¿Es ésta la bandada de pájaros que se deshilacha hasta tierra o el espectro de un verano que gotea a lo largo de los remos de las lágrimas? Un perro aúlla en la noche. Un niño olvidado sobre la playa, lejos de la noche y de los fríos guijarros de sus senos. Una mancha blanca se alarga en la noche hasta el mar con corbata de luto por las mareas bajas. Aúlla un perro como un árbol que se desnuda a pedazos de preguntas fugaces. El niño encuentra, en la indeleble devastación de los estratos frutales, el calor compacto donde se dilatan sus agudas mandíbulas. Una vibración constante de engranajes de reloj puebla el zurrón del viajero apresurado. Y el aullido del perro. Tras la ventana iluminada por la noche, como una imagen incestuosa escondida a la espera de su desnudez, un adolescente clamaba por el gemelo de su angustia que difundía el eco lejano de su animalidad sobre la superficie silícea. Un paso regular y poderoso cerraba con candado el corro. Las flores llevaban delicados zapatos de baile y en su trote menudo se apreciaba la importancia de los hombres a quienes unos árboles caídos servían de barbas, mientras minúsculos abanicos herían el aire fastuoso con su vuelo despreocupado. Y el aullido del perro. No se tenía en cuenta el tiempo que podía hacer en las fronteras de la pureza fácil. El filón de los recuerdos inmediatamente presentes bajo la capa del iris, odiosa tras la reja del ojo, siempre hacia relucir sus dientes de nácar e imaginaba sus creaciones de pacotilla con el súbito fulgor de un semblante de autenticidad.

Así se desarrolla en el alma vivípara la obsesión de una detestable memoria infantil. Predispone al vértigo maníaco los movimientos del hombre y su acción ferruginosa. De la mediocridad de las pequeñas llamas se deduce la grandeza de un unánime impulso de liberación. A partir de pequeños mecanismos de la apariencia sensible y de esbozados tics de movimientos apenas humanos – se multiplican tanto por series de perspectivas que parecen cortados en rodajas en una misma masa que se pierde en el infinito- trepando los escalones de reinos y elementos, el camino conduce infaliblemente a los planos universales de las emociones y de los hallazgos eternos. Se trata no tanto de reconocer la más amplia organización de fuerzas y de tormenta en lo infinitamente pequeño como de incorporarlos al conjunto del hombre devolviéndole, con armas y equipajes, al nivel de su comprensión.

Nadie mejor que Max Ernst entendió dar la vuelta a los bolsillos de las cosas. Bajo el inocente aspecto de una dulzura que, literalmente, repugna a aquél que conoce la hipocresía que disimula, pero que, acumulada y administrada en dosis masivas, alcanza su término opuesto, la crueldad, bajo el aspecto mentiroso de este movimiento seductor y anacrónico, hay un drama latente : el vacía de su contenido afectivo todos los fenómenos simbólicos con los que la sociedad actual ha acolchado las cosas y los seres. Pero el valor polémico de esta acción no es sino una invisible trama cuando se trata de estas operaciones de aleación por las que unos elementos de un determinado reino que vive de los demás reinos, estas operaciones de multiplicación de vida cuyo sentido, llegado a su punto de ebullición, desborda la materia pictórica para transformarse en inteligente realidad. No describiré aquí la curva por la que un escepticismo de los más absolutos, expresado pictóricamente por Max Ernst, se dirige, en el marco de sus propio medios, a negar esta negación inicial y a encaminarse sobre un plano imprevisto hacia una nueva universalidad. Podría decirse que un recorrido de este tipo debe ir unido a la asociación básica que exige que cada rama especializada del arte participe de entrada en el conocimiento poético, no bajo la forma imitativa wagneriana u órfica, sino bajo aquella, intrínsecamente activa y paciente, de los torbellinos deformadores y constructores de modos inéditos de conocimiento.

Los diferentes grados de permeabilidad de la naturaleza humana bastarían por sí solos para justificar los trayectos tan divergentes como discontinuos de un espíritu expuesto a los volubles tanteos de balanzas que son las leyes de compensación. Las facultades de interpenetrabilidad de las cosas de la naturaleza, en sus diferentes estados de evolución, permiten al hombre permanecer más o menos ajeno a lo que concurre, alrededor de él, a desacreditar su principio de autonomía. Esta diversidad de trayectorias humanas es tal que unos mundos imbricados en otros mundos, a todo lo ancho de una inmensidad que ella sola conserva un carácter de unidad, participan plenamente en la vida mental del individuo,. Le sumergen en su bullicio cada vez que éste, emergiendo a la luz de la conciencia, se singulariza al querer dominarlos. Max Ernst se dedica a demostrar explícitamente la vanidad de una pretensión semejante. Al volver del revés las cosas hasta desmoralizarlas en su esencia y al reducirlas a unos gráficos –cuya ironía estigmatiza mediante procedimientos mecánicos la deshumanización de los fenómenos- las violentas pasiones en lo que tienen tradicionalmente de social, Max Ernst restituye al hombre su función larvaria de eslabón en un determinismo histórico, y la impotencia que caracteriza cualquier veleidad de salirse de él individualmente, con el único poder de la idea. Al aislar el hecho humano, por una parte, lo rebaja en la jerarquía de valores, y lo ridiculiza, mientras que, por otra, lo exalta hasta asignarle el valor de un símbolo permanente. Para dar forma a la conciliación de estas acciones contrarias, Max Ernst sacrifica los datos pictóricos generalmente admitidos y, ampliando la entrada al problema, recurre a medios impersonales, tomados de lo vivo, preconcebisos o anónimos, gastados por el tiempo y por la lluvia, que van como guantes para cada circunstancia recientemente traducible. Se prestan a esta operación por el fresco encanto que suscita cualquier objeto encontrado al azar durante un paseo. Porque estas imágenes reposan sobre la ilusión óptica del placer que se obtiene al confeccionarlas, como buenas palabras, a menos que no se les haya recogido como tales en los graneros retrasados de alguna sutil memoria.

*

Existe un pacto pictórico que une al pintor con una cosmogonía de la visualidad. Aún no se ha terminado de mezclar sus elementos en un sombrero, de sacarlos a ciegas, que ya éstos se colocan sobre la tela según una formación de equivalencias, de equilibrio de volúmenes y de relaciones estables de colores, bajo la mano que ve y el ojo que se agita. Cada uno de ellos aterriza sobre sus patas, se coloca en su constelación precisa como los planos de los cristales en el proceso de su formación. Tal es la rigidez de este contrato visual, que el material pictórica convencional no resiste el desmoronamiento de la realidad objetiva y objetivable. El pintor busca entonces en otros materiales, y frecuentemente los más inauditos, los medios para expresarse. Y el circuito se cierra cuando el material pictórico reencuentra en las nuevas condiciones su modo de expresión, a pesar de la realidad circundante en adelante desmenbrada, disociada y privada de sus prerrogativas que, solamente, la comodidad o la costumbre hacen pasar por eje de inmutable solidez.

Cuando la apariencia de las cosas y de los seres palidece; cuando mina la vista. por la disminución de los sentidos a que la somete en sus penetrantes ángulos o cuando, inversamente, difuminada por el polvo que levanta en su carrera a la expansión, se escinde en fragmentos de referencias y, en el camino, se impone al ojo como una señalización incoherente, como el forro absurdode lo sólido natural y manufacturado; cuando la propagación de su temeraria desnutrición actúa, aceptablemente rápida –oh grito llegado de lejos-, sobre los resortes de todo a lo que ella alcanza de una manera u otra y sobre todo como una perturbación de las formas inscritas en el tránsito de los objetos hambrientos a través del espacio; cuando esta apariencia, regida por el hombre con gran estruendo de timbales jabonosos, se verifica a plena luz para acabar bajo la lluvia, en el hielo y el olvido; cuando una lenta mutilación de la apariencia, sintomática y funcional, prefigura en sus grandes líneas la putrefacción desde abajo que, a la vez, se revela en el análisis como una sublimación desde arriba, así la anomalía de lo que se llama rigidez sustancialdejaal espectador innobles o altas posibilidades de rectificar las medidas de lo que se le ofrece como objeto de sensación; cuando la apariencia de las cosas y de los seres está así sujeta a una ley de deformación suntuosa, sistemática o indeterminada, a una prolongación de su necesidad en el terreno de los reinos vecinos, es hora no sólo de proceder a la implicación de estos procesos en la naturaleza misma del hombre, en la materia bruta de su manera de ver, sino también de verificar, por los poderes de transmisión de un sentido sobre otro, hasta qué punto esta constante huída de la realidad atribuye un valor de coordinación a la materia cercana. Una cierta cualidad de redondeo en un espacio indispensable, que de hecho esta apariencia no tiene por sí misma, ayuda a su composición en el sistema finito de nuestra visión fragmentada. Tan fluctuante como nuestros modos de conocimiento, cambia a cada instante su forma por su contenido o a la inversa, porque, fuera de estos modos es inconcebible, igual que nuestro propio ser solo podría situarse en el mundo que le rodea y que él rodea con la condición de verse esencialmente imbricado en su naturaleza íntima.

Esta prima que se consiente pagar en el regreso al orden seguro, no adopta la forma de un círculo cerrado, sino más bien la de una espiral continua. Podemos representarla como un recorrido de sentido único, en el que las funciones de absorción y de expulsión de la naturaleza adquirirían caracteres humanos, y que, generalizada, afrontaría el estado del universo en la senda de la expansión.

El pintor moderno comprendió y elaboró el principio según el cual contenido y continente de una obra son identificables, igual que los medios empleados para este fin se confunden con su expresión. Sujeto y objeto, al negarse recíprocamente, dan origen a un tercer término que es una expresión distinta, más rica de sentidos, que la que estuvo unida al significado inicial del que, sin embargo, no dejó de formar parte. Necesariamente se deduce que esta obra no se basta a sí misma en el sentido de que no necesita ninguna vulgar representación del mundo exterior para justificarse, porque, al ser un acto de conocimiento, como la poesía, llega a transformar la visión del mundo o a modificarla según un ángulo que le es exclusivo. En las medida de las fuerzas que impone, con tanta más virulencia cuanto más permanente es su irradiación, se dirige a la estructura esencial de este mundo y no, mediante subterfugios de propaganda o sobrevaloración, a su forma externa. Su eficacia será tanto mayor cuanto su modo de expresión no alimente la razón fácil y el buen sentido. Y esto no impedirá que sea razonable en el futuro y, como poder integrador, capaz de incrustrarse profundamente, como elemento activo, tanto constructivo como destructor, en el mundo del espíritu. El camino por ella elegido para introducirse en la cosciencia del hombre varía hasta el infinito : va de la vivida obsesión al simulacro de esa obsesión pasando por los estadios intermedios que constituyen las características del humor.

Así, lo humano en la obra de Max Ernst se define por la variedad de los estados de simulacro de experiencias vividas y por el descubrimiento de un nuevo humor. Este último elemento sintético deriva de la comparación de términos opuestos, negados como denominaciones significativas. Constituye un estado más avanzado que la metáfora en el camino de la adaptación concreta de la obra de arte a las necesidades vitales. El humor adquiere su significado en la humanización de los medios de transferencia de los que el hombre dispone como vehículos y expresiones, todo a la vez, de sus deseos.

La seguridad que ofrece a su autor la obra consumada solo se percibe fuera de él, porque es muy poco consistente si se la considera como la acuñación de una moneda solamente en curso durante un breve lapso de tiempo. Su valor de cambio sólo es válido en el instante mismo de elaboración de la obra, y cuando tanto su objeto como su sujeto que constituyen los términos de intercambio son negados, es decir al haber perfeccionado el acto de identificación previsto en el paso a un plano superior del que dimanan, se habrá circunscrito uno de los instantes provisionales que, multiplicados y sucediéndose en el tiempo, determinan la trayectoría propia de cualquier actividad humana. A este carácter provisional y temporal de la obra de arte es preciso unir la cualidad trágica de la que está imbuida hasta en sus más arcanas fibras, incluso si por su contenido se presta al más abierto optimismo.

En el silencio glacial de una rigurosa introspección, tanto en el punto muerto como en el estático del sueño y de la vigilia, Max Ernst ilustró de la más vívida forma esta actividad poética que, pensando en el conocimiento, se define como un delirio asistemático de interpretación. Establece una relación continua entre, de una parte, la simulación y el mimetismo síquicos y, de otra, entre la personalidad obsesiva y la naturaleza reinante cuyo sedimento interesa depurar para nosotros espectadores. Esta actividad, cuando se limita a significaciones reversibles, encuentra en su misma movilidad recursos de invención suficientes para distinguirse, frente al mundo actual y frente a su realidad, como medios poderosos de subversión y de sabotaje.

Las obras de Max Ernst representan, en la multiplicidad de sus datos, un sistema cerrado y coherente del pensamiento donde la actividad del espíritu, no dirigida, que impulsa su elaboración y los medios de expresión dirigidos urilizados se determinan recíprocamente. No son arrojadas como carnaza para unos miserables placeres estéticos cualquiera sino que responden a deseos concretos y necesidades reales. Derivan de la profundización de los signos que han ordeñado de las leyes de la naturaleza y de las que se relacionan con las dudosas condiciones de la dignidad humana. En la mágica esfera que urden a nuestro alrededor, los perros ya no llenan la desgarradora noche con su aullido instructivo. Los niños se reencuentran con manojos de anclas, en libertad. Las noches están cosidas a las ventanas apagadas, y por tierra y mar arde un mundo adolescente, con toda la fuerza de las arrogancias vividas como nostalgias incandescentes y satisfechas.

Veo a Max Ernst, sentado con las piernas cruzadas, ocupado pacientemente en ribetear de bocas de pozos el día nuevamente echado sobre los hombros de la tierra como una cabellera compuesta por recuerdos de maravillosas y difuntas bellezas de mujeres con disfraz, mientras que, durante un día de mañana bullicioso, unas pestañas golpean incontroladamente a lo largo de toda una inefable frescura de colibríes, completamente en lo más profundo del mar abandonado en la vía pública merced a la cicatrización de sus heridas.