Según el espacio geográfico que los limita, las formas y los colores aparecen unidos por un conjunto de sutiles relaciones. Relaciones reales, porque están necesariamente implicadas en una única luz que concuerda sus elementos y define su valor. A ésto se debe el punto común de estilo específico en el arte pictórico de una región determinada. ¿Acaso no recoge el órgano visual del pintor, de la manera más sensible, el resultado de una visión que emocionó completamente a un pueblo? Así la obra de arte, culta o popular, pertenece por sí misma parte al ambiente natural en que ha surgido. Lo que distingue el arte flamenco del italiano, el español del francés, procede esencialmente de esta característica derivada de leyes orgánicas de la naturaleza de las que se impregna la sensibilidad de los pintores.

Yendo más lejos, podemos constatar una similitud de estilo, de colores y de formas entre, por ejemplo, la decoración precolombina de Méjico y la de las mariposas, del color de los frutos, etc., de este país, o entre las artes de China y la flora y fauna de las que extraen su esencia. No existe un lenguaje pictórico universal, como las matemáticas o el Esperanto, sino un arte que, ubicado en su tiempo y su espacio, solo afirma su universalidad mediante el carácter singular, exclusivo de un lugar geográfico. Como expresión de un valor humano vivido, se inserta en ese diverso ámbito que es el campo plástico de la sensibilidad.

Henri Matisse, en su obra de esos últimos años en Vence, aporta una confirmación evidente de esta ley, donde se imbrica tanto la sumisión a la naturaleza ambiente como el logro de su íntimo orden. Si entre las épocas de Córcega, de Collioure, de París y de Niza, los cambios son netamente perceptibles, la diferencia entre las telas pintadas frente al mar, en Niza y las ejecutadas en las estribaciones de los Alpes, no es menos evidente, en Vence, a pesar de la proximidad de lugares y fechas. Por los cuatro costados de su casa de Vence, con las formas cúbicas poderosamente equilibradas, un jardín virgen parece invadir el primer piso. Cada ventana abierta enmarca una explosión de colores, un canto gregoriano de luz, alternativamente fijo y móvil según las estaciones y las horas del día. Es el tiempo mismo quien al sol del mediodía se convierte en flora palpable, en palpitante densidad de la materia, en su emocionante vida de ternura y de fuerza contenida. Toda la seguridad de este vivo trayecto se inscribe con una serena plenitud en la obra de Matisse. Ciertamente, el orden que introduce en ella es la expresión de su genio paciente que sintetiza, restableciéndolos en la construcción del cuadro, los elementos dispersos de la naturaleza. Los diferentes rojos que predominan en estas obras, son hasta tal punto las exactas contrapartidas del verde de la naturaleza, que nos surgen como la reproducción de lo que el ojo ha registrado del paisaje; la memoria confunde la realidad con sus telas. La voluntad de reducir a lo esencial lo que, a primera vista, parecería escapar a cualquier voluntad de fijación, la gracia, la fluidez de la expresión, hace de Matisse uno de los más sólidos pintores de nuestro tiempo. Porque, para él, ninguna especulación de orden experimental debe abandonar el terreno en que el hombre es la raíz misma de lo real.

La serena confianza que anima su concepción del mundo constituye hoy para nosotros una enseñanza, una razón de vivir y una oportunidad de esperanza en un sol radiante que ya prefigura el infinito florecimiento hacia el que tienden la existencia y el sueño. Mientras tantos aturdidos se las ingenian para ponernos orejeras y poco a poco pretenden cerrar nuestro horizonte, para, en las tinieblas, mejor representar sus frenéticas pantomimas de desesperación, Matisse, abre ampliamente las ventanas, para que en todo momento se mantenga una comunicación constante con el mundo, para que el ferviente conocimiento del mundo, en una continua perspectiva de júbilo, sacuda la conciencia adormilada de aquellos que la resignación ha llevado ya al borde de la eterna oscuridad.

A este respecto, la obra de Matisse traspasa las exigencias estéticas y se define como uno de los signos válidos de los actuales tiempos cuyas deslumbrantes posibilidades de desarrollo prefigura.