con que la alimentaron. Para el propio Rimbaud, solo se trataba de expresar su personalidad a través de la substancia de una vida absorbente, múltiple e indivisible, hecha a escala de su multiforme vitalidad, sin preocuparse de ninguna manera, de lo que, en su precipitada carrera, abandonaba tras él.

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Si la poesía fuese una actividad válida del espíritu, el poema escrito sólo ocuparía su lugar específico como testimonio accidental, como un jalón colocado en el transcurso en movimiento del conocimiento. Amplio y metódico o jadeante, ardiendo como una llama rápida y contenida, este recorrido anula el medio que atraviesa. Se alza contra la fuerza de inercia que desprende, que se adhiere al investigador y retiene sus pasos, Ahí se origina la razón de las vertiginosas excursiones de Rimbaud a través del mundo. Al igual que las de ámbito poético, están determinadas por el rechazo a aceptar la realidad del mundo como un dato inmutable, fijo o perezoso. Una pura energía subraya el principio motor de su adolescencia eternamente en busca de espectáculos insensatos.

Tras haber localizado así su personalidad bajo el signo de la violencia, ¿cómo aceptaríamos esta imagen, puesta recientemente en circulación, de un Rimbaud que escribe sus poemas conforme a una teoría preestablecida donde las vocales tendrían cada una su lugar numerado en una figuración mística cuyas claves se pretende tener la posibilidad de revelar? ¿En qué deriva en esta mecánica montada con todas las piezas su impulsividad explosiva que, tanto en sus escritos como en su vida, engrandece este ser solar? ¿No cabría buscar su resonancia por otras partes antes que en la estúpida penumbra de las conspiraciones de sacristía?

Es evidente, se puede constatar entre la mayoría de los poetas un predominio de algunos grupos de sonidos, de correspondencias de tonalidades o de esquemas funcionales. Se puede, en rigor, clasificarlos, estudiarlos, pero la confrontación crítica sólo de lejos tiene relaciones con el acto creador del poeta. ¿no es éste, esencialmente, profundización de un proceso continuo y no voluntad reflexiva de obedecer a reglas externas a esta actividad vivida que es toda poesía?

Que este predominio provenga en parte de una figura estructural, de un marco preexistente a la ejecución del poema donde la elección de algunas combinaciones de sonidos se ajusta acomodándose a la necesidad del tono y de la cadencia hablada, no nos permite de ninguna manera identificar una de las características de la personalidad poética de Rimbaud con toda su persona. Atribuirle una predisposición al análisis razonado y la voluntad de explotarlo, sería confundir la tensión poética con la habilidad del versificador. Desde el momento en que su elaboración no está incluida en una concepción del mundo que la supera -forma y fondo sólo existen entremezclados por sus recíprocas determinaciones- el poema no es viable, se dirige el encuentro de su destino inicial.

La poesía de Rimbaud conserva hasta nuestros días, con su frescura, su potencial emotivo. Su actualidad se mide por el extrañamiento que hizo experimentar a la poesía, en el estado en que él la encontró todavía enfangada, salvo algunas luminosas excepciones, en el desorden de un romanticismo apestoso. Ahí reside la autenticidad de la obra de Rimbaud. Medio de conocimiento, cobra vida en el rigor de un espíritu de conquista dirigido hacia el sentido de la libertad. Rechaza verse encadenada a un sistema imaginario, por seductores que parezcan los argumentos invocados. En el actual estado de nuestros conocimientos sobre Rimbaud, preferimos sostenernos en hechos indiscutibles, ¿no nos llega la luz ya bastante fragmentada, para nosotros que algunos fulgores bastan para mantener en alerta?

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No existe poesía si, de una u otra manera, la fascinación del poeta ante el mundo no se comunica al mundo maravilloso al que en parte se refiere y que en parte lo suscita. No hay embrujo. Como máximo se le hace necesario un acto de inducción emocional, como una entrada en materia, en forma de un modo de pensar concreto.

En Rimbaud, la fuerza de lo cotidiano objetivo, inscrita en cada paso como una sorpresa ante el acontecimiento, provoca la operación sensible de la traslación poética. Es un enclave en la realidad de lo conocido donde el conocimiento reposa sobre su cualidad de lo nunca visto. El asombro del poeta sería, en este caso, un elemento insólito y no el segmento de vida comprendido en el punto de vista de la conquista de la emoción. Y, él mismo, constructor de un universo particular, ¿no está también integrado, igual que su mundo subjetivo, en el conjunto de fenómenos naturales que, al mismo tiempo, adquieren intrínsecamente el valor de esa fluctuación que hace de la carga de lo insólito la principal cualidad de lo maravilloso? En esta substitución de un sistema transformado en otro, estable, y en intercambio recíproco de sus resortes funcionales reside el valor objetivo de la poesía, sobre todo cuando está dotada de un impulso persuasivo como el de Rimbaud, él mismo contrapartida o mímica de lo universal. Repugna a Rimbaud plegarse bajo el inmenso peso de las fuerzas románticas de la naturaleza, de esta naturaleza, juez supremo que, desligada del hombre, le hace soportar su ley. El juego, si no de títere, al menos de engranaje, por el cual el hombre contemplativo se presta por sí mismo a este imperativo de la naturaleza, donde solo su función importa mientras su personalidad está triturada bajo la influencia de su actitud pasiva, engendra, a continuación del Romanticismo, como una válvula de escape, una teoría del poder de base mística y naturista. Ésta sólo es accesible para los hombres poderosos, para las llamadas élites, para superhombres, para aquellos al fin que pretenden abarcar una parcela de este sublime natural, que, sea de esencia sagrada, sea simplemente elevado al nivel de ese poderío por un acto mágico de participación o iniciación, está destinado a mantener en un permanente terror al conjunto de hombres que se querría ver eternamente resignados. Estos hombres, subordinados a la naturaleza, lo están también por vía de delegación, a los representantes temporales de su poder, los intercesores, los dueños o los elegidos que han vencido la desesperación de la que provienen y que una vez más propagan como una atmósfera ambiental propicia para el papel que quieren asumir. Sabemos a qué sangrantes consecuencias pueden dar origen unas doctrinas mistificadoras de este tipo.

Rimbaud prosiguió la actitud de Baudelaire reaccionando contra el Romanticismo. Transgredió la perfecta precisión de sentimiento de Baudelaire, y en este sentido su sinceridad pudo expresarse incluso bajo las formas agresivas de la negación de su propia personalidad. Siendo toda poesía negación del mundo (tomar conocimiento del mundo equivale a negar su objeto, en lo sucesivo elevado a una forma superior), mediante la negación de la negación Rimbaud regresa al mundo al cesar su manifiesta actividad de poeta. No es un regreso puro y simple de lo que aquí se trata, sino un regreso, si puede decirse, a un estado superior donde la cualidad poética se incorpora al conjunto de lo real sensible, donde éste real sólo es concebible a la luz de la negación del primer estadio que deriva del curso de la existencia, donde los términos de ausencia y presencia son igualmente impensables por separado y donde el sueño y la acción van unidos en una única dirección sobre un mundo exótico y lejano, un mundo provisto de su propia realidad, con un pasado plomizo y nocturno y sin embargo ligero, con todas las puertas de lo posible ampliamente ofrecidas a la tumultuosa luz del porvenir.

Así lo absurdo del sueño se encuentra acompañado por la afirmación de la acción en el plano común de la existencia, al evolucionar uno, en la conjunción de estos elementos contrarios, es condición de la otra, completándola y superándola hasta el punto de saturación donde se produce una nueva fractura en la linea nodal de sus relaciones de medida. La cualidad (de poesía) se transforma en cantidad (de hechos) y la cantidad difusa de las sensaciones experimentadas en cualidad precisa del fin perseguido. Por esta nueva verdad procedente del desarrollo, mediante saltos sucesivos, de un pensamiento conjugado con el acontecimiento, la noción de moderno adquiere su significado dialéctico. Para Rimbaud la naturaleza y sus fuerzas no son ya instancias supremas, suprimidas del hombre sino juez y parte a la vez; mientras el hombre comparte sus responsabilidades donde engloba rescate y sacrificio de la verdad en una sola voluntad de pasar más allá, hacia nuevas causas y horizontes inmaculados.

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Aquel que sólo vea al Rimbaud de Harrar como la bestia decidida a hacer fortuna, imagen que se ha querido proponer para ilustrar la mera y simple fábula de la vocación liberada de sus servidumbres, el poeta que se convierte en su contrario – el ángel y el diablo, canción muy conocida – no puede siquiera pretender penetrar en su dramático y sutil mundo que sigue los meandros de uno de los montajes mentales más astutamente pergeñado. El drama de Rimbaud no es un espectáculo edificante, sino el drama coherente propio de la adolescencia, propulsor de múltiples soluciones y de pensamientos en evolución. ¿No se deduce pensar que la historia moderna conlleva también una edad crítica, acorde al desarrollo de sus conflictos sociales? Rimbaud en la época colonialista donde sucede su actividad en Harrar, está alimentado por el mito de la vanguardia comercial e industrial que la burguesía aún podía señalar como una muestra de enriquecimiento en interés de la cultura. El es el precursor, el conquistador pacífico, el agitador de hombres y de materias primas para quien el intercambio entre Oriente y Occidente es un factor de progreso. Su visión poética de ingeniero busca una salida de gran envergadura, el terreno práctico para realizarse. El es el profeta y el instrumento de ese mundo científico cuyo porvenir se resuelve en una fantasía de confort, de plenitud, de velocidad y de armonía entre los diferentes pueblos y razas. Evidentemente, los medios que emplea son los de la burguesía y el realismo de la época le obliga a utilizar formas que son lenguaje común entre los hombre de su clase, sus compañeros, sus cómplices. El dinero, que se esfuerza en ganar para hacerse escuchar y justificarse ante su familia incapaz de elevarse hacia consideraciones espirituales o hacia la acción desinteresada, forma parte del vasto programa de especulaciones que la osadía de su sueño adoptó como objetivo. La posesión de dinero no es sino uno de los subterfugios para llegar a ello, pero el fin por alcanzar se mide en valores de civilización. Más que hombre de negocios, es su carácter de pionero el que le impulsa a perseguir una iniciativa ingrata y apasionada. Las cartas a su familia solo muestran un armazón superficial de su ambicioso proyecto; escribe a su madre como el que escribe a un niño. Se trata de ganar tiempo, de tranquilizarla. ¿Acaso no responde, por otra parte, a unas cartas que no nos han llegado, a unas cartas que suponen vagas alarmas o quejas abusivas? Es el hijo que protege la seguridad de su madre calmando su exigencia impotente. A pesar de la distancia, ella no dejó de ejercer sobre Rimbaud su pretensión de dirigirlo. Para esta mujer para quien el respeto por los cadáveres se confunde con el del dinero, y que simboliza la inercia de una burguesía terrateniente, atrasada, el instinto de dominación se plantea de entrada como un postulado y un privilegio. Rimbaud utiliza otro tono cuando escribe a hombres de su condición preconizando la apertura de nuevas vías de penetración en esta Abisinia cuyos recursos enumera. En ésto realiza la forma progresiva de un capitalismo que el espíritu emprendedor opone a los sectores anquilosados de la sociedad. Es preciso ubicar este momento del camino ascendente de la burguesía en su ángulo histórico real para poder comprender lo que tuvo de heroica una actitud que, relacionada con nuestra época, nos parecería anticuada, si no condenable.

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Llegado a este punto de su evolución, no solamente todo incita a creer que para Rimbaud la poesía cayó a un nivel de indiferencia vecino del olvido, sino que basta profundizar en la idea que se hacía de ella durante el primer período de su vida para poder afirmar que el poder del silencio que aquí participa como elemento constitutivo no hizo más que acrecentarse hasta conseguir el resto y llegar ella misma a ser poesía. En otras palabras se podría adelantar que la poesía de Rimbaud contenía el germen de su propia destrucción. Toda la actividad de Rimbaud nos demuestra, por su deseo febril de colmar una ausencia, que nada había cambiado en su manera de considerar la poesía. Ésta tiende a ver reducida al mínimo su facultad de medio de expresión para convertirse únicamente en cualidad, actividad del espíritu, poesía inexpresable en palabras, poesía inexpresada. En el extremo de este desarrollo deja prácticamente de existir. Las cartas de Harrar desvelan en parte las preocupaciones exhaustivas de Rimbaud en este camino donde, a pesar de las apariencias, no hay ruptura, sino solamente un cambio de plano y la decisión permanente de llegar al final del la experiencia emprendida incorporándose a él hasta la desaparición de su personalidad subjetiva. Cualquier vida, de cualquier hombre ¿no es, en relación con sus límites, una experiencia donde el problema se encona según maneras más o menos conscientes? En Rimbaud la operación de transferencia se efectúa con una brillantez desacostumbrada. Es todo lo que puede decirse. La repercusión que suscita y que aún actúa sobre nosotros, sobre nuestra propia experiencia, ha tomado el valor de un fenómeno objetivo, de una trayectoria que siguen los flujos y reflujos de todas las adolescencias. En lo sucesivo la poesía se sitúa dialécticamente en contradicción con los marcos de la sociedad moderna. Con Rimbaud se instaura el carácter universal de esta toma de conciencia del poeta que, producto de la sociedad, la niega y tiende a transgredirla para objetivar sus condiciones.

En la ecuación que hemos formulado de la vida y de la obra de Rimbaud, ambas íntimamente imbricadas en una unidad discontinua, pero orgánica, el primer término representado bajo la forma de poesía-conocimiento está objetivamente orientado hacia lo concreto, según el significado que toma su obra proyectada sobre el mundo exterior. Transformada en poesía-acción, el segundo término, negando por completo la cualidad del primero que está incluido en él, es de naturaleza netamente subjetiva, como lo muestra su particular ambición de realizarse por sus propios medios. Se deduce que el poeta, responsable históricamente de la consciencia cuya continuidad asume, desarrollará un tercer término superpuesto al primero, tan objetivo como él, que sin embargo deriva de los dos términos a la vez, que será la poesía-interpretación del mundo con perspectivas de cambiarlo. Este salto hacia adelante lleva tanto al conocimiento subjetivo como a la acción objetiva en el plano del comportamiento real y se traduce dialécticamente mediante la transfusión de la conciencia rebelde en el conjunto del porvenir revolucionario.

Éste movimiento a trompicones, donde están implicados el sueño latente y la acción manifiesta, se impregna por completo de un espíritu de libertad cuyo sentido rector se revelará, a partir de él, como una empresa determinante sobre la realidad del mundo circundante, tal como ésta es actualizada por el esfuerzo del poeta en reintegrar la sociedad en desarrollo. Es importante para el poeta de nuestros días no desconocer la experiencia vivida por Rimbaud. El cerró el circuito en que la poesía se encadena con las manifestaciones de la vida. Hizo evidente su incapacidad de adaptarse a una sociedad hostil que, al haber traicionado su destino natural, y en razón a sus contradicciones internas, difícilmente se sobrevive. Al paso que lleva, de crisis en crisis, ¿no se encamina, por lo demás hacia su propia destrucción?

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El ejemplo de Rimbaud nos alcanza siempre de lleno en el centro de nuestra sensibilidad. Su virulencia se expresa mediante una constante superación : superación en los valores estéticos que ha creado, superación de los límites de su época. Evidencia un tipo antinómico de la estructura del hombre que imita el desarrollo mismo de la historia cuyos choques y calmas se resumen, a fin de cuentas, en una unidad de base. El ejemplo de Rimbaud nos invita a considerar el conocimiento como un objeto que solo puede asegurar su adquisición poniendo en riesgo la vida, apoderándose de el mediante lucha enorme. La conquista de este conocimiento es el factor principal del desarrollo de una ética de combate. En este terreno, donde los fantasmas son barridos, sin embargo se confunden sus atributos peyorativos, el bien y el mal se anulan recíprocamente. El ejemplo de Rimbaud es, en este sentido, una objetivación vivida en estado permanente. No acabó de demostrar que para liberar al hombre de sus cadenas, no basta con descansar sobre un fatalismo místico y beato, sino que el hombre mismo, combatiendo, escapa de la opresión de los deseos infinitamente insatisfechos que la sociedad actual impone a su condición amputada. No es del cielo, incluso si ha colgado los hábitos, de donde le llegará la salvación; sino de su propia resolución, en la medida en que luche por arrancar la libertad a sus explotadores y devolverla a aquellos que, habiendo sido sus artesanos, tienen derecho a disponer de ella según sus necesidades y sus intereses de común simpatía.