No hay duda de que si la personalidad del Aduanero adquirió el relieve que conocemos, es gracias a todo un aparato anecdótico que tiende a hacer de él un personaje pintoresco, fuera de los marcos habituales donde se mueven los detentadores del intelectualismo convencional. Inventada o no, la fabulación que se relaciona con su vida, aunque contribuyó a crear un mito, no menos procede de las fáciles ironías con que los periodistas recibieron las entregas del Aduanero en los diferentes Salones. Objetos de escándalo, los innovadores en pintura, Cézanne y Van Gogh, como ya antes Courbet y Manet, por no hablar de Matisse y Picasso más recientemente, fueron víctima de los juicios caricaturescos que los escribas de su época emitieron para complacencia de un público inculto y sobre todo carente de consciencia.

Y es porque la pintura -al contrario que la poesía por ejemplo, que exige un exordio donde el lector debe aportar cierto trabajo- se dirige de golpe a los sentidos del espectador. La confusión que éste se ve inclinado a establecer entre la apariencia familiar del mundo exterior y la creación traducida del pintor sólo puede provocar una explosión de cólera o de hilaridad, reacción por otra parte justificada por su falta de preparación. La falsedad del patrón de medida aplicado a la obra de arte suscita, si no su rebelión, sí al menos su sorpresa, elemento no obstante válido e incluso necesario, ante lo que él cree que constituye una ofensa al orden sensorial establecido.

Aun cuando por fin se ha producido una rehabilitación de los pintores escarnecidos en su época–habiéndose acostumbrado en parte el público a la nueva visión propuesta- la pintura del Aduanero no ha sido juzgada nunca con independencia de la leyenda inherente a ella. A la arisca y malevolente ironía de los periodistas ha sucedido un interés divertido, generoso y emocionado, cuyo tono levemente condescendiente fue dado por Guillaume Apollinaire en su famoso artículo las Veladas de París. Todos los biógrafos de Rousseau ha retomado lo esencial de él, y sera muy necesario denunciar algún día a aquellos que, de una manera deliberada, han reforzado la tradición inventándose historietas que creían graciosas. Aun reconociendo todo el valor real de Rousseau, Apollinaire, en 1913, apenas podía sustraerse al ambiente de opinión sobre él, donde la admiración iba pareja a una cierta burla. Aunque Rousseau, en vida, presagiaba este tipo de apreciaciones, hoy es tiempo de observar su pintura y estudiarla más allá de la pequeña anécdota de su vida, como también sería tiempo de escribir la historia de su vida basada en una documentación aún pendiente de organizarse.

No obstante es interesante constatar que, a propósito de La Guerra, L.Roy escribió en 1898 una interesante crítica en el Mercurio de Francia, y que Alfred Jarry, que por mediación de Remy de Gourmont, pidió a Rousseau realizar una litografía basada en el mismo cuadro para su magnífica revista l’ Ymagier,dispensó a la pintura del Aduanero todo el interés que merecía. Pero tal era el temor de no aparecer como víctima de una mistificación, que estos raros testimonios pasaron desapercibidos. Varios pintores reconocieron igualmente el justo valor de la pintura de Rousseau, y puede afirmarse de una manera segura que Signac y Maurice Denis se ocuparon de ella bajo el único ángulo de lo que significaba, despreciando los añadidos frívolos con que la leyenda camuflaba al Aduanero.

En un artículo de principios de siglo sobre Tadeo Natanson que dirigía La Revue Blanche, Octave Mirabeau cita a Rousseau entre sus pintores preferidos, junto a Manet, Cézanne, Van Gogh y Monet. Toulouse-Lautrec, Bonnard y Vuillard formaban parte íntimamente del círculo de la célebre revista, y sabemos que compartían la admiración de su director por la pintura del Aduanero.

No cabe duda de que Rousseau, consciente de su valor, se haya considerado a sí mismo como un gran maestro; pero de que solo tuviese ojos para imitar la mediocridad de los pintores oficiales de la Nationale, me parece que debe culparse a la fantasía de sus biógrafos.

Sabemos que Rousseau pegaba sobre cuadernos escolares recortes de periódicos, a veces acompañados de comentarios, relacionados con sus cuadros. En estos cuadernos, la mayor parte salvados de la destrucción por Robert Delaunay, son muy raros los artículos conservados por Rousseau que no le conciernan. En uno de ellos, el autor deplora la blandenguería de la pintura expuesta en el Salón y evoca la figura de Courbet y la solidez de sus composiciones. Rousseau escribió al margen esta lacónica fórmula, pero cuán cargada de significado : “Courbet arrepentido”. Courbet, me parece, constituye una de las fuentes de la pintura de Rousseau, el estudio de los bocetos que dejó podría quizás dilucidar esta influencia.

Autodidacta en materia de pintura, pero no más que Rouault y Matisse que tuvieron que olvidar lo enseñado en L’ École des Beaux-Arts, y queremos creer que Gustave Moreau les dio la oportunidad, Rousseau se creó un estilo personal al permanecer siempre conforme a su espíritu y buscando, por los caminos más directos, ubicar los medios de los que disponía al servicio de su visión del mundo. La misma fidelidad a esta voluntad de hacer concordar su concepto con el objeto realizado pudo en algunos momentos parecer desconcertante. Rousseau, en esta dirección, sigue una línea discursiva donde la imagen adopta para él el valor conceptual de un hecho, un significado que supera el problema del temaen la pintura, tal como éste se ha establecido a lo largo de la historia. Y son muchas imágenes de las que aquí se trata : imágenes del lenguaje que derivan del empleo de metáforas o imágenes poéticas que sirven a la vez de representación y de vehículos del pensamiento.

Las grandes composiciones de Rousseau se caracterizan por el movimiento – elegido en un momento particularmente representativo- de una historia que se desarrolla en su espíritu y cuyo símbolo es, de alguna manera, el cuadro. El elemento dramático de su visión pictórica ha sido, muy frecuentemente, esquematizado y reducido a la anécdota del tema tratado, lo cual está justificado en la medida en que nosotros no llegamos a reconstruir la ficción que le sirve de soporte. De ahí, para el Aduanero, la necesidad de animar sus cuadros con la ayuda de versos o sentencias destinadas a completar su entendimiento. La misma necesidad rigió su voluntad de dar vida a sus personajes a través de sus intentos teatrales que le preocuparon lo suficiente para que les prestase, en algunos momentos de su vida, la importancia que sabemos.

Para hacer sensible el desarrollo del relato que, subyacente, va incluido en sus grandes composiciones, Rousseau llegó a abordar la implicación de los temas del espacio y del tiempo bajo un ángulo particular. Aunque, a grandes rasgos, su solución esté emparentada con la que dieron los pintores primitivos a los problemas de la simultaneidad de las escenas o al tamaño de los personajes proporcionado a su respectiva importancia, no es menos cierto que Rousseau, espíritu inventivo por excelencia, encontró sus medios de expresión en la precisa concordancia entre su concepto global de la vida y la personal figuración que la ilustra en el plano temporal.

Buscando crear en el cuadro la ilusión de profundidad, de alejamiento de los objetos, Rousseau recurrió, entre otros, a procedimientos de perspectiva que, siendo inherentes a su visión, no por ello eran menos insólitos, sobre todo si se los compara con la árida aplicación de los principios codificados durante el Renacimiento. De ahí la afirmación, repetida con frecuencia, de que Rousseau ignoraba los datos de la perspectiva. Se olvida que la solución a este problema, perceptible en la pintura greco-pompeyana donde se respeta una especie de escorzode los planos conforme a la observación de la naturaleza y que utilizaron también los pintores bizantinos, fue progresivamente abandonada por los miniaturistas carolingios por un nuevo concepto, cuyo apogeo se puede situar en el siglo XII en los frescos románicos. Basada en lo que podría denominarse la perspectiva del significado o de la jerarquía, esta concepción ha sustituido a la perspectiva empírica, la ilusión realista del espacio que, para los pintores románicos, no tiene ya la importancia que había tenido hasta entonces. La ideología religiosa tomó su revancha sobre el espíritu aristotélico en el campo plástico, en la representación del orden de los tamaños de los personajes y de los objetos vistos bajo el ángulo del valor que se les otorga. Sería erróneo creer que los pintores románicos desconocieron las leyes de la perspectiva por sumarias que fueran.

El conjunto de modificaciones sociales y espirituales, provocadas por la toma de conciencia del cristianismo, exigió el uso de nuevos modos de expresión.

En el plano técnico, el alargamiento de las figuras humanas es debido a la obligación impuesta a los pintores de representar una escena que implica numerosos personajes en una superficie reducida. De la misma manera, la necesidad de inscribir un símbolo bíblico en el volumen finito de un capitel exigió de los escultores románicos un concepto donde el redondeado de las imágenes que dan la vuelta alrededor del bloque de piedra definió su principio de continuidad. Ante el rigor de los cánones consagrados, la perspectiva pierde sus privilegios. Observamos, además, en los miniaturistas del siglo XIII y en Giotto y los pintores del Quattrocento, una especie de síntesis entre la visión greco-latina y la de los pintores románicos, síntesis conciliadora entre el problema de la profundidad espacial y el de la importancia a otorgar a los objetos tomados por separado. En la medida en que, instintivamente, el espíritu de Rousseau continuó una trayectoria paralela a la de los pintores primitivos, puede comprenderse el profundo parentesco de su concepción con los valores de observación tradicionales (Los Representantes de las potencias extranjeras, La Libertad) . Pero ya no se trata de religión; todo el racionalismo de los siglos que le separan de la Edad Media ha inculcado en su espíritu ese buen sentido popular cuya más alta expresión es el panteismo romántico que es el fundamento mismo de su filosofía.

En una carta dirigida a Josefina, ¿acaso no expone, con acentos apasionados– a pesar del tono razonable que se autoexige- sus convicciones morales y su postura ante la cuestión religiosa? Puede afirmarse que siguiendo a los neo-impresionistas, a través sobre todo de los Fauves y los Cubistas, la perspectiva está subordinada a las premisas de la luz. Sus leyes están integradas, cuando no fundidas, en los principios de la construcción del cuadro. En adelante forman parte de un complejo más vasto, el de la interpretación estructural de la naturaleza. Es de observar sin embargo una gran diferencia entre este concepto y la perspectiva tal y como la concibió Rousseau. Esta diferencia se debe sobre todo a la manera en que la perspectiva dimana de su visión mecanicista del tiempo. Este parece estar constituido por una serie de instantes en transformación. El estatismo de sus cuadros no es sino la consecuencia de la descomposición del movimiento en elementos independientes, verdaderas franjas de tiempo, unidos los unos a los otros por una especie de operación aritmética (Los Jugadores de fútbol, Un Centenario de la Independencia). Se trata en los cuadros de Rousseau de escenasrepresentativas tomadas en vivo en el transcurso de un acontecimiento (pudiendo relacionarse este acontecimiento tanto a una sucesión de hechos como a la progresión de un pensamiento aislado). Esto incita a recordar La Derrota de San Romano de Florencia y la predela del retablo del Milagro de la hostia de Ucello, cuyas imágenes instantáneas expresan secuencias singulares, cargadas de emoción, en un encadenamiento dramático. Nada hay gratuito en el pensamiento de Rousseau. Las Naturalezas muertas,donde la disposición de los objetos es un pretexto suficiente para la expresión plástica como tal, son raras en la obra del Aduanero. La comida del conejo conlleva ya un elemento animado, el cebo de una fabulación metafórica.

Aunque los ramos de flores ocupan un lugar importante en su producción, las reminiscencias literarias que constituyen su base no son quizás extrañas

a esta predilección. Encajan perfectamente con ésta filosofía de la poesía que Rousseau se construyó para explicar el mundo. La idea de la vida y de la muerte, unida a la fragilidad de la belleza encuentran allí un símbolo ampliamente experimentado a través de la sensibilidad tradicional.

A pesar de su complejidad, la obra de Rousseau se compone de series o grupos de cuadros que se pueden clasificar. La cristalización de su imaginación, que desembocó en un sistema estilístico propio, se caracteriza por la economía de medios utilizados. Rousseau jamás se desvió de algunas categorías que su genio franqueó al impregnarlas con su específica personalidad.

Rousseau trata los paisajes como los retratos que pintó; están con frecuencia realzados por particularidades (aviones, líneas de telégrafos, puentes metálicos, etc.) que materializan sus puntos de vista sobre el progreso, pero nunca carecen de animales u hombres, sin los que la naturaleza no tiene sentido para él. La mayor parte deben ser comprendidos como paisajes-recuerdo, y aunque se nos escapa su móvil sentimental, sin embargo él da el impulso necesario para la puesta en marcha del mecanismo imaginativo del pintor.

Así el título de la admirable obra que perteneció a la baronesa de Oettingen y que actualmente se encuentra en el museo de Praga, Yo mismo, Retrato-paisaje, concretiza todo un programa.

Los retratos realizados por Rousseau se deben considerar como elementos constituyentes, si no de una historia, sí al menos de un proceso afectivo de su pensamiento. Podemos estar seguros de que la lámpara de petróleo que figura en su retrato y el de su mujer no es un objeto colocado allí por una cuestión simplemente de orden plástico. Los retratos de mujeres, casi nunca necesitados de símbolos, tienen, en la vida amorosa de Rousseau, su significado, igual que el de Pierre Loti se basta a sí mismo;

es un homenaje al autor de viajes a países lejanos que hicieron soñar profundamente a Rousseau.

Algunos retratos colectivos, cuando no son encargos, llevan su poesía visiblemente en su intención (El Pasado, Feliz Cuarteto), intención más de una vez subrayada por los versos que Rousseau escribió para que no

hubiera ninguna duda al respecto. Tuve ante mis ojos la fotografía –proveniente del taller del pintor y manchada de pinturas al óleo- que sirvió

para la realización de la Calesa de M. Juniet. Tomada con este fin exclusivo, esta foto esta pegada en un cartón decorado con flores del mismo modelo que el que sirvió para las fotografías de sus telas, y que Delaunay recogió en su taller. El personaje al lado de M. Juniet, perfectamente reconocible en este documento, es Rousseau mismo, y aunque los dos perros y las dos figuras del fondo han sido añadidos a la tela, ésta, con algunos detalles cercanos, reproduce fielmente la fotografía.

El elemento afectivo, presente siempre en sus cuadros, se inscribe en la línea general de un movimiento que Rousseau imprime a su pensamiento. Pensemos en el Retrato de niño en las montañas, donde la relevancia otorgada al niño contrasta con la pequeñez del paisaje, esta reinversión de valores debeexpresar un pensamiento filosófico que a pesar de su humor no esta exento de ingeniosa grandeza.

No nos queda más que la descripción del retrato de Alfred Jarry y los versos que le acompañaban. El cuadro desapareció, quemado, sólo la cabeza de Jarry entrecortada en óvalo, existía aún en 1914.

Jarry, en el balcón, aparecía rodeado de escudos heráldicos, un buho se hallaba posado sobre su hombro. Sus largos cabellos habían hecho creer que se trataba de una mujer, y en el catálogo de los Independientes figuraba con el título de Retrato de Mme A. J.

¡Cuántos eslabones desaparecidos de la galería de retratos realizados por Rousseau! Habrían completado el mundo ya de por sí rico que la imaginación de Rousseau sacó viviendo la realidad de su sueño. Entre los muchos cuadros destruidos o aún no redescubiertos, hay que citar : El Hombre leyendo el periódico, Un filósofo, Danza italiana, Una noche de carnaval, Un trueno, Puesta de sol, El Pobre Diablo, Salida,etc.

Ya no es necesario, hoy, hacer hincapié en la extrañeza de sus telas para sentir de qué grandiosa manera, en su lirismo y apasionada en su factura, Rousseau dio la vuelta por temas esenciales de la vida : el amor, la libertad, la belleza, la ternura frente a las fuerzas destructoras : la guerra, la crueldad de la naturaleza.

Aunque la importancia que otorga al símboloes decisiva ésta no degenera nunca convirtiéndose en alegoría. Por haber tendido a expresar lo que de sublime existe en el hombre, Rousseau se sitúa entre los más grandes. Se arrojó sin vacilación, con la seguridad que sólo confieren la pureza y el impulso de generosidad, a un universo de sentimientos cuyos ecos no han dejado de encantarnos, de emocionarnos. Poco importa, desde entonces, el aparente anacronismo de su punto de vista al margen del intelectualismo frecuentemente agostado. Las lecciones de amor que nos da adquieren un carácter universal, porque, reuniendo las antiguas tradiciones, el lenguaje pictórico de Rousseau habla claramente al corazón de los hombres y porque el contenido de su sabiduría constituye en adelante una de las fuentes que la mitología moderna no podría olvidar.