Sería difícil hacer creer, como a veces se ha intentado, que el hombre que escribió “los presumidos perdonavidas declaran el fin de la huelga lacustre” sólo haya sido un amable funámbulo. En la difícil y dilatada carrera del gran pintor que fue Ensor, resplandece como un faro, hacia el que convergen todos nuestros intereses, la parte de su obra donde, más explícitamente que en el resto, se inició la identidad entre el pintor y el hombre, esa perfecta concordancia entre su espíritu de burlona revolución y la magnífica expresión de ésta mediante de la interpretación de volúmenes y colores. Quiero referirme al carácter polémico de la obra de Ensor, a esa aspiración a la pureza que le atenazó hasta hacerle rechinar los dientes, confiriendo una extraña estridencia a la fantasía, con frecuencia barroca, que contienen sus obras más representativas cual tormenta a punto de estallar.

El extravagante humor de Ensor – un poco al estilo del de Swift- tiene por objeto las taras de la sociedad y las convulsiones que ha provocado en el espíritu; son verdaderos monstruos del pensamiento que él nos muestra con todo el esperpento del horror y del ridículo.

En ésto, Ensor participa de ese movimiento de fin del siglo último, a cuyo alrededor, bajo diferentes formas y según disciplinas variadas, algunos intelectuales tomaron conciencia de la decadencia, en su punto álgido, de esta burguesía que, viviendo aún en el recuerdo de los valores morales de los que se había nutrido, sólo podría mantener su legado traicionando sus principios fundamentales. De ahí la hipocresía de la que no supo ya desembarazarse y que, interiorizada, ha llegado a ser la norma de una civilización mentirosa, abocada a la contradicción y a un lento marchitarse.

Es preciso citar, entre los precursores más ilustres de esta corriente antiacademica y antiburguesa, a Ibsen y Strindberg, que contribuyeron a crear la crítica de lo burgués en su aspecto individual, crítica que la burguesía se apropió posteriormente para constituirla una doctrina de revolución anárquica y sentimental. Todavía hoy son excesivamente numerosos los supervivientes de esta tendencia que la confunden con el espíritu revolucionario. Lo que, a finales de siglo, podía pasar por un movimiento progresista, porque denunciar los comportamientos de la alta burguesía abría la vía al socialismo en ciernes, sólo podría hoy servir para apaciguar la mala conciencia de los enemigos de la revolución, tal como se definió por la vanguardia de la nación, el proletariado.

James Ensor se consideró un hombre libre, aun a riesgo de la hostilidad de una sociedad basada en el servilismo y en la explotación del trabajo. ¿Debemos creer que la imposibilidad en la que estaba de jugar este papel libremente desarrolló en él su espíritu caústico y sedicioso? Cualquiera que fuese la aportación de las tradiciones flamencas, es seguro que ejerció este espíritu socarrón a lo largo de toda su vida sin preocuparse de la aprobación o de la comprensión de sus coetáneos. Más aún, los retó, desafió sus insultos, cuando no los provocó, y no dudó, con su truculencia, en darles como carnaza, lo que la buena sociedad no perdona nunca, muestras de mal gusto. Disfrutará de su ignorancia. Y, en efecto, ¿quién sabría descifrar, detrás de las máscaras que viven a semejanza de caras humanas, la inmensa hipocresía cuyo rastro se sigue desde la chabola de los mendigos hasta los palacios de los ricos?

Se ha osado hablar de extravagancia “gratuita”, de una especie de simple diversión de su autor, a propósito de la Entrada de Cristo en Bruselas, esa obra maestra donde el vividor y malicioso Ensor compuso con el mismo lenguaje de la santidad bufa y exuberante la crítica de su época. Esta monstruosa cabalgata, donde el vicio y lo irrisorio son patrimonio exclusivo de la sociedad, da la bienvenida a aquel que quiso la paz en la tierra y en el cielo con un lujo ramplón destinado a enmascarar la veracidad de las palabras sobre las que pretende estar edificada la sociedad actual. La enorme parodia, sin embargo comprensible, dio lugar a sabias interpretaciones pero tan fantasiosas que confirman la imagen de “presumidos perdonavidas” de la que habla Ensor al referirse a algunos críticos.

El espíritu reivindicativo de Ensor no se expresa de una manera discursiva, sino a través de la materia pictórica, en alegorías donde sátira y poesía van de la mano completándose y confundiéndose en una única realidad. La búsqueda de la verdad real da a la pintura de Ensor su carácter eminentemente moral. Así, la poesía constituye ese punto de reencuentro donde cristaliza la expresión en apariencia contradictoria de elementos dispersos y, por su poder de convicción, se eleva a la altura de una doctrina. Los espíritus profundamente poéticos, como lo fue Ensor, por pudor, por ocultar su ternura, se refugian bajo una actitud de burla generalizada. Carecen de miedo al ridículo. La ternura que impregna a estos hombres es una extraña cualidad que escapa a la mayor parte de sus coetáneos. Tiene el valor mismo de la verdad y la exquisita delicadeza de las cosas naturales. A través de ella Ensor tuvo el poder de buscar la verdad con todos los recursos de este bien común, la luz. Y luz es para él la que ilumina tanto los objetos terrestres como el espíritu del hombre. Por haber encontrado, con la mayor facilidad, la verdad en la luz y haberla puesto al servicio de la rectitud y de lo humanitario, el nombre de Ensor permanecerá ligado a la posterioridad con aquellos para quienes el arte no es un simple oficio, sino un acto de valentía, la expresión misma de su vida, una manera de vivir y de luchar.