Aunque, hasta Cézanne y Van Gogh, la pintura representa una actividad de alguna manera separada de la vida del creador –no quiero decir con esto, que el gesto apasionado del pintor y sus esfuerzos no hayan embarcado a su personalidad, sino simplemente, que su actitud ante la naturaleza de las cosas está marcada por alguna norma contemplativa- podría decirse que, tras ellos, el dolor, el placer, igual que la vida entera del pintor se materializan en su producción hasta penetrar en ella y confundirse totalmente. Esta una postura del espíritu constata un análogo movimiento en poesía desde Rimbaud, Lautréamont y Mallarmé.

Francis Gruber se inscribe en la línea de estos pintores, para quienes pintar no es únicamente un oficio, sino sobre todo una manera de vivir, de pensar y de sentir. Su intento, al situarse completamante en el nivel de los problemas más actuales de la pintura, se presenta bajo el ambicioso aspecto de una de las contracorrientes.más estimulantes. Para él es cuestión de remontar el curso de la pintura moderna y de no rechazar las formas tal como la naturaleza las ofrece, dividiéndolas, descomponiéndolas y triturándolas para recomponerlas a continuación según un orden propio, y de proceder a la organización del cuadro mediante una elección de elementos adquiridos de la realidad objetiva para hacerlos entrar en su universo subjetivo gracias a un mínimo de deformación. El problema dominante de la pintura actual es siempre el de la organización del cuadro. La realidad pictórica debe insertarse en la realidad del mundo concreto provista de su espacio particular y de sus leyes individuales.. Desde entonces, la instalación del objeto, asentado en el espacio que lo baña, se convierte en la principal preocupación. Se trata, ya deformando el objeto, ya haciéndole sufrir un tratamiento por las vibraciones de los contornos o su desplazamiento, de lograr el punto de gravitación, de conferirle la cualidad necesaria para que el nuevo objeto así obtenido consiga un lugar entre los cuerpos de la realidad circundante.

En esta extraña ocupación que consiste, con medios rudimentarios, en cubrir de colores y signos una superficie, ¿cuál es la parte de la naturaleza y cuál la del conocimiento deliberado? El cuadro verdadero comienza más allá de las contingencias materiales y de las consideraciones críticas. Es el espíritu del pintor el que, a fin de cuentas, se pone en juego, y su obra está subordinada a él; no es sino un hito consecuencia de otros que expresa una etapa superada, una conquista, el avance de una época. Y sin embargo el pintor sólo existe en razón de su obra; a través de ella, al consumarse en sus cuadros, se construye a sí mismo. Así la obra y la vida del pintor se concuerdan en una relación de interdependencia. Y allí reside también el signo de autenticidad de esta empresa del espíritu dedicada a objetivar la realidad visualizada del mundo.

A la riqueza verbal de la fantasía, Gruber aúna un rigor que le hace volver a verificar los caminos de la pintura de nuestros días. La experiencia de Courbet ante la naturaleza es para él uno de los puntos de partida que le permite, al enlazarlo con las adquisiciones de la historia y con su aportación personal, expresar la aguda visión del universo en que vive y del que le rodea. Esta visión tiene, por así decirlo una doble faz: una fantástica por sus apariencias, experimentadas en sus profundos valores, otra fantástica por la angustia particular que emana de los objetos más familiares. Una emoción dramática, aunque esencialmente pictórica, anima a Gruber, y, en este aspecto, su pintura se clasifica entre las obras singulares de nuestra época, cuyas seducciones y amarguras parecen encontrar en ella una de sus más incisivas expresiones.