La figura de Raymond Radiguet está sobre todo marcada por la urgencia que, al final de su vida, le impulsó a coger a contrapié la literatura de vanguardia de esa época. Olvidamos sin embargo que en medio de esa época es donde se formó su espíritu y se definió su sensibilidad.

Aunque esto no fuese profundamente emocionante, sería curioso constatar que el poder de las palabras supera, de una manera bastante singular, el hecho humano, cuando, al hablar del final de su vida, pensamos que Radiguet ¡murió a la edad de veinte años!

En 1918 con apenas quince años de edad Radiguet comenzó ya a publicar sus poemas en Sic, Dada, Nord-Sud y Literatura, esas revistas cuya historia queda aún por escribiry de las que no es presuntuoso afirmar que dejaron huella en nuestra época de la voluntad febril de renovación que, en el terreno de las letras y las artes, actúo como un explosivo.

Me es difícil, a mi para quien la adolescencia del siglo se confunde con la mía, precisar si la vida – en su decorado exterior y en su concepción íntima – harealmente cambiado o si es la imagen del sentimiento de novedad que me era inherente por la que el mundo ha tomado los perfiles que yo le atribuía. Sea lo que fuere, no se puede prohibir el oponerse a los hedores de cuadra, a los colores oscuros, violáceos, a los polvorientos faralaes de la palabrería de salón anteriores a 1914, tal como en sus mejores expresiones les vemos desbordar a través de la obra de un Huysmans, por ejemplo, el oponer, digo, la frescura elegante, luminosa y colorida, abierta a todos los vientos y sobre todo a la risa y aún más a la alegría, que la joven poesía continuadora de Apollinaire derramaba en el crisol de un mundo en el que tomó su carácter. Se permitían todas las esperanzas; así es como la poesía de entonces hacía teñir con sangre de su juventud la marcha victoriosa cuyo eco no ha dejado de resonar hasta nuestros días.

En toda esta primera generación de posguerra, aunque Radiguet era el más joven, es sin embargo hacia él hacia quien los más sagaces dirigían las esperanzas. ¿Pero quién podía prever que en la fulgurante trayectoria que fue su existencia, debía estar grabada una evolución tan rápida como completa, el testimonio de una vida de veinte años que ya había alcanzado una especie de culminación?

La poesía de Radiguet participa en sus inicios de una visión cubista del mundo, donde la descomposición en elementos de la realidad inmediata ayudaba a una integración, de alguna manera cinematográfica, en un conocimiento más amplio y más profundo de la vida. Es después de Reverdy y de Dada cuando la novedad de esta poesía – realista en Reverdy, más polémica con Dada – se impuso, como una de las corrientes más fértiles de la literatura actual.

Partiendo de esta concepción, Radiguet desembocó en una poesía cuya gracia un poco ácida, irónica y verbal lo vincula con otra corriente, aquella cuyo representante más brillante fue Max Jacob.

Esa reacción de Radiguet hacia la poesía de entonces estuvo sobre todo dirigida contra una cierta intelectualización de la poesía cuya oscuridad amenazaba convertirse en grandilocuente. Radiguet contraponía la ridícula liviandad de la realidad cotidiana y la magia de un humor cuyos orígenes hay que descubrir en el siglo XVIII.

A pesar del interés que presenta su primera época poética, y hacia la que dirijo mis simpatías, es en sus últimos poemas donde Radiguet se expresó más ampliamente y, ejerciendo una cierta influencia a su alrededor, aportó la evidencia de que la innegable inteligencia que impregna la gracia popular extrae sus raíces de una tradición natural.

La entrañable personalidad de Radiguet es solidaria de la complejidad de un movimiento que, alrededor de los años 20, parece señalar en la historia de las ideas la toma de conciencia de esta novedad que nos parecía entonces como el signo precursor de un verdadero Renacimiento. La actual disolución del mundo occidental y sus valores morales no me hará creer que esta esperanza está muerta y enterrada para siempre. Veo en ella, por mi parte, la culminación en un porvenir donde la integración de los valores humanos con los de la civilización será posibilitada por la lúcida determinación de los hombres para sacudirse la antigüedad polvorienta de un mundo que ha cumplido su época.

A esta nueva juventud del mundo, en la perspectiva de su llegada y por la expansión de su gloria, la poesía debe mostrarle el camino, aquel mismo que se confunde con el sufrimiento de los hombres y con sus aspiraciones hacia la plena luz.