Más allá de los mundos y de las murallas de los cerebros humanos, que obstaculizan las ansias que nos asaltan por todas partes, entre los escombros de granito y los desechos vegetales, las escorias y los detritus de todas las clases de conocimientos fragmentarios y angulosos, guijarros inadaptables al orden universal, sentimientos larvados sobre los que se injertan las supersticiones, existe un inmenso consuelo, descubrir en los que se denominan pequeños acontecimientos pasajeros, la confirmación de algunas perspectivas generales que se han organizado en favor de la vida. Entre lo grande y lo pequeño, sin perder de vista el encanto intransferible e indivisible que os sitúa en la vía del descubrimiento, existe toda la escala gradual del imponderable hambre de continuidad, el fuego que no podría, ni aquí, ni más allá del nacimiento y de la muerte, detenerse ante la ficción de algunos signos de puntuación.

Ante quien se construye un método donde lo arbitrario no sólo no está excluido, sino al contrario acentuado y puesto en evidencia, aparece en primer lugar la necesidad de declarar que el fin que se impone no podría, en ningún caso limitarse, bajo la cubierta de una verdad de prestidigitador, a convencer a sus lectores o a contentarse, por su parte, con un simulacro de signos. Se trata de la lenta construcción de un sistema de hipótesis, de un razonamiento válido para una cierta categoría de nociones libremente limitadas, capaz de engendrar las posibilidades de germinación y desarrollo en los marcos impuestos por la sociedad actual, de acuerdo a una voluntad bien definida, la de escaparse de ella a cualquier precio. Al igual que, en la moderna concepción del universo, la frontera entre el terreno periférico que se limita provisionalmente por la interpretación mecánica, y aquél cuya explicación es de naturaleza puramente matemática, no está estrictamente delimitada (observar las relaciones de interdependencia entre la lógica formal y el pensamiento dialéctico, aún no suficientemente definidas, y la concepción económica que lidera cualquier explicación), las relaciones, a nivel de la vida síquica, entre las sensaciones y toda una serie de fenómenos mentales se encuentran, al menos en apariencia, en una situación extrañamente similar. Quizás es allí, en estas esferas aún poco conocidas, en estos confines en baldío, donde sería preciso ubicar la poesía, se trataría de asignarle un lugar entre los confusos caminos del entendimiento humano. Porque, más acuciante que nunca, se siente la necesidad de defender la poesía de las impropias influencias que pretenden hacerla navegar por un canal cómodo, un medio de expresión apto para llevar opiniones e ideologías hacia la gente que, por otra parte, sabe demasiado bien cómo sostenerse sobre las moralejas de las fábulas de La Fontaine y sobre el entusiasmo de corral que suscitan los cantos patrióticos.

A través de analogías e hipótesis de tipo científico, entre los medios de investigación de la naturaleza y del destino humano, el carácter de charlatanismo innato del pensamiento (no lo digo en mal tono) al concurrir igual que éste con un cierto hermetismo automático de los símbolos propios de cada ciencia, pura consecuencia de su profundización – hermetismo flagrante para quien queda fuera de esa profundización-, el invento poético ocupará su sitio, sin tener en cuenta las apariencias arbitrarias que, a primera vista, presenta. Al igual que lo irracional tiende a convertirse en racional en la medida en que las leyes que lo rigen nos son más accesibles, el acto poético ya no escapará al análisis, y, cuando se establezca que lo simbólico de la poesía reside en los mecanismos del pensamiento, en ciertos procedimientos o giros independientes del lenguaje y sin embargo contenidos en éste, superándolo frecuentemente y negándolo en tanto que sentido común, estará madura la época para determinar el complejo sistema al que está unido la poesía, en el terreno del conocimiento y del continuo devenir de los seres y de las cosas.

El hombre será erigido centro de toda preocupación y nunca se obviará su preeminencia sobre todas las actividades y problemas, que sólo pueden proceder de él y regresar al conocimiento de su naturaleza. Será el punto de partida y de llegada de las investigaciones y conclusiones, igual que la vida y la muerte se encuentran y se prolongan, se oponen y se confunden, en este maravilloso trayecto de la continuidad temporal.

Humos perturbadores de universo que atravesáis la memoria de los hombres, mujeres por la calle y por los bosques, vestidas con la más hermosa vegetación de los tiempos actuales y al cambiar la hora enganchada a los estribos de las alegorías tumbadas en tierra en señal de la infinita posibilidad de vivir, la promesa rodando labios y estructura dentada por prohibiciones que se afrontan, mujeres vestidas de transición, camináis sobre un hilo de araña y de vosotras, frágiles seres tejidos con insondable esperanza, esperamos el movimiento irracional, en la levedad segura de su propia naturaleza, que arrasará las tumultuosas contradicciones de las que somos murallas familiares. Cada señal con que adornáis vuestra efímera aparición, como una serie de imágenes indelebles que acompaña vuestros pasos, sirve, por medios que poseen una magia experimentada a través de los siglos, para haceros completamente reconocibles para nuestro espíritu. Porque, con total evidencia, según caracteres aún difíciles de elucidar, pertenecéis a unas esferas de correspondencias determinadas, y vuestro mundo de actividad síquica coincide con destinos que persiguen su oportunidad, con representaciones sentimentales de algunos modos de deseos y de algunos conglomerados de facultades humanas, que irradian de un aliento uniforme pero variable hasta el infinito. Las asonancias de los hechos contrapuestos de una vida anuncian el pleno mediodía al paso de una de esas expresiones extremas de la ley de las combinaciones matemáticas aplicada al sueño en la tierra, maravillosa lección de adaptación a los reinos naturales, donde la fuerza de los ojos encuentra la ternura de la piel, y donde nada cesa de colocarse contradictoriamente en el orden, a cada paso nuevamente adquirido, de la necesidad universal de latir.

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Verano de 1933. Los sombreros de la mujeres me hacen redescubrir la época en que la inverosímil invasión de flores me producía, con el frescor de la juventud y de la desolación, el sentido de una voluptuosidad táctil y visionaria que observé como la confirmación de mi naturaleza en su más secreta forma, la de las representaciones sexuales. Bajo la corteza del simbolismo latente que se endureció, poco a poco, en la consciencia de los individuos, habrá que buscar los atractivos ejercidos sobre ellos por los elementos confesables e inconfesables de exploraciones de todas clases, de lecturas, de angustias y de hechos, si los hechos no se han tergiversado posteriormente. Para responder a los deseos, se les aplica la imagen de una coincidencia determinante con una porción fortuita de su vida que en adelante les avasalla. Haciendo, por tanto, la sustracción que se debe en cada escrito de la parte obsesiva del autor se llegará a determinar el sedimento de objetividad de una obra. La lógica ya no es de una gran ayuda para operaciones de este tipo, y la observación sólo se tiene en cuenta como objeto de polarización de todo un mundo de deseos y perversiones.

El maravilloso mundo de las manifestaciones sexuales más recónditas en la estructura síquica de los seres humanos, más particularmente entre las mujeres, sometidas a una extraña ley de superación y de oposición, ley en movimiento incesante, verificada por la aceptación o rechazo de la gente y denominada moda, parece que este mundo responde a una necesidad inevitable, parcialmente regida por los instintos – la de embellecerse en la hembra, a partir de escalones zoológicos relativamente bajos- y parcialmente perfeccionado según necesidades de una causa más refinada, parece que este mundo se caracteriza por una revalorización de las diferentes partes del cuerpo para las que el embellecimiento sirve al mismo tiempo de letrero y reclamo.

Es, por así decirlo, la interpretación inconsciente de una serie de manifestaciones, ocultas al sujeto, que se expresa por un símbolo cuyas características están extraídas de la vida corriente. Es difícil decir con precisión lo que impele al ser humano a expresarse de esta manera, pero todo induce a creer que es la libido; la disminución, en la vejez del impulso amoroso, acompañada de la pérdida de placer, es demostración suficiente. Los símbolos sexuales han sido ampliamente investigados por el sicoanálisis, será cuestión, para mí, de reseñar según su óptica hasta qué punto el gusto puede asimilarse a criterios estéticos y las posibilidades que se nos ofrecen de encontrar en éstos últimos las raíces profundamente humanas.

Los sombreros que, todavía recientemente, llevaban las mujeres, sombreros de casquete plegado en forma de grieta que, en sus inicios, debían imitar a los de los hombres, sombreros cuyo parecido, a lo largo de su evolución, con el sexo femenino ha llegado a ser no sólo chocante sino significativo en más de un aspecto, han confirmado al fin de una manera fulgurante, lo que yo adelanto por ejemplo de dos especímenes característicos : el sombrero hecho de ligas para calcetines, y el de casquete rodeado de un adorno que imita un falso cuello de esquinas romas provisto de su corbata. Al igual que estos dos atributos, los más genuinos de la vestimenta masculina, la liga para calcetines tensa evoca una imagen de la virilidad y la corbata, cuyo papel simbólico es obvio, de la misma manera los que rodean la reproducción de ese sexo femenino que la mujeres llevan sobre la cabeza, hay que estar ciego para no ver, no únicamente un efecto de la fantasía, que solo juega el papel de una ingeniosa entrometida, sino un real poder de justificación que las creadoras de estos modelos han otorgado a sus obras.

No hay que creer en una ciega sumisión de las mujeres a la moda. No se pueden subestimar los factores económicos y sociales que en ella concurren. Una vez admitida su relevancia y considerado el mecanismo de adaptación a la moda dominante (que actúa sobre la mujer con su poder más bien sugestiva) como ecolalia y cuyo poder aprovecha el capitalismo para imponer la mercancía con la ayuda de la publicidad, la moda,el patriotismo, etc., le queda siempre a la mujer la posibilidad de elección, y es ahí donde se desarrollaran las diferencias que son el asunto de mis observaciones. No es suficiente el lanzamiento de una moda para que consiga imponerse. Una mayoría anónima e invisible ejerce un control constante, por eliminación, sobre la eficacia de la moda en tanto que respuesta a las posibilidades de transformación y de acaparamiento mediante un máximo de formas representativas de funcionamiento sexual. Precedente inmediato de la moda de los sombreros de forma rajada y por oposición a ella, el gorro suavo,de indudable carácter sexual masculino, tuvo muy breve vigencia. Al fracaso de esta moda debemos la aparición del sombrero que nos ocupa y que se fijó definitivamente en la forma descrita, aumentando aún más el color blanco o crema que al principio poseía su parecido con la carne. ¿A menos que no haya que interpretar el color blanco como un símbolo intencionado de la virginidad, del candor, en contraste con el cinismo de la forma?. A través de innumerables variantes intermedias, pasando por fases más o menos imitativas y realistas, los labios de esas grietas llegaban a la más amplia abertura (se podrían encontrar sombreros verdaderamente libertinos) con sutiles entradas incitando las más deliciosas ideas a un sueño frágil y delicado. El máximo extremo de estrechez de la grieta se da en el sombrero de labios cosidos de manera que sólo dejan visible un atisbo de su comisura. ¿No convendría reflexionar si existe en cada mujer, con forma de representación síquica, un estado de virginidad reprimida en grados diferentes, representación puramente subconsciente sin relación con el estado morfológico de los órganos correspondientes? Si tomamos en cuenta algunos casos de complejo de inferioridad donde el deseo de castración se manifiesta por el amor irreflexivo a las cicatrices y tiende a la degradación, el hecho de llevar estos sombreros constituiría un serio correctivo que actuaría como acto de compensación. ¿O sería éste la manifestación idealizada de los poderes de acceder al sexo, manifestación paralela al funcionamiento mental que tiene su raíz en las represiones, las prohibiciones, superadas o no, del sujeto? Imaginemos lo que puede determinar, entre decenas de modelos, la elección de un sombrero antes que otro. Corresponde indefectiblemente a un deseo humano concreto de la mujer, a través de dudas y vacilaciones, la ley estética que ella se ha creado se transformará en pretexto y mediador necesario, enseguida sistematizado hasta el punto de convertirse en automático. Entre la serie de sombreros agrietados, según su grado de abertura, se encuentran, ya la pureza imaginada y esquematizada, por decirlo así, de los sexos de la mujer, ya el arrugado de las carnes fofas (ver los los sombreros de luto donde la representación de los sexos dolorosos y negros, muertos, que cuelgan en jirones como desgarrones de carne para conseguir la desolación y el sufrimiento, y responden a deseos masoquistas de dolores ostentosos) o simulacros de inversión completa, donde el contenido de la raja, en vez de señalar el vacío, está completamente invertido en relación a la superficie visible (carácter anal). Algunos de estos cubre-cabezas se adornan con botones, cintas,con escarificaciones (reseñables), con indicios de zurcido que muestran la posibilidad de aumentar o reducir a voluntad la longitud de la raja (los lazos sin tensar hasta recordar los bordes de las valvas), con aros metálicos clavados en los labios –oh involuntaria castidad- , con un un conglomerado de colores pálidos y opalinos, con motivos decorativos apenas insinuados, con una substancia viscosa, coagulada, traslúcida, que sugiere vagamente a plantas, a frutos, a flores, que desbordan los límites de la raja como si se derramasen desde el interior.

En el transcurso de mi investigación, se me ha dado observar que existía en algunos casos una real oposición en cuanto a la posibilidad misma de seguir esta moda. Aunque las razones invocadas fuesen siempre del orden del gusto y de la estética, es innegable que sus determinantes han de buscarse en simples inhibiciones, la más frecuente el rechazo a plantear de manera pública la vida sexual. Los sombreros de raja ancha aun siendo los más difíciles de llevar, tengo datos de un gran almacén, son los más baratos (en iguales condiciones de trabajo y material). Hay pues que sacar la consecuencia de que el número de mujeres con amplia actividad vaginal son exigüas. Mi experiencia personal me ha enseñado por el contrario que, mujeres muy reprimidas es este aspecto llevaban también sombreros de raja grande; la explicación está en buscar una identidad, en un determinado nivel, de los contrarios que supuestamente se juntan.

De este rápido análisis parece derivarse que, independientemente de la moda del momento – cuestión ésta que interesa particularmente a leyes económicas y a la alternancia de simbolismos sexuales masculinos y femeninos,- la mujer ante la tesitura de la elección se ampara en consideraciones inventadas para enmascarar sus íntimas motivaciones (deseos intrauterinos, exhibicionismo de las capacidades eróticas, etc.) en una teoría del gusto y de la estética que ella se construye inconscientemente pero con ingeniosidad para esa intención. Que una mujer no se equivoque nunca en sus gustos quiere decir únicamente que los determinantes de su sexualidad encuentran siempre su expresión, la más directa y sincera, en el objeto de su elección de vestidos y adornos. El automatismo del gusto actúa en ella fuera de cualquier razón y la transformación de los deseos en símbolos existentes, mediante transferencia, funciona con una suprema habilidad.

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Después de este rápido análisis parece derivarse que, independientemente de la moda del momento – cuestión que interesa particularmente a las leyes económicas y a la alternancia de los simbolismos sexuales masculinos y femeninos,- la mujer ante la tesitura de la elección se ampara en consideraciones inventadas para enmascarar sus íntimas motivaciones (deseos intrauterinos, exhibicionismo de las facultades eróticas, etc.) en una teoría del gusto y de la estética que ella se construye inconscientemente pero con ingeniosidad para esa intención. Que una mujer no se equivoque nunca en sus gustos quiere decir únicamente que los determinantes de su sexualidad encuentran siempre su expresión, la más directa y sincera, en el objeto de su elección de vestidos y adornos. El automatismo del gusto actúa en ella fuera de cualquier razón y la transformación de los deseos en símbolos existentes, mediante transferencia, se opera con una suprema habilidad.

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Sólo ya ínfimos críticos de arte (especie particularmente gelatinosa) no se aperciben de que la estética tiene una existencia propia e independiente. Nada podría existir fuera de los caracteres humanos, incluso la representación del mundo exterior debe plegarse a esta exigencia. Aunque debo admitir que, en la evolución de las formas de arte, predomina el determinismo económico y social, mientras lo humano se revela más poderosamente en su contenido, y que las influencias recíprocas de las formas en los contenidos pueden, en un momento dado de la historia, llegar a resumirla. Pero lo permanente de una obra de arte, en no importa qué momento de su evolución, será siempre una cantidad constante y es ello lo que consideramos cuando hablamos de obra de arte. En su apreciación domina el deseo de retorno a la vida prenatal : el sentimiento de desahogo, de total y absoluto confort, irracional, de la ausencia de consciencia y de responsabilidad. Este deseo es de naturaleza emotiva, unido a la angustia del sentimiento opuesto, post-vital, representado por la pérdida trágica, accidental, de la consciencia. En la misma medida que es dulce poder refugiarse en el primero por seguridad, el temor al segundo está unido a la idea de violencia. En la apreciación de la obra de arte, este recuerdo pre-natal que es casi siempre el mismo en todos los individuos (va unido a las satisfacciones que dan las sustancias al tocar, lamer, chupar, mascar, comer o aplicar contra la piel o el párpado, sustancias calientes, oscuras, húmedas, etc. ) es corregido por los recuerdos de infancia, que impregnan con su gran variedad los gustos y las capacidades de observación, es decir la especialización y la fijación de obsesiones. Aquellos que se ocuparon en objetos de arte primitivo saben que las obras hermosas presentan un desgaste, debido al contacto prolongado, que se añade a su precio y a su belleza (pátina extendida más o menos uniformemente por toda la superficie, como consecuencia no provocada únicamente por razones prácticas de transporte o desplazamiento), desgaste que el salvaje ejerce no para evaluar factores estéticos, que no precisa, sino por responder a una necesidad real, un deseo que frecuentemente adopta la forma colectiva y refinada de un uso mágico cualquiera. (Desgranar rosarios, llevar bastones, etc, dormir, entre los niños, con objetos de carácter totémico, chupar algunos juguetes, etc., son fenómenos muy conocidos.) Lo que se denomina pues la pátina de los objetos es una cualidad infinitamente preciosa, porque es la confirmación de que el objeto ha respondido ya a los deseos intra-uterinos de toda una serie de individuos y que, por la satisfacción de éstos, es realmente eficaz. El hombre necesita, para apreciar una obra, verificar las experiencias tactiles precedentes ejercidas sobre ella, experiencias que son las formas concretas de las manifestaciones intra-uterinas. Es evidente que esta práctica conlleva un perfeccionamiento del proceso de transferencia por el que las sensaciones táctiles y gustativas se experimentan visualmente. (La más sutil de estas transferencias se efectúa en las superficies planas de los cuadros, simulacros de objetos de sensación). Lo que distinguiría al hombre evolucionado del primitivo, sería pues, su facultad de transferencia, sensiblemente desarrollada, cuya función histórica queda aún pendiente de estudio, y sobre todo su papel en la elaboración de la metáfora. Se puede alcanzar la universalidad en este terreno de la adaptación, palpando o mirando la mayor cantidad de objetos, probando experimentalmente su virtud evocadora en relación con los deseos oscurecidos o velados por la consciencia.

Los materiales desempeñan un papel importante, sería curioso comparar el poder mágico que les atribuye la simbología astrológica con su “cualidad de recuerdo” que activa la eclosión de los deseos. La larga tradición popular y empírica que los vinculó a las ciencias ocultas o a las supersticiones (tocar maderas, andar sobre materias fecales, etc.) es semejante en todos los aspectos a aquellas “llaves de los sueños” en las que vio Freud los rudimentos de los símbolos oníricos. A primera vista, como respuesta a las representaciones de la memoria prenatal, los materiales aparentemente duros pero moldeables, los materiales blandos, de colores oscuros, aquellas que evocan sensaciones de tibieza o humedad, los materiales nocturnos, la madera, el cartón, las piedras semiduras (de función simbólica lunar), el marfil, las telas aterciopeladas, las pieles, el oro, la alfarería, la paja, etc., me parecen completamente adecuadas, mientras que los cristales, los metales pulidos, el mármol, el yeso, la porcelana y en general todo lo que precisa de unos rayos de sol para ser valorado, las materias indiferentes o desagradables, son objetos de día, fríos. Estos pueden ser perturbadores, sólo son atractivos en la medida que los recuerdos de la infancia han despreciado la visión primigenia y precisa del confort prenatal. Las sensaciones olfativas, gustativas o auditivas deben servir también para determinar el carácter diurno o nocturno de los objetos, ellas crearán, tras el examen de las cualidades de pulimentación, de rugosidad, etc, los nuevos criterios de una estética más singularmente emanada del hombre y capaz al fin de serle verdaderamente útil.

Percibimos las dificultades que existen para estudiar un fenómeno tan mutante como la moda, de escoger a su paso algunas migajas de información. Las mujeres, a medida que avanza su edad, llevan sus bolsos cogidos por las asas, se diría que su horror a tocarlos los mantiene a distancia de sus manos. ¿Qué pensar también de las formas colgantes de esos bolsos deteriorados y estropeados, de sus colores oscuros (manifestación de sadomasoquismo de carácter escatológico en el marrón- camisas marrones- y de autocastigo en el negro del luto)? ¿De los zapatos deformados, del uso del paraguas, cada vez más frecuente con la edad, convirtiéndose en un instrumento inseparable que, a parte de la función de símbolo evocador, demuestra la constante angustia de “mojarse” y, generalmente, de las costumbre en boga y su desarrollo?

Muy inestimable material humano que se pierde (y los miles de menudos objetos en vías de desaparición) para la historia de los deseos. La reorganización de los museos etnográficos llega a ser una necesidad imperiosa.

La actual clasificación en serie, ese mito peligroso en más de un aspecto, que deriva de la idea preconcebida, tan cara a los positivistas, del desarrollo formal de los objetos de lo simple a lo complejo, cuando la observación cotidiana aporta un desmentido a esta infantil idea de progreso (perfeccionamiento que se produce sobre todo en otro nivel que el de la utilidad corriente), la clasificación de objetos etnográficos según los datos científicos de la primera mitad del siglo XIX desprecia nuestras costumbres y usos actuales que, como los de los salvajes, constituyen eslabones necesarios de la historia del hombre.

La única utilidad de un museo debe ser facilitar el estudio de los deseos que constituyen la base de las costumbres y su elemento estable a lo largo de las transformaciones. Junto a objetos primitivos se ubicarán aquellos que les han sustituido en el curso de las épocas y que responden a las mismas exigencias subconscientes de los anhelos humanos.

La evolución de los objetos de la civilización material será expuesta según su simbolismo característico (irá de los numerosos botones a la manera de preparar las camas, de las hueveras a los arreos, de los corpiños a los juguetes infantiles) y permitirá crear racionalmente objetos necesarios tanto desde el punto de vista de su utilidad funcional como- y sobre todo- del de las arcanas reivindicaciones de las manifestaciones síquicas.

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La arquitectura “moderna”, por higiénica y desprovista de adornos que pueda parecer, no tiene ninguna posibilidad de supervivencia- podrá ir viviendo gracias a las pasajeras perversidades que una generación se crea con derecho a formular inflingiéndose el castigo de no se sabe qué pecados inconscientes (la mala conciencia puede ser debida a la opresión capitalista)- porque es la completa negación de la imagen de morada. Desde la caverna, pues el hombre habitaba la tierra, “la madre”, pasando por el iglú de los esquimales, forma intermedia entre la cueva y la tienda, reseñable ejemplo de construcción uterina a la que se accede por cavidades con formas vaginales, hasta la cabaña cónica o semiesférica cubierta con de un pilar de carácter sagrado en la entrada, la vivienda simboliza el confort prenatal. Cuando se otorgue al hombre lo que le entusiasmó durante su adolescencia y que niño aún, podía poseer, los reinos de “lujo, calma y voluptuosidad” que se construía bajo las sábanas, bajo las mesas, escondido en las cavidades de la tierra, sobre todo las de entrada angosta, cuando se vea que el bienestar reside en el claroscuro de las profundidades tactiles y blandas de la única higiene posible, la de los anhelos prenatales, se reconstruirán las casas circulares, esféricas e irregulares cuyo recuerdo ha conservado el hombre desde las cavernas, hasta en las cunas y en las tumbas, en su percepción de la vida intrauterina que no sabe de la estética de la castración llamada moderna. Esto será, considerando en estas instalaciones los logros de la vida actual, no una regresión, sino un progreso real sobre lo que antaño tomamos como tal, la posibilidad que se otorgará a nuestros anhelos más poderosos, como latentes y eternos que son, de liberarse normalmente. Su intensidad no ha debido de cambiar mucho desde el estado salvaje del hombre, las formas de satisfacción solamente se han dividido y dispersado sobre un conjunto más vasto, y, debilitadas hasta el punto de perder, con su acuidad, el sentido preciso de la realidad y de la calma, han preparado, por su propia degeneración, el camino de la agresividad autopunitiva que caracteriza los tiempos modernos.

La arquitectura del porvenir será intrauterina, sabrá resolver los problemas del confort y del bienestar materiales y sentimentales renunciando a su papel de servil intérprete de la burguesía, cuya voluntad coercitiva no hace sino separar al hombre de los caminos de su porvenir.