PERSONAJE DE INSOMNIO

( Niza 1933- Varengeville 1934)

ÍNDICE

Prólogo

Para pasar el tiempo

Hombre con ramas

Hambre de recuerdos y alimento de la memoria

Trabajo de soledad

Adaptaciones a la vida de cerezo

Buscando una nujer

Visiones y beneficios

Relaciones entre la mujer ansiada, la vida errante y una isla despoblada

Fin del hambre

El sueño de la humanidad tiene ramas

Acerca de las formas en la naturaleza y de la mímica en los sueños

Errores y confusiones

PRÓLOGO

Esta obra inédita de Tzara, recuperada de los fondos de Jacques Doucet por Henri Béhar y publicada en el tercer tomo de su Obras Completas detrás de Granos y salvado, aunque escrita un poco antes, trata los mismos temas pero incluye uno nuevo el del estado hipnagógico, ese estado intermedio entre la vela y el sueño. Anterior a la ruptura con el Surrealismo en Marzo de 1935, pone por tanto fin a este período de la creación tzarista.

En un texto preparado por el propio autor como introducción a la obra da cuenta pormenorizada de sus intenciones, estructura, argumento y contenido.

Bajo la apariencia de un relato sobre la transformación de un sastre en árbol, Tzara representa diferentes conceptos del sicoanálisis, por ejemplo sublimación, transferencia y del marxismo, el paso de superestructura a estructura, utilizando el humor y el absurdo y desenmascara mediante la burla a la escuela surrealista basada en el automatismo síquico. Abunda el escepticismo, la negación equivalente a la afirmación, los olvidos o silencios como fenómenos de ocultación síquica.

Al final la frustración : el pez que se muerde la cola.

El manuscrito del texto sufrió numerosas variaciones y diferentes versiones, por lo que aunque no fuese publicado en vida del autor, no por ello significa que renegase de su contenido, por eso se recuperó en sus Obras Completas

Obra de Picabia en la que intervienen los surrealsitas con frase y firma

PARA PASAR EL TIEMPO

De la soledad me destilé un violento alcohol potente. La recuperé en el mar, en su plenitud y en la nada, en el susurro yodado de los nidos que la abrigan. Pero, aunque sumergido en la vida mental, el solitario se abandona a los poderosos remolinos del miedo, solo queda querer agotar los cambios de su mímica, los pájaros recuperados para el mar que él había animado con su pasión, no dejan de pelearse, multiplicando en el reloj de las olas las groseras copias de su aspecto.

En cada paso existe una prohibición de liberarse. Irresistibles fuerzas se han agrupado en la entrada de las torres. Las flores de hierro son alambradas de espinas, unos muros enlucidos de alas de pájaros echan a volar de una sola vez como represalia. Entonces vemos, erigida en el sufrimiento que adquiere el aspecto engañoso de una cortina de orígenes amables, a la mujer con cuerpo de piedra, extremidades de plumas y con la voz de yeso cuya reflexiva placidez se extiende sobre la superficie de capas de leche. Tal me apareció en el sueño de cristal, en el acuario de la inquisición, entre los crustáceos desincrustados de los nidos de persianas, la imagen de la pesadez de los días que se combina con la ligereza de las noches. Y el ser de insomnio está ahí con sus sentimientos de burocracia y hélices.

Sobre una pantalla de piel un descoyuntado desfile de formas, parte de las cuales le pertenecen por derecho propio, mientras el resto parece derivado de la rigidez de una estatua, está vinculado a las subastas eternas de un círculo vicioso y cada nuevo desarrollo se eleva a un nivel insospechado, en una dirección que, aparentemente, tiende hacia la altura. Pero, de hecho, ¿quién podría garantizar la existencia real de la altura sobre la cual se envuelve, en espirales alambicadas, la conducta de una mujer, que a falta de un nombre adecuado, se destila familiarmente de un ejercicio de insomnio?

Como todo el mundo, vi pasearse por los bulevares, a la hora en que la tarde tomaba el aperitivo de cristal lánguido y con bigote, al caballero casi elegante, con gorra y bermudas, caminando con la ayuda de muletas sobre una sola pata de cigüeña. Su rostro, rodeado de bufandas y vendajes que disimulaban el excesivo crecimiento del pico y de las uñas, soportaba con una inseparable melancolía el recorrido incesantemente interrumpido por unos signos de puntuación.

Más tarde:

Sórdidos individuos, vestidos con las noticias de las calles, te vigilan a la sombra de los racimos de lluvia y, a la luz de alguna suave amenaza, seguros con un lenguaje nublado, te abordan como unos dientes con el grito: la bolsa o el sueño. Pero, contrariamente a cualquier expectativa, te dejan ir a tus ocupaciones gelatinosas, cargadas de noches, ágiles bajo las telas de algodón y acogedoras para las minúsculas plagas de las loterías estivales

Así se establece el insomnio.

La conciencia compartida por charcos y diques con su aire de entierro, la presencia innegable de coágulos de comprensión y sus islotes flotantes de incoherencia, la señalan a la atención de los trabajadores de camas.

Siempre hacia adelante, hombres amarrados.

Ya hemos visto, bajo el régimen bananero, como unos banqueros ocultan fraudulentamente el beneficio de sus pieles. ¿Acaso unos reyes de productos alimenticios no hacían untar con manteca la famosa dieta del plátano? También había novias gruñonas que sucumbían a la tentación de los guisantes. Pero, a fuerza de ir y venir de un país a otro mediante cantidades increíbles de vagones, los mismos guisantes ¿no se habían convertido en abstracciones florecientes, aumentando con cada viaje el excedente de un valor oro cuyas barrigas hambrientas apenas se preocupaban? ¿No se trataba en este caso, especialmente de ausencia y aislamiento? Eran auténticas nociones a la fuga, como se digna expresar una filosofía de gusto aún más dudoso que cuando se trata de servirla como plato principal, se reduce hasta volverse imperceptible bajo pretexto de relatividad.

Por otro lado, la ventaja que a causa de los incendios extraemos de la grasa inmortal de los objetos ya nos ha acostumbrado a pasar por alto aserciones escandalosamente inadecuadas para resolver las dificultades del lenguaje como residuo pasional.

¡Oh, farsa! Cuántos análisis meticulosos necesitaría aún la hermosa naturaleza, finalmente inconexa para que el núcleo aparezca duro y brillante en la mano del investigador. Tanto se adhiere la naturaleza al destino que el hombre le ha determinado, que el hombre mismo parece arrancado de su conjunto donde, sin embargo, debería actuar como lugar, enlace, anillo o amarre.

Ésta es la estafa del carrusel : el hombre vende la convicción en lo que no le pertenece, mientras que este mercado de engaños en el que él mismo entra como vendedor y como vendido, como comprador y como adquirido, solo puede llevarse a cabo gracias a toda una serie de negligencias deliberadas, dilemas cómplices, silencios ocultos y ​​auroras mal colocadas a modo de sombreros sobre los principios de la ósmosis.

Considerando las premisas de las que el destino del hombre constituye el punto de partida, no está mal decir que su vida podría cambiar. También que hay ladrillos que pueden caerle sobre la cabeza. Que una sonrisa, si está atento a este juego de carne e intenciones, puede partirle la columna vertebral cuando menos lo espera. Que duerma y que se despierte; pero ni durmiendo ni despierto, puede participar en las actividades que estos estados representan sin experimentar, sin embargo, sus satisfacciones habituales. Debe estar preparado para cualquier cosa.

Estás dibujando en el aire el perfil olvidado de alguna imagen corregida.

Te dejas ir a la humedad de una boca inútil.

De repente notas el abandono donde te arrastra el deslizamiento de terreno peligroso. Se apodera de ti una preocupación absurda y absorbente. Con trozos de imágenes que merodean detrás de los muebles de la cabeza y en un espacio ficticio, construyes un objeto curioso especialmente por el ensamblaje de los diversos elementos que te vienen a la mano. Carpintero del vacío, trabajador de lo impalpable, chamarilero de pactos inconsistentes, ¡en qué empresa distorsionadora estás comprometido!

Si no supiéramos de antemano que, artificialmente engendrados por la memoria, son fragmentos muertos que entran en la composición de este objeto, podríamos, a fuerza de imponer su voluntad de semejanza, asignarles funciones que pertenecen a zonas del cuerpo humano teniendo en cuenta más bien su naturaleza dispar que su escultura coherente. Pero para eso, todavía se necesita una voluntad determinada para proceder mediante aproximaciones sucesivas, cada una endurecida, escarificada, dentro de fronteras estables. Es siempre porque allí existe un proceso infalible, capaz de circunscribir el alcance de los daños que inevitablemente produciría el insomnio cuando el hombre, después de dejar el estado de vigilia, queda en el umbral del sueño sin que nada perceptible le impida cruzarlo o, por la fuerza de las cosas, adquiere la apariencia de una papilla amorfa que una mano invisible derrama sobre la brasa del amanecer putrefacto.

Se trata de evitar el destino de los candados enfrentando la inmaterialidad de las imágenes de los sueños, sin por eso dañar de ninguna manera la integridad muy determinada de la perezosa ensoñación diurna. Por estar sacados de la práctica diaria de las traidoras verificaciones, estas construcciones hechas de concesiones a la razón, donde el antropomorfismo dará su medida completa, son capaces de equivocar, mediante su poder simulación, a los más prevenidos de su falsa existencia. Sin embargo, para tener éxito en la operación, dispersaremos el interés que estaríamos tentados a tomar en el valor mismo de las palabras utilizadas al dirigirlo a las relaciones imaginarias entre los actos que pueden derivarse de ellas en el campo de las posibilidades recitativas. Cada parte componente del objeto solo debe su delimitación espacial a una facultad provisionalde fijación. Podremos pues ampliarlo hasta el infinito con la ayuda de una historia más o menos válida, entendiendo que este infinito mismo está limitado por la vida del lector y que el significado de cualquier eternidad reside en la adaptación a la probabilidad de una muerte accidental que, al mismo tiempo, aumenta y tiende a poner fin a este tipo de especulación.

Rica en restos de pérdida de tiempo e impredecible en cuanto a la multiplicidad de sus deducciones de lana, aquí la complicidad acepta como regla del juego donde en gran parte se admiten todas las deshonestidades, lo que, por el método bien conocido y específico de sustitución de personajes, aparenta la fabricación que recomiendo en el arte del escritor corrupto.

En un patio estrecho y efímero, montado con todas las piezas entre la tijera de hojalata y los ascos de las claras de huevos de la fría mañana, recogiste un bidón de gasolina. Vacío, solo su sonido de concha marina lo acercaba a la oreja de un tiempo ya desaparecido.

Puede parecer una cabeza que valdría la pena dejar caer suavemente sobre un pecho enterrado en el sueño de jarras de malaria. Podemos maquillarla como una venta de podredumbre durante la temporada de caridad. Nada impide resaltarla con un peine español, de patas largas y flamenco disecado. Como un baúl, cabe suponer que ahí hay a mano la redacción de un periódico de moda. Pero como no se puede usar por completo para la confección de esta parte del objeto, nos contentaremos con una caja de mimbre que uno de los colaboradores (llamémosle sastre divino) podría haber guardado al pie de la escalera con la firme intención de quitarla tan pronto como pueda encontrarle un lugar más adecuado. Que el sastre divino haya podido existir de manera concreta es uno de estos paréntesis que podemos abrir aquí sin saber con precisión a qué consecuencias nos llevaría. Pronto se impondrá la convicción de que la veracidad de esta historia debería resultar más complicada de lo que parecía. El hombre entonces había desaparecido. Y de una manera tan insólita que la vida y la muerte del sastre divino quedaban en suspenso con el mismo porcentaje de posibilidades en las mentes de aquellos para quienes la función de olvidar era un oficio y una profesión de fe. La caja, por otro lado, que ya no nos importaba, al adquirir el aire compungido y el tono ferruginoso de los amantes abandonados ahora formaba parte de la arquitectura y de la decoración del entorno. Sin embargo, sería demasiado presuntuoso creer que las curiosidades malsanas no hubieran empujado a ciertas personas turbias y pérfidas, en momentos de mórbida soledad o perdición, especialmente en otoño, después de tantos años en que ella desafiaba los modales y entre tantas personas que perfilaron sus sombras de abundantes peces en el tablero de servicio, para husmearla por todos los lados, y finalmente, con suavidad, para eviscerarla por medio de instrumentos contundentes. Varios desgarros atestiguaban unos deseos saciados y unas apariciones que rodeaban a la caja en lo sucesivo muda. A este acto de crueldad se debe atribuir el silencio glacial en el que yacía parecida a un charco de muerte. Sin embargo, todos sabían que contenía camisas de mujer. Ahora bien, no son algunas camisas de mujer quienes habrían impedido a la gente dar rienda suelta a sus chismes. Antes que la vergüenza específica que impregna los deseos desde su punto de partida que había legalizado con respecto a los hombres esta dolorosa situación en la que se encontraba la caja, como una muerte habitual solo queda, después de la renuncia automática, el abuso de las palmas y el gusto foráneo por los accidentes: una indiferencia apenas disfrazada, pero siempre irritante. Si la ausencia pudiera ser total y no asemejarse a la eliminación de una presencia previa, en otras palabras, si no presupusiera una presencia latente, la identificación entre la caja y su propietario no se habría impuesto con tal agudeza en la mente de la gente que fingía no preocuparse por la realidad de un problema solo porque los datos del mismo eran cambiantes en relación con su propia estabilidad.

Generalizando, hasta unos confines táctiles y miméticos de pensamientos criminales, en boca de personas honestas, poceros del espíritu, todo deseo debe apartarse de la luz. Todavía una forma aguda de paranoia de la discreción.

Aquí, se dirá a la ligera, o mejor dicho, al levantarse de la cama, que constituye la parte central del personaje en construcción. Porque el problema consiste, sin darle importancia al peso de la caja, en levantarla en su posición horizontal a la altura de un vientre omnipotente donde descansará en el aire, mientras que, lleno de dudas y preocupaciones, ya te estás preparando para comenzar a confeccionar las partes inferiores del personaje, sus cómplices y sus verdaderos partidarios en el mundo irreversible y sensible cuyos sólidos cimientos están lejos de ser objeto de duda o beneficio de ningún tipo.

El sexo estará formado por una regadera, uno de esos extraños objetos de funcionamiento ambiguo, símbolo de hermafroditismo, a cuya calidad vienen a injertarse perversidades especiales suscitadas por su uso frecuente como juguete. Lo llenaremos con un líquido basado en una infusión de eucalipto, de miseria técnica luchando con el sentido común, de tapioca a modo de xilófono en la frontera de la personalidad donde el estado coagulado de un grupo humano recuerda al aguarrás y a la sangre de tortuga, todo cuidadosamente amasado y adornado con cuatro tiros de fusil disparados en balde. El sabor de este brebaje estará, por así decirlo, sentado. Recordará la montura de Atila, de feliz recuerdo, y la yegua que le servía como cocinera. Se fumará ligeramente con un fuego de postales. Éstas se seleccionarán entre los correos de perros y cubiertas con apóstrofes. El sabor será a veces hueco, a veces lleno, cada hueco provocando un llenado por un punto de vista opuesto, y viceversa, como se manifiesta prácticamente en la configuración de las mujeres que toman prestada sus exquisitas formas psíquicas de existencia de las leyes físicas de la reproducción. Un auténtico producto de belleza orgánico podría si se extrajera una regla de compensación de la moda de los sombreros femeninos cuyas representaciones sexuales masculinas y femeninas sirven alternativamente para caracterizar la encantadora facilidad que adopta la periodicidad de sus predominios eróticos a lo largo de la historia.

Este sabor tendrá la aspereza de la sal gruesa de la que previamente se habría aislado el sabor finisecular y la consistencia de la lava. La sustancia se repartirá por el paladar como la baba marina, como un enlucido por charcos, sin la ayuda de la saliva diluyente y dilatadora pero francamente aplastada por medios mecánicos específicos de los músculos de la lengua.

Se recomienda extraer una decocción de ella usando las fuerzas de ebullición de la memoria en lugar de recurrir al fuego de las ollas.

Un sabor de catástrofe pigmentará con respeto la superficie, al contacto con la atmósfera, de una sola gota de la mezcla. La que cuesta es la primera gota. Algunas reacciones frigoríficas ocurrirán en la garganta como en un largo callejón sin salida muy frecuentado a la velocidad de una calle con salida normal, en la cual los elementos del movimiento se acumulan comenzando por el fondo y se inmovilizan en niveles sucesivos. Unos sentidos prohibidos y con muecas dirigirán las oleadas de pensamiento suscitadas por el líquido hacia un apartamento con jardín para uso de hipermétropes aglutinados con la lectura y enredados en el pegamento de la vista, verdaderos guturales con tendencia eclesiástica y mural. En orden cronológico, el sabor tendrá repercusiones en todo el organismo de la siguiente manera : tomamos una cucharada de rocío como comida; humo de una inhumación pacífica; el terraplén da lugar a un temblor febril de circunvoluciones, inmediatamente engullido, resbalones y ahogamientos se señalan en atención de los escribas como una cinta de correr con pivotes. Unas fuerzas malignas que ya se tambalean se esparcen del arco que simboliza el órgano. Podríamos haber dicho de ella que arrancaba unos tubos en una extraña multiplicación de brazos de porcelana si el sudor de las palabras no nos hubiera enseñado que, al salir del tribunal, cualquier condena equivale a una absolución por poco que el veredicto haya sido conquistado en ardua lucha; en tanto una solución de lujo puede reducir a la desconfianza a aquel que de la soledad se hizo un baño diario de diccionario

A toda prisa terminaremos la construcción del personaje de insomnio, añadiéndole unas extremidades inferiores que, formadas por una caída de materia ligera, de tortilla china por ejemplo y fijadas con imperdibles en la base de la caja, permitirán a la criatura así obtenida prevalecer sobre fluctuaciones y senos y dejarle ir a su destino, como violín libre, como camisón. Perdido entre estas amargas digresiones de la temporada, purulentas y seguras, de las que los lactantes afilan sus primeras lágrimas de conocimiento y las primeras armas de su indescriptible poder de degradación, este es el personaje que ya toma partido por las trémulas trashumancias de los soliloquios a flor de piel. Pero dado que la desilusión de un trabajo realizado ya está mezclada con el remordimiento causado por los pinchazos de alfileres en las gargantas vivas y llenas de recuerdos infantiles, es hora de reanudar el camino, a remolque de los posibles incidentes y del lacerante misterio de su desaparición, la historia del sastre divino. De todos modos, para avanzar, hay que colocar un guijarro detrás de ti en una matriz de arcilla, y llamando una fecundación a otra, es necesario que el desarrollo de un relato determine la maduración de un motivo oculto de insatisfacción general, por caótica que fuese, mediante una serie de partos que progresivamente van desde el mínimo de conciencia incluido en la memoria anterior al nacimiento hasta la supresión de esta conciencia por muerte violenta.

EL HOMBRE CON RAMAS

Era una hermosa mañana del mes de marzo y el sastre divino apenas lo notó. Absorto en sus tareas diarias, de las que extraía sus medios de subsistencia, no se daba cuenta ya de que el trabajo había terminado por comerse su vida, tragándosela por completo, tanto que uno y otra se confundían sin dejar sitio a la libre interpretación de sus inclinaciones o incluso de sus tics. Había un porqué para rechinar los dientes. Y no es sorprendente que, duplicando el profundo asco que le inspiraba su vida repetitiva, su rebeldía tuvo que expresarse de manera exhaustiva, casi sin que lo supiera su conciencia corporal.

Vistas a través de la lupa de aumento del tiempo transcurrido, las ocupaciones a las que se dedicaba el sastre divino podrían ciertamente parecerle a distancia como sólidos dispuestos alrededor de una escolaridad nebulosa, sin embargo en medio de ellas interviene el ligero cambio físico del orden establecido, del cual, como consecuencia, su vida tuvo que convertirse en subsidiaria. Estábamos lejos de pensar que estas ocupaciones, inscritas en moldes tan vivos como sutiles, y cuya naturaleza restrictiva ya no era puesta en duda, hubiesen podido transformar los circuitos estandarizados de sus días en necesidades ciegas, automáticas y cerradas además de anónimas, bloqueadas, empaquetadas y enviadas a domicilio como lo eran los productos de consumo cotidiano. De hecho, terminaron por provocar una convulsión total en su vida y por darle un destino inesperado.

Fue una hermosa mañana del mes de marzo cuando esto comenzó de una manera casi imperceptible. Nada podía prever que una primavera ligeramente empezada con el olor a quemado y las falsificaciones del gusto, debutaría muy tristemente cargada de una culpabilidad adicional. Nada hacía pensar que esta primavera particularmente contundente pero impotente para atenuar las exhalaciones de petróleo de las que los árboles eran las primeras víctimas, presas de las doctrinas de colores y de las audacias de los edredones, fuese sometida inesperadamente a la incidencia corpulenta y al tenaz tiovivo. Al principio no se sorprendió en absoluto, el sastre divino constató que un botón parecía asomar en su deltoides derecho. Un botón como cualquier otro. Pero pronto, con la dureza inusual y puntiaguda de esta descomposición cutánea cada vez más parecida a la celulosa, reconoció que un brote real de un verde amarillo aún indeciso iba a irrumpir en el campo de observación aún baldío de su cuerpo.

Con las miles de consideraciones que arrastraba tras ella, una rama iba a crecerle en pleno pecho. ¿Serían estas las consecuencias incongruentes de una especie de pirola escolar de la naturaleza? ¿Sería cierto que una primavera intolerante y sin escrúpulos fuese capaz de alterar el letargo aprendido al despertar cándidos imponderables en unos cálices no aptos para la germinación?

Así se equivocan, en un cielo ventilado, las culebras que pretende la trama de una estrella. Una sombra de cactus, como digo yo, una barca de enmarañadas maniobras, una floración prematura de pendientes para las orejas, un giro de la tormenta y su arena aurífera dan a las alfombras ganadoras los golpes favoritos de su gran apostura. Las savias sustanciales, guiñando el ojo, trepan a las troneras de azúcar mientras alrededor del estanque trenzado en la cestería de los heleros

una imborrable palidez finge romper el amanecer maduro

cada reflejo de luna retrasado entre las ramas

reúne en su rostro el oro de los locos asedios

y los tibios escarlatas de los atardeceres de sabana

como un trineo de luz

rezagado de las miradas

y un carrusel de terrazas envuelto por filamentos de iris

como un silencio níveo

se alarga más allá de los bosques

y baja los miembros cansados desmesuradamente disueltos en la lentitud de los fermentos

las laderas transcurridas en la neutralidad de las caras

por una fugaz desesperación de flotabilidad

y esto, sin prejuzgar la ansiedad que aumentaba para el sastre divino a medida que el erróneo fenómeno primaveral adquiría en él una apariencia más decisiva. Le arponeaba en pleno crecimiento con ondas de luz, inmovilizándole justo en medio de las marcas de agua de su época. No son solamente mil imprecaciones que le invadieron con sus dolores en el tronco al ver la rama creciéndole en pleno pecho, sino que ya sentía como si, de repente, vacío de lo que había sido su vida hasta entonces, se hubieran, por un orificio invisible, derramado en él inmensos objetos habituales y heterogéneos. Un monstruoso batiburrillo resultado de un barrido insospechado y prodigioso formando elementos decorativos útiles para literas de lujo para enamorados. Su cabeza daba tantas vueltas que estaba dispuesto a agarrarse, como una bufanda al viento, al primer pensamiento que hubiera podido usar prácticamente para recuperar el aliento. La miel del recuerdo penetraba la incómoda tierra del vértigo dándole una apariencia de solidez. Y esto, a pesar de los excesos de dulzura y decadencia cuya secreción es capaz de fertilizar las almas refinadas. El sastre divino todavía no sabía si, en cualquier caso, una vez crecida la rama, podía suprimirla y, bien o mal, continuar su existencia diaria, esta obra de orfebre cuyo resultado, por la bifurcación de sus partidarios y sus pormenores, tenía que ser considerado de antemano nulo e inválido. Tímidamente, otros brotes despuntaron en diferentes lugares de su cuerpo. Decidió cortar, haciendo así material y explícita una representación de castración cuya idea lo había seducido desde hacía mucho tiempo, el pedúnculo que, por los problemas que le causaba, comenzaba a molestarle considerablemente. Pero, con una notable violencia, el pensamiento, en su espinoso aspecto moral, se instaló en él, según el cual le era imposible hacerse culpable de semejante crueldad. ¿Acaso la rama ya no formaba parte de él mismo? Y los temores de que, de una forma u otra, las consecuencias no le fuesen fatales, lo llevaron desde ese momento a transigir dedicando a su nuevo estado un sentimiento en el que el dolor y la ternura se mezclaban en dosis variables pero igualmente atrevidas en términos del sacrificio que ya había mostrado en él sus insignias dolorosas.

Así se abraza de nuevo la totalidad de las cosas de las que no es inútil señalar que, aunque algunos períodos tenían lugar entre las naturalezas concebibles, su gran eternidad es solo una culpa dirigida, con el fin de disminuir unos acontecimientos sensibles, a la marea que surge de nuestro delirio de voluntad. Podemos decir que una inflamación secular, desdeñosa de las concordancias ilusorias, producida en un punto perpetuamente móvil de la razón del mundo satisface la laguna singular de un estado mental perecedero, pero que el mantenimiento en estado endémico de semejante condensación de poderes destructivos dentro del marco limitado de una sola personalidad, engrandece a la larga el desacuerdo pernicioso de los reinos naturales.

Unas veces el aliento de la fragua se desvanece, cuando un destello de odio interrumpe su predominio en relación con la vista, otras veces elimina la luz indeseable restaurando el principio de su poder primordial. Pero siempre pensando en el fuego sin máscara ni leyenda como se elabora la memoria sobre la pradera

antes de que llegue el día en que cosechemos la almendra amarga

en las comisuras de las noches irrepetibles donde refutamos el fuego de los labios

incrustado de sol el amor en la boca líquida de un horizonte encendido

conserva los desesperados gestos del vacío

como el endiablado balanceo de las noches plagado de nuestras fugas

jirones de islotes en el conjunto de los desastres de los alcaloides

arrastran solitarios miserables a la boca del despertar del aligator

una melena juvenil

aquí pienso en ti huyendo abrazo aire puro inadmisible oh inabordable soñadora

el camino bordeado de suaves manos femeninas

apuñalando petirrojos

dinteles de piedra mezclados con suavidad muralla de artimañas

que envenenan las alas maduras ampliamente en la persistencia de los límites

mientras las ramas crecen sobre el cuerpo del divino sastre, y como indomables se interpenetran las fuerzas de su lenta naturaleza. Aquí está al borde de una capa de precipicio y celosía de qué poner un fin a las innumerables habladurías que refleja la vida de cada uno de nosotros.

Ya sea gracias a las coronas de flores de los albaricoqueros o a la espuma rápida de picaduras malignas, ambas favorecen si no provocan los absurdos desarrollos de la melancolía sin maquillaje.

Múltiples y coherentes signos llegaron a susurrar un poco por todas partes su rápida alegría de vivir y brotes delgados aparecieron en el cabello ya abundante del sastre divino. Por sus muslos y sus omóplatos, por sus antebrazos y sus tobillos, una fuerza odiosa incrementaba, no sabemos por qué absurdas llamadas de profundidades, las inevitables reencarnaciones. Las hojas emergentes se insinuaban ya en los recovecos de sus bolsillos y en los refugios plegables de paja húmeda con la insolencia de los seres dispuestos para las luchas de la luz y seguros de su existencia sin disyuntiva. Poco a poco, el singular destino que se había apoderado de su cuerpo, que al principio le intrigaba, con respecto al cual el sastre divino había alimentado una ternura casi perversa mezclada con una curiosidad inconfesable mientras ella inspeccionaba en una tierra desconocida, le volvió suficientemente querido para invertir toda su libertad. A pesar de la resistencia, hábilmente despejada, de los preceptos morales, se decidió – ¿o más bien no se sometió a una concurrencia de circunstancias abrumadoras y precipitadas sin preocuparse demasiado por el mundo de las repercusiones sentimentales donde le arrastraba esta brasa de delirio? – a ocultarse de los hombres. Su fobia, junto con su amor por la soledad que a menudo se confundía con un narcisismo de los más compasivos, vino a poner al unísono su paisaje interior y la cruel histotia cuyos maravillosos meandros seguía, ausente, el sastre divino seguía.

Cabe señalar que este examen interno no era sino de carácter pseudonarcisista, porque solo tenía en cuenta los atributos de su superestructura vegetal. Y a pesar de la insuficiencia de las palabras para perseguir confrontaciones milimétricas en el galope de las cabezas, era perfectamente obvio, de una obviedad de romperse los dientes, que su nueva condición que carecía de un lenguaje correspondiente obligaba al sastre divino a alimentarse de raíces, la influencia de la superestructura en la estructura le lleva naturalmente a esto. Además, para que no se pueda establecer sospecha de traición en esta dirección, a pesar de su conciencia aún virgen hasta ahora de cualquier experiencia de incesto y aerofagia, liberado como estaba de prejuicios hacia las convenciones vegetales y animales, debe añadirse que evitaba cuidadosamente satisfacer su hambre de raíces y cortezas que se presentaban una semejanza con aquellas de las cuales él mismo era alternativamente esclavo y amo.

En ninguna clase de tristeza apropiada a la cadencia de categorías por grados de magnitud, donde se encajan, hasta la saturación, las acusaciones subyacentes hacia las correspondencias maníacas, hay espacio para denunciar razonablemente la pobreza de un hombre que, sin que él lo sepa, cae de un día al siguiente víctima de una extraña conspiración. La naturaleza tímida y delicada del sastre divino le ayudaba en los procesos de su abnegación y lo predestinaba a la singularidad de costumbres en adelante florecida por una empresa tan vasta de evolución y favoritismo.

HAMBRE DE RECUERDOS Y ALIMENTO DE LA MEMORIA

Un nuevo tipo de hombre salía corriendo en un campo de cizaña y pasión, entregado a la venganza de los saltamontes mediante un delator mecánico; pero ya su naturaleza sobreseía el juicio de selección listo para ser pronunciado. Ella alejaba su esfera de actividades de aquella, inmensa, en la que los engranajes más pequeños se enganchan entre sí, acomodando sus dientes, aplastando bajo su peso a aquellos que no pueden adaptarse o empujando a la pobreza a los que escaparon de la circulación universal. Porque para el sastre divino, no había más acontecimientos flagrantes, solo había simulacros de acontecimientos y estos solo se llenaban de aire lo que, bajo el cielo de un período con funcionamiento bondadoso e ingenuo, destripaba de crisis descuadradas la realidad sorda, me refiero a la realidad que no necesitaba el vehículo de la conciencia para revelarse brutal o incluso feroz en la satisfacción general que estos fantasmas de actividad sembraban a su alrededor. La fatalidad misma abandonaba los pesados pasos de cuero que trenzaba, en condiciones normales con forma de anticipo y previsión en la escalera banal que ascienden los seres, sin preguntarse de qué sustancia llenaba los motivos de sus llamadas al futuro.

¿Qué debacle puede aún en estas contingencias sorprender a un alma en búsqueda de razones perpetuas para huir? La esencial continuidad de la vista lucífuga del sastre divino estaba sin embargo contenida en su base, en la base misma de los objetos que devoraba inicialmente comenzando por las franjas de rayos y avanzando a tope hacia los problemas centrales de su sabor cosmogónico.

Hay estrellas en lo que comemos y las vías lácteas fluyen hasta donde alcanza la vista frente al fumador de pipas, siempre que una prohibición insuperable convierta en algo aéreo y abarrotado de esencias y endógenas ansiedades de chucherías el objeto extravagante ofrecido a vuestro apetito.

Cualquier posesión puede considerarse desde el frío ángulo del disfrute o verse comprometida por la facilidad con la que los deseos que a ella hacen referencia se acumulan en ti. Por lo tanto, entre los pataleos de los curiosos, debes enseguida elegir el grito sedicioso que te interesa y que siempre encontrará presente a tus órdenes, sin visera, dúctil y pernicioso en su forma y su blandura. Cualquier posesión mediante el deseo, aún no sacada del escaparate que es el trasmundo de la raza viajera de las nostalgias, debe asimilarse a la materia totémica que uno ingiere para extender en sí mismo la perniciosa suavidad y el miedo por encima de toda imaginación, que va unida a el por niveles de calidades. Solo queda un paso más que cruzar para aceptar como foco de toda nostalgia la procedencia concreta de cada ser y como su objeto la identificación que recomiendo de las virtudes supremas de este lugar terminal de los deseos con la culminación de la vía oral, incluso si la sustitución, semejante a una promesa de venta, solo se relaciona de una manera poéticamente egocéntrica con los caracteres sensibles de verosimilitud y de la evocación. Tengo en mente las carnes que sangran, tiernas pero resistentes a la maceración, las salsas de color marrón o blanquecino, pegajosas o solubles, con olores más específicamente fecales de leves fumigaciones, de putrefacciones impercetibles, de estimulaciones cadavéricas, de carnes de venado, de salchichas, me refiero también a las formas que adquieren estos platos sobre todo apreciados, aplastadas o goteando, derramadas, coaguladas, chafadas o estancadas, extensibles, alargadas o humeantes al ras de estos magníficos recipientes cóncavos a cuyo alrededor soñamos con lencerias de extraña voluptuosidad con cabellos y floraciones otoñales. Forma, consistencia y color, olfatos vagabundos y grados de calor, adornan el acto altamente ritual mediante el cual lo más repulsivo, lo más horrible y odioso se convierte en deleite sobre la lengua – hablo de la lengua, de la que habla y que a la vez es hablada – y en un dulce bienestar acariciador y confortable como la idea del descanso infinito y de la muerte. Al igual que la suntuosidad visceral, esta transformación presupone un entusiasmo sanguinario del principio de identidad que congelaría de miedo a los más aficionadas a exponerse a los fuegos de la palabra si tal fuera el uso diario de las impertinentes fregonas que sus virtudes se compaginarían con las costumbres de una tierra decrépita y nutricia, en el límite mismo del potencial de las representaciones.

Una excitación de tipo fisiológico a través de elementos dispares contribuye al condimento inductivo del mundo real y a la fecundación del simbolismo psíquico cuya forma más elegante es el canibalismo y la más habitual, la voracidad sin botín de los besos frenéticos. La misma excitación que muestra el entusiasmo particularmente agresivo de los gastrónomos de chupetes, de los amantes de las tabernas, entusiasmo vivido en las voluptuosas calmas engendradas por la fritura y las perversidades linfáticas y glotonas correspondientes al derroche del sacrificio; la desaparición inapelable del objeto en otro mundo que, en el interior de cada individuo, se encuentra en el centro, en el corazón de su actividad. Esta excitación siempre va acompañada de signos de un hambre orgánica falsa y de un apetito desprovisto de expectativas materiales, en todos los sentidos comparable a aquel, no menos misterioso, del amor.

Solicitado hasta la aversión, ¿acaso no es el deseo coprófago el que hierve a fuego lento en las carnes maceradas, el que se deleita ante el espectáculo de la becada muerta colgada de las patas, goteando por el pico, el que se pega en las salsas de cazador, callos, morcillas, mejillones, arenques ahumados, queso y coliflor? Este deseo encuentra un eco amplio y beneficioso en la confusión que el niño, en los albores de su juicio causal de la interpretación aritmética del universo, se sintió complacido de tejer en el orificio de su llegada al mundo. No debería existir para el hombre razón objetiva o constitutiva de aborrecer las consistencias y los olores de los materiales que causaron su primer error y cuyo recuerdo, en la vejez, siempre arderá en sus entrañas en lo sucesivo marcadas por aprensiones de un embarazo imposible. Tanto el conocimiento de este error quiere erradicarlo de la conciencia que la prohibición misma de hablar de él se convierte en una costumbre tiránica. Abandonado a sí mismo, el niño no conoce este horror, y es solo mucho más tarde, educación mediante, cuando logra eliminar de la geografía de sus deseos la atracción imperativa que ejerce sobre él, como una tierra prometida pero celosamente guardada.

Si una atracción efectiva de estas zonas sometidas a un régimen de confusión interpretativa se traduce por un deseo borroso correspondiente, no es menos obvio que un rechazo emocional dirigido contra el primer movimiento y proporcional a su intensidad aparezca para esconderlo mejor, y que sea solo este último rechazo el que, visible, desvele su poder según la violencia que le mueve y por la cual se exterioriza. Por otro lado, olvidamos que, prácticamente, una cantidad mínima de lo que comemos bastaría, si fuera apropiada, para asegurar fisiológicamente la subsistencia del individuo, pero que tanto los animales como los hombres exceden en gran medida la norma de la necesidad con propósitos distintos a los del mantenimiento de su organismo.

Por lo tanto, será necesario distinguir entre los conceptos de alimentarse y comer, toda la gama de exageraciones refinadas que derivan del acto de succionar. Si la necesidad biológica del primero constituye el trasfondo primordial sobre el que se injertan las consideraciones neuróticas de los glotones, el hambre es solo una pura representación de un vacío o de un hueco y su satisfacción se logrará mediante una sensación de plenitud abdominal cuya tensión y bienestar provocados cambiarán las intervenciones cíclicas que, en el deseo de ser fecundada, limitan, sin alcanzarlo, con su punto culminante real.

Sin atenuar el poder contagioso de las carnicerías anunciadas, es fácil prever en qué circunstancias rudimentarias desgarros epidérmicos, grietas en las incitantes comisuras, fenómenos que chorrean grasas, suavizados en su movimiento por la viscosidad de las adherencias y traumas operatorios se unen a las débiles personalidades tomando prestados esos apetitos simulados para llenar las cuevas elásticas y seguir el camino perfecto de las imitaciones sustitutivas, más eficientes si son fingidas y simbólicas que si sus atributos fueran solo petrificaciones fotográficas. Debemos observar que estos son actos irreversibles, sin reciprocidad, que constituyen un circuito cerrado y continuo como la circulación de la sangre. La transformación de las materias fecales en nutrientes se produce en un plano inferior, en etapas lentas y espaciadas, y la de los alimentos en heces a un ritmo más rápido pero no de manera más vejatoria que los fenómenos en lo sucesivo identificables de engullir y expulsar. En consecuencia, durante al menos cuatro etapas de trayecto, el feto-excremento, el excremento recién nacido y el alimento recién nacido sirven al para perfeccionar el recorrido en una dirección única y figurada de la nostalgia giratoria que subyace en cualquier destino humano.

Creemos que se deben cultivar, mediante simulacros ambivalentes de horror y voluptuosidad gastro-anales, los rechazos caracterizados como acciones punitivas contra quienes se totaliza la suma del cuidado que se debe tener hacia uno mismo. Estos rechazos de satisfacciones nutritivas que componen el conjunto equilibrado en relación con las pérdidas del derecho a concordar con uno mismo, las denominadas satisfacciones del retorno al útero maternal a través del orificio bucal que, a su vez, constituye la contrapartida del de la expulsión. Pero la función de este último orificio, por el reparto separado de su uso que, aparentemente, representa el término final de una seria cíclica determinada, se presta a equívoco.

La sutileza del lenguaje popular nos ofrece ejemplos instructivos de esta ambivalencia en expresiones como «tener problemas en el corazón», donde el punto capital de la fusión anatómica de los órganos involucrados se relaciona con su relación con el vecindario. Esta misma relación constante existe en la designación del sexo femenino por el nombre común del ano. Aquí la absorción de un significado por otro no es total ni absoluta, sino que procede por la localización de categorías y, en este caso preciso, en generalizando el sentido de la región donde la atracción del subconsciente no deja de atribuir un solo funcionamiento a los dos órganos diferentes cuyo objeto es la expulsión. Pero deja suficiente juego a una cierta analogía de sus personajes para poder confundirlos fácilmente cuando se trata de elegir un receptáculo concreto e intercambiable para la fijación de los deseos.

De la misma manera que, a la luz de la conciencia, podemos deducir la fórmula : todo o nada, si no obtengo esto, renuncio a la vez a todo, este despecho del peor presagio que tienta a las almas débiles induciéndolas al vaticinio fosforescente que los ambiciosos picotean en los arbustos de los problemas, en el espinoso terreno de las negaciones y de los tabúes, el sujeto puede amenazar, sin que su pudor tenga que sufrir por ello, al mundo entero esférico y solidificado a su alrededor como una expectativa, con un suicidio camuflado de apariencia coercitiva. El sable de la huelga de hambre, gracias al cual no importa qué Damocles puede presumir de aniquilar la adversidad atentatoria de sus semejantes adquiere entonces el significado vestido con diferentes pretextos que van desde la especialización del gusto hasta la prevención de enfermedades.

La luz entre las nubes no acabó de proporcionarnos el vivo ejemplo de lo que entraña de desconocido y de beneficioso el uso constante de imágenes de heridas. Lo mismo ocurre con los desgarros de luz en las afueras de la noche sobre las ruedas de la piel. Los cráteres extintos alcanzan aún más de cerca esta alegría que, simultáneamente, es una profunda melancolía. Ahí, penetrando en ella – digámoslo en voz alta en la espesa atmósfera preparada por unas manos intensas de deseos – solo hay que abrir algunas puertas, algunas válvulas ajustadas a los orificios musculares, fluctuantes, contraídos y gelatinosos para dejarse deslizar por los canales de la tierra humedecidos, supurantes y viscosos, donde todo está dispuesto para desagradar a priori las elegancias preconcebidas de las mentes estrechas limitadas por las primicias incontroladas de la distinción, pero donde el amor por los misterios tiene conocimiento de las riquezas inconmensurable que estas profundidades ocultan. Precisamente de estas riquezas abunda la nueva media-vida del sastre divino, hasta el punto de darle la amplitud de un mito adoptado e inconscientemente seguido por miles de seres, en la solución a los problemas planteados por su estilo de vida. Quiero decir que, multiplicado en una intensidad oscura por tantas veces como se reduce en sus posibilidades de expansión, lo que apenas nos atrevíamos aún a llamar vida, invade manifestaciones distintas a las de los mamíferos de donde toman el punto de partida y más especialmente las de los vegetales en el caso que nos ocupa. También se propaga en los reinos vecinos, mediante torpes manoseos discursivos, todavía tímidos, pero cuya suntuosa volubilidad de sentidos es mayor que las limitaciones clasificadas por las pruebas sociales y anatómicas.

¿Qué hay que entender por esta injerencia sistemática en los géneros compartidos, por esta disolución de la individualidad, por estas peregrinaciones borrosas a lo largo de la tibia confusión y la desilusión perezosa que es la vida del hombre con ramas, sino que un complejo de superioridad puede desarrollarse en detrimento de la diversidad de formas de vida? Concebido a costa de un traumatismo en la uniformidad de sus facultades, el principio de compensación más restringido y usurario quita del orgullo inicial sus posibilidades de plenitud, sin por eso tener que destruir en su esencia las categorías psíquicas de individuo; las deja languidecer, a lo sumo, atenuadas en su entidad, bajo la más cruel iluminación, la de absoluta insatisfacción.

TRABAJO DE SOLEDAD

Así es como el divino sastre se preparó para explorar cuevas, mediante humedades intestinales cuyos frívolos placeres abandonó por una visión extra lúcida y los refuerzos nutritivos de su mundanalidad. A riesgo de matar la conciencia de los hongos, y sabemos cuán profusamente dotada de ella está la actividad intelectual, él tuvo que poner bajo tutela sus acto prevaricador, a cuyo organismo no renunció en ningún momento ni durante la vigilia, ni después de la muerte. Incluso esta palabra está mal empleada porque, en este preciso caso, solo puede tratarse de una semimuerte o, si ´se prefiere, una muerte dudosa. En el olvido intencionado de la materialidad de las cosas tendremos que situar de ahora en adelante las formas fluctuantes, lentas y rápidas, que serán las partes contratantes de la discreta actividad del sastre divino, sus cristalizaciones en el lugar sensible se esfuerzan, mejorando cada vez, en imprimir pigmentaciones medievales en la superficie de los felices recuerdos de hortalizas.

A la sombra de tal lentitud de tiempo que, bajo la influencia de agentes cósmicos, las piedras mismas se transformaban en sistemas de pensamiento cerrados y coherentes, de ninguna manera es un efecto del azar si, por una cierta comodidad hacia la nobleza de las leyes que ahora lo aceptaban en su seno, a pesar de todo, el sastre divino mamaba más cerca que los demás la luz infalible y el pretexto aéreo con rudas lecciones, donde rechazaba convertirse en el centro parasitario de una curiosidad malsana. Y esto independientemente de la vergüenza que hubiese tenido derecho a sentir ante los árboles, los arbustos y las rocas que lo rodeaban. ¿Qué valen a los científicos los delicados escrúpulos de los loros, cuando se les presenta la posibilidad de explotar las monstruosidades que la naturaleza disfruta – en sus momentos de dichosa cretinización o de famélica exasperación – para componer, recortando imágenes distintas y volviéndolas a pegar con la única preocupación de hacerlas absurdas e irreconocibles? Estos eruditos, cuyo beneficio ya no puede contarse en la proliferación de alubias miserables, alubias de la fama que salen de ellos, se habrían aprovechado del caso del sastre divino y, aunque su deferencia natural a todo esfuerzo humano le hubiese impedido evadirse de sus blandas intervenciones, su distinción natural hubiera resultado mal para mostrarse bajo la angustiosa fabulación de su tara o de su calidad dadas como pasto con bajas contribuciones. Además, en el punto en que su voluntad ya había logrado superar la incomodidad inicial, el sastre divino no habría consentido en prestarse a observaciones que, fatalmente, lo hubieran llevado a separarse ya por un tratamiento – y aquí necesitamos pensar en el valor curativo de las plantas – ya por medios quirúrgicos, de lo que ahora afectaba casi a su mente. En el timbre sin barba y tartamudeante de los engaños de los que, como un loco del pueblo, era objeto por parte de las fuerzas de la naturaleza prolífica, abrumado hasta el punto de sentirse elevado al nivel granítico de las águilas del dolor, ¿cómo no le habría repugnado la idea de convertirse en un tema de experimentación, o de conversación? Él, al que un carácter recto y mordaz le protegía de cualquier daño, ¿acaso no rechazaba concebir el suicidio en formas lentas y sesgadas de sufrimiento a largo plazo y eliminaciones temporales con responsabilidades mitigadas? Por la misma contrariedad expresada con el troquel y mediante la imagen golpeada de repente y en un único bloque, con los que el sastre divino se construía una presencia mental que respondía a las nociones preestablecidas de heroísmo, los terrores de pánico se han apoderado de la naturaleza animal, colgadas como una amenaza constante sobre los rebaños y listos para oler el menor ataque de una brizna de hierba o de voz. Por el contrario, las formas en que las bandadas de pájaros emprenden su vuelo o se posan en las rocas están marcadas por una deliberación de pétalos en el viento, de la tierna conciliación de plumas y de la tierra tranquila que, desde inmemoriales gestaciones, consagró el honor del patrimonio vegetal al compararlo con las gracias femeninas que el equilibrio entre la inmovilidad de las piedras y la violencia de los animales muestra muy particularmente en la fabricación de anzuelos.

Nada ansiosas por luchar contra la desproporcionada ambición de los angustiosos principios en pos de los cuales el sastre divino se lanzaba impetuosamente, sus ramas crecían y se llenaban de pequeños colores de agua fresca. La imprudencia de los picores vocales de los mosquitos, los mapas microscópicos de nubes cuyo cambio incesante y los enlosados de humo sirven de base para la expansión incontinente de los cuerpos, de redoble de tambor con las más delicadas crispaciones de estrellas que podamos detectar en la consistencia de los átomos y su agrupación indeterminable mediante figuras geométricas, presentaban la agravación de su misterioso caso ante el juicio con los puños atados, clavado en la contemplación y en la impotencia de las madreselvas. Y mientras en la cabeza del sastre divino también unas ramas se chocaban con un ruido de cripta amarga y de campanillas húmedas de corcho blando, un extraño debate se establece, como unas familias de colibríes cuyas estruendosas excusas de gongs aún repercuten en nuestras memorias, en su conciencia sin embargo rota por los ejercicios meticulosos de estas puertas sin salida que son los pensamientos impregnados por los clamores de la naturaleza. Así, la nieve arrojada contra el hielo deja un eco tierno y frágil, acolchado y cálido, flotando al encuentro de las quemaduras de acero que supone contener.

No hay pregunta tan discreta que, una vez que ha entrado en el camino de los desescombros no termine desmonetizándose. Además, el sastre divino ya no quería condenar a muerte, mediante depreciación de vigilias y de valores combativos, privándolos de otros beneficios congénitos, a sus propias hojas, odiosas, ciertamente, pero que formando aún parte integral de su ser como el sol y lluvia. Si, a veces, deseaba esta muerte, patéticos y distantes legados transformistas le condenaban muy frecuentemente y no solo como un deber hacia sí mismo, sino también hacia sus ramas, a cuidarlos con circunspección, como se debía cuidar el jardín de la confusión donde se esbozaban los finales de una batalla íntima entre las representaciones de su memoria y las periferias de su sensibilidad.

Uno estaría tentado a creer que, para acompañar a la suya, el sastre divino se organizó una conciencia de árbol de descanso total, pero esto sería comprometer las facultades de adaptación de la vida psíquica del hombre en una pendiente peligrosa no reconocer su deseo de aparecer y brillar, con orgullos atávicos y altivos malinterpretados, sea cual fuese el desuso que neutralice la violencia de su expresión.

Al igual que la intolerancia y la primavera, la lluvia llegó con pasos de hojas de hierba. Unas flores, similares a sexos delgados, aparecerían aquí y allá, incitando a renacientes instantes de antropofagia, instintos retorcidos en el letargo de los envoltorios de espuma.

El aire era ácido, mientras la tierra respiraba muerte a través de las baldosas y los techos de paja. Cada día se cubría como una uña de pizarra, de una nueva ansiedad mixta y de irresistible atracción y asco. Sigilosamente, sin tener su aire – pero, de hecho, ¿de quién se ocultaba, si no de sus compañeros del bosque a quienes ya atribuía una conciencia torpe en el orgullo que le superaba? -, el sastre divino roció sus ramas y la vergüenza de hacerlo cobardemente zumbaba en sus oídos, bajo los golpes de los vaivenes de las puertas de la tierra que no podía admitir tal división en los órdenes temporales que ella engendraba como unidades.

Solo por la noche el sastre divino se escabullía por los andenes desiertos, arrasando las paredes y su sólido abandono. Los olores lluviosos de picnics improvisados ​​de barriles lo guiaban a través de las brújulas bulliciosas de garrafas y perniles, como un mar sediento entre continentes de barcos. De los cordajes imbuidos de miradas moribundas de peces, se creaba retratos familiares de borracheras atlánticas, de tifones sorprendidos por esculturales instantaneidades o por crímenes largos y meticulosos de sirenas con corazones fríos y penetrantes como perlas, toda la melena más suve del mundo reunida en setos de sol, un solo grito de triunfo.

Caminaba al ritmo raro de pájaros exóticos que para él construían con sus cuerpos de reinas y de mica unos arcos y unas arboledas volcadas que utilizaba como palacio de nidos. Y esas grandes cubas, el sastre divino las llenaba con un deseo claro y fluido, dorado y más transparente que el corazón de un centauro, en honor de quien él constituía, pero solo con la ayuda de metales preciosos, una fauna marítima mezclada de recuerdos humanos. También había infames harapos de hielo, senderos de cejas y restos de juerga apilados en arroyos. La ceguera de las lunas transversales, apoyada en este mísero equino, privaba al divino sastre de la justa medida de su soledad porque las olas que hinchaban el río al dar al atolladero de maravillas los objetivos de esplendores florales, servían de fuego y de silencio. Aunque estaba en su poder imaginativo cambiar el rostro de las cosas bajo su aspecto brillante y suntuoso que podía coexistir en su memoria solo gracias a dispositivos infinitamente precisos, comparables a los élitros de las palabras, carecía, por otro lado, de la baja fantasía de indumentaria para asemejarse a las grandes traiciones de los galantes clientes habituales y de las chimeneas de fábrica. Su silencio intempestivo sumergía todo lo que resistía en el camino con su visión circular, en una profundidad tan coherente que cualquier imitación de ausencia, el cielo, los pozos o los túneles, parecía, como contraste, invitar a lo mutable y sonoro los inalterables dispuestos alrededor en su peso unánime y en su estricto punto de gravedad. Este silencio había llegado a ser una vida tangible para él, donde las condensaciones, como ombligos de luz, debían conducir a una tensión de tumores celulares de rayos que le recordaba la formación del primer brote de arbusto del que todavía testimoniaba la total y frugal negrura de su existencia; pero no obstante, es allí donde su mente crecía entre los golpeteos tiznados y opalinos de las noches, en un dolor de óxido y de caricias imaginarias.

Sin embargo, a la luz de una brecha en el silencio cerrado, en el origen de un descanso en la madera retorcida de este barril por un momento destripado, como la figura de un domador de luces de repente hecho trizas colocado en pelusa incluso el cielo sin dientes que habría tomado como punto de mira, el sastre divino notó que unas flores de cerezo empezaban a crecer en sus ramas.

Él era cerezo.

ADAPTACIONES A LA VIDA DE CEREZO

Él era cerezo.

Estos son tipos de constataciones, estos momentos decrépitos en la cadena de hechos cotidianos, estos saltos de memoria y humor – un giro insólito en el conjunto acribillado de bruscos acontecimientos los permite prever -entre las necesidades vinculadas entre sí mediante la crispación respiratoria y las contracciones musculares con movimientos periódicos de guerras interinas, los precipitados morales, los inconvenientes sin objeto definido, las urticarias psíquicas y las hipotéticas zancadillas, las conjeturas invertidas, las hipotecas con chorro continuo, las susceptibilidades sobre todo después del período de incubación que suscita preguntas embarazosas, estas son las normas sombrías e imprevistas, cuando abrumar al hombre encerrado sin que lo sepa dentro del hombre sospechoso de crímenes microscópicos de pájaros y de agua todavía no significa condenarlo sin apelación a una decadencia, estas apoteosis de los objetos ficticios atravesando las conciencias de lado a lado y provocando congestiones de itinerario y enfermedades del tiempo, hacen pasar una existencia con desarrollo furtivo al plano excepcional de las consecuencias con gran estruendo.

Un instinto peligroso pero impregnado de grandeza, aunque reprimido por una timidez ontológica de aspecto velado, dirige a los seres equilibrados, colocados en la mesa de desastres de una manía deambulatoria universal, hacia la multiplicidad de su destino. Certezas irritantes se bañan en las ventanas y la lluvia desorganiza sus inversiones fosforescentes. Temerosas y desproporcionadas, huyen las ecuaciones fundamentales, únicas capaces de desmontar al jinete del momento y omito las diversas visiones que las ubican en la huella de un futuro brumoso.

Sin embargo, la igualdad de las fuerzas de morir y sonreír, que se revela como una reducción masiva de las preocupaciones parasitarias y cuyo único objetivo es el apaciguamiento, parece detectar los miedos más recalcitrantes. Ella deja transcurrir suficiente tiempo. Pero el sastre divino se esforzaba en contabilizar los precarios cortes por las que nuevas ramas podían mostrar sus lenguas vacilantes y en atenuar, a lo largo de esta austera lamida de hendiduras que es la vida del bosque, el impulso demasiado rápido de las frutas listas para emerger de su carne desagradable. Así, una nueva teoría del temperamento gregario se desarrolla, por simple impaciencia, con una sola sutura y una revolución completa alrededor de un sol, de un hecho que está a punto de producirse. Inútil añadir que esto sucede de una manera suficientemente desinteresada para disociar el acontecimiento del prejuicio del pecíolo por el cual está vinculado al sistema cósmico o particular del individuo. Sin embargo, mientras los párpados membranosos traicionaban el cuerno monstruoso y con forma de hoja, mientras un corto sopor del sol dental volaba una antera de piel con cuidado, siempre alerta, del merodeador, el núcleo estaba maduro para encontrar en un satanismo botánico la expresión hablada de un amor extendido. como debe ser, por toda la superficie de lo que existe y no puede contradecirse.

Al igual que «Yo me llamo ahora «, la frase : «El era cerezo» auspicia la eclosión y la posible voluptuosidad de una sintaxis de imperfección lógica erigida en un sistema cuyos datos no son menos concretos que los del palomar conocido pero donde las fugas de tiempo libre y del objeto designado – toda la noción excremental del espacio sin la cual no se podría unir la idea de Dios con la del infinito matemático – tendrían la frecuencia de los paseos más agradables y de los más exquisitos artificios de la metáfora. Lo mismo ocurre con respecto a lo peyorativo, de la nomenclatura de los orígenes verbales y de las expresiones proverbiales o de los abscesos geológicos del conocimiento. El deslizamiento de sus respectivas tierras sucede inesperadamente, su primer paso se apoya en la necesidad sensorial, mientras que las trayectorias de sus fulgores la superan en las cabeceras de puente. La construcción sobre pilones de este acto de desnivel y de sustitución de personalidad es similar a la de las flores sobre sus pedúnculos. Está sujeta a la floración en unas temporadas apropiadas. El estupor del espanto supervisa su reconocimiento, mientras está viva, que es importante completar a través de la espesa niebla que rodea su follaje para, de la sobrestima de la cosecha que resulta, extinguir la violencia que deja al infinito para manifestarse a expensas del hombre.

La vida (como materia moldeada a gusto de quien la contiene, al contrario de las ideas de los receptores caracterizados que sufren sus efectos) es infinitamente más importante que el hecho de sentirse abrumado por las coincidencias, las consideraciones causales reversibles y los errores temporales sucesivos que se producen durante su incansable renovación. Que una ilusión óptica esté al alcance de cualquier instante, incluiso en los fundamentos de las medidas de capacidad, gracias a las cuales se separa la vida sufrida y la vida soportada, provocada, producida u ocasionada, todo contribuye a exigir en este asunto, como única necesidad válida, una injusticia flagrante, la del rechazo de cualquier actitud femenina que consiste en dejarse obstruir cada camino de conocimiento por el flujo creciente de los llamados misterios de la vida. No puede haber duda de que el hombre los contemple desde afuera o se someta a su tiranía, él que en mayor parte no es solo el canal de estos incidentes telúricos en contradicción con su propio entendimiento, sino también su inventor. La solución al problema de la objetividad que se presenta ante la mente no debe, en ningún caso, cortar brutalmente esta oleada de continuidad sutil que es la vida, ni formular la absurda propuesta de encerrar al individuo debajo de un globo sin aire en un ático de marfil. La refrigeración absoluta que caracteriza una actitud de este tipo alcanza a la representación sádica de los dioses cómodos y superiores. Como movido por una palanca, el ser que no toma conciencia de la sordidez vital con un riesgo semejante – cuando un hecho de naturaleza emocional repentinamente lo sacude en la forma deseada de encuentros fortuitos de los cuales, sin embargo, la sucesión de tiempos ya no es controlable – entonces se hunde en esta profunda degradación de la energía donde solo la muerte puede jactarse de acumular las capas de cenizas y los restos de la espiga del olvido. Habrá pues que vagar entre las trampas y no tocar en ningún grado el principio mismo de la potencia de transformación. Su pérdida significaría el advenimiento de fuerzas oscuras y malvadas que, en la pantanosa pasividad de los sentidos prohibidos, te esperan ansiosamente y, en seguida evidentes, te tragan con gula.

Así es como el sastre divino, al formar con la duda unos alfileres cuyos graves problemas cortaban su mente, fue inducido a dejar surgir, a pleno rendimiento de tesoro y semillas, las hipérboles amargas de un egoísmo inventado de la nada, pero con un formato inusual para las prescripciones digestivas de la conciencia de los periquitos. Los descubrimientos más excepcionales surgen de una vida en situación inestable. Y si la sabiduría del poeta atribuye a las tormentas eléctricas una mano curativa, su escudo contrapone a los pastores de las montañas blancas un error constante debajo de las finuras del granizo y más allá de los sayales petrificados de las cumbres. Sin la presencia del subsuelo que había decidido explorar, el sastre divino nunca habría pensado en vivir en él, como la historia de los prohibidos pigmeos lo demuestra mediante grandes paquetes de rocas y precauciones de huchas. Así se proclamó que afinidades de cama resumen, por causa de hambrunas oculares, los alcances musicales de las telas de araña en cuyo entresijo, cada una bajo un paraguas de cristal, se guarecen las finas gotitas de lluvia. Por otro lado, la prolongada permanencia de los charcos de luz en el fondo peludo, enredados en regueros nocturnos, ovillos de nervios acuáticos, provoca en la cara estañada de los lenguados acostados una decoloración de pigmentos que no se detiene en las escamas, sino que penetra hacia adelante. Tan pronto como se cruza esta capa, una fuerza grandiosa, revulsiva y comparable a un Niágara, mil veces más grande, más alto y más poderoso, se desata en miniatura, mientras que, llevado por esta energía enterrada e ilimitada, el ojo del lenguado privado del horizonte espacial afronta la perforación oblicua de la cabeza. Ocurre entonces un curioso fenómeno de exudación de la retina hacia la posición recién adquirida o un movimiento de torsión por el cual el ojo se coloca junto a su hermano como una bola en su tronera bajo la mirada emparejada del sol y del abismo líquido. (¿Es concebible que ante un fenómeno inverso de aversión a la luz, los ojos del hombre pudiesen atravesar el cuerpo y colocarse al final de los dedos de sus pies? Imaginemos entonces, en movimiento, el campo visual mezclado, estirado, contraído, distendido a veces por un pie, a veces por el otro, como esas bolitas de caramelo mecánicamente petrificadas en las ferias para mayor placer de los amantes de las piruletas.) Para pasar de esta facultad floral de adecuación al desarrollo de un programa de existencia, tan vinculado mediante adaptaciones a la naturaleza como el que habría permitido al sastre divino vegetar entre los vivos de día si la enfermedad no se hubiese insertado en su fatalidad de madera y corteza, solo había que superar un paso. Por poco que el pensara en una condición determinada, como un ejército de hormigas actuaban los recuerdos correlativos y capilares en el cerco estratégico del lugar con la intención de integrarse en un medio propicio, una situación en el tablero de ajedrez de circunstancias que se mostraba en sus límites mediante ingeniosos métodos de fortuna y rapidez. Su vida ya estaba adquiriendo la apariencia de un túnel.

A menudo hay exigencias que surgen en el centro del individuo, una pila cargada de deseos aún sin nombre, que se fusionan con las incitaciones, seguidas pronto por atracciones acuciantes, de ciertos objetos de los alrededores.

Hay tipos de diferencias que son difíciles de expresar.

Uno puede ser guiado a explorar las esferas de influencias a partir del ego, del hombre o del objeto; viejas historias El único significado de estos enfoques radica en el hecho de que el hombre pueda beneficiarse de él, a través de un largo desvío a empujones, adaptando la faz del mundo a su irregularidad terrenal, porque ésta posee la regularidad perfecta, todo esté enseguida por reiniciar. Deberemos añadir una variable elegante (expresándola, acompañándola y definiéndola) a cualquier modo de juicio. Debido a que las sociedades humanas están en continua transformación, ¿cuál es el criterio de valor de una obra o un acto, cuando esta obra o este acto determinan en parte esta misma transformación? Debe convertirse en sí misma en una parte integral de la transformación del mundo para ser también su determinante; no existiendo nada proclive a la fijeza y debiendo cada cosa comprenderse en su huida y su trayecto, sinceridad y fidelidad, entre otras, serán consideradas como meras palabras.

El divino sastre mutilaba sus orígenes.

Avanzaba hacia valores de cambio seguros y quería alcanzar lo que desde hacía mucho tiempo se había quedado detrás de él. El sastre divino multiplicaba sus orígenes extrayendo su material con fines precisos.

Se deben desfigurar los orígenes para poder cerrar los circuitos. Las aguas serán de carne cuando la sangre se mude en cuero y las propiedades de las cosas se cargarán de amargura para todos aquellos que soportarán su esclavitud y que incluso podrán cambiar la cara de los juegos. Debemos quitar al significado de las palabras todo el peso de las deudas de alegría contraídas durante la ola de calor de la euforia. El negocio de explotación de la chiquillada que reside en las profundidades del hombre, del aturdimiento latente de su mente, cuya inevitable bancarrota se salda con un residuo de mentiras, a menudo se convierte en una pesadilla. Pero por esa razón, la muerte nunca deja de atormentar las zonas de aparejos, ejerciéndose en los sufragios de las mareas, y cruzando con sus infinitas canoas el viaje minado del hombre cuya inexorable dependencia enfatiza en todo momento. Para resolver algunos rudimentos de amor atrapados en una red de dársenas secas y en los enjambres de desiertos polvorientos, el hombre, si mantiene la mano en alto, no sucumbe menos a la tentación de las soluciones. Y si los subterráneos lo agarran, a él y a todo el otoño de los espejos como una mariposa sin futuro en busca de una perpetuidad de pocos problemas y mal genio, él no escapa a la época de la arena ni a la hora del humo. Un testigo perpetuo lo acosa con su muerte habitual y este testigo lo sujeta y lo observa hasta el final de la sombra y de las cejas. Es la marcha del hombre que permanece en el lugar y el eterno dilema de la alegría y del dolor, contenidos, salvo extravagancias, una en el otro y eternamente inseparables en su esencia y en su trama.

BUSCANDO UNA MUJER

Por un pasillo inmenso abierto de repente en el flanco de un subterráneo y en la vista ardiente que emergía de él como una pregunta bien planteada, una atmósfera viscosa pero despótica bostezaba de inanición ante los ojos asombrados de nuestro sastre divino. Tan pronto como cruzó el umbral de esa boca de cemento desmayada entre los desechos de la tierra, se le ofreció un decorado inusual en toda la desvergüenza familiar propia de cuentos opulentos y contagiosos. Pero no se podría imponer un descubrimiento a la promiscuidad del espíritu humano si éste, en el primer instante de sorpresa, no convocase al lugar que el huevo de Colon ocupa en la sonrisa explicativa y en el aire que se oye por el que los expertos moribundos saben, sin dificultad, proteger lo que nos rodea y lo que rodeamos.

Adornadas todas las paredes por casilleros donde, en manojos de seis y atados como espárragos, se habían colocado unos maniquíes femeninos, este pasillo se confirmaba como una realidad ofensiva para el hábito común de mezclar las funciones de las cosas con su utilidad. El hieratismo de estos torsos de mujeres no les habría hecho distinguirse de otras mujeres si las intrigas del pensamiento particularista, al contar con un dispositivo especial el mundo de las pasiones, no nos hubieran rellenado de arena en la que, una y otra vez, enterramos nuestras cabezas de avestruz, mientras el dragado de nuestras representaciones se resuelve en un ritmo insignificante cuando se trata de ajustarlas a nuestras nociones de estabilidad. En tanto que los troncos de estas mujeres estaban acolchados con materiales poco preciosos y envueltos en telas de saco, sus cabezas y sus extremidades infinitamente pulidas mediante el más cuidadoso estremecimiento que sería augurado al deseo humano si se tratase de su encuentro inesperado, esculpidos en la sustancia misma de las miradas y la ternura. parecían inmovilizados en una especie de éxtasis de perpetua aceptación. Se reconocía una gran variedad de tipos y personajes. La desaparición de cualquier miedo y reacción, entre estas mujeres, se relacionaba tanto con la evidencia de una muerte sorprendida en pleno trabajo, que una apariencia de vida todavía fluía de una a otra. Un amanecer mal formado dejaba arrastrar sobre los bancos de arena el encanto insolente de sus actitudes de seguridad.

Los gestos de buena educación de las mujeres tanto interna como externamente, las poses de elegancia provenían del sórdido entorno en el que estaban atrapadas, estas mujeres no parecían ser víctimas de encarnaciones contraídas bajo el bisturí de una vida a penas más extraña que aquella donde se producían los grandes placeres, bailes y escandalosas cabalgatas. ¿Percibían ellas la proporción de ironía en la imitación figurativa que, dando juego a su frescura general, el escultor había creado en la cabecera de su cuna? Hacerse semejante pregunta, eso dice mucho acerca del espectáculo de lluvia del que importa sacar en claro la ternura emergente mediante fragmentos de sentido y chismorreos de fondo.

Unas perlas de granizo ardían en las muñecas de vivas llamas, en la creciente perfección de sus formas, del deseo de apoderarse de ellas y de las pulseras de canciones entusiastas, como anillos de humo, se enredaban en nubes con colores de maquillaje aplicado al aire.

Invariablemente, cada segmento de visión se repetía en un espacio ficticio de espejo sin que ningún cristal rompiera la uniformidad homogénea. Todo era tan preciso y completo que la conducta del sastre divino, a través de la destilería de este lujo de detalles autónomos, parecía estar tallada a golpes de hoz. Las bombillas eléctricas encendidas, provistas de ganchos y patas con articulaciones labiales, trepaban por casi todas partes sin preocuparse por las pesadas cortinas de terciopelo que un mecanismo oculto hacía temblar al ritmo de vals de buenas amas de casa en balcones concurridos. Solo el seco chasquido contra el paladar de estas lenguas sin polvo desarticulaba el hablar de los pistones y dividía el largo movimiento lineal en sordas repeticiones. Engranados y engrasados, como unos astrágalos de ruidos de carreta fragmentados y continuos, los recuerdos de las cadencias del biberón acercaban progresivamente al divino sastre a la diana sobre la cual, de cualquier forma, su memoria dirigía precisos datos. Esto lo impulsaba, a semejanza del hombre que, inmediatamente instalado en el compartimiento, se abandonaba a una intensa regresión – a desempacar los instrumentos de su hambre, no sin lamentar la ausencia de medios mediante la cual el viajero tenía el deber de satisfacerla.

El hambre es una e indivisible en la expectativa embrionaria de su objeto como ya se ha dicho, o de su carencia de objeto

cuando el criador de montículos siente la ausencia de besos

zumbar en los cuencas de las minas

expulsar las expectativas

de sus ojos resonantes y de apariencias tartamudas

cuando el adolescente de cristal

besa viveros y latidos de sortijas

la oscuridad suave que se enciende al pulsar cerdas vigías

frente a las voces

cuando los locos se disponen a perseguir a la felina

vacilante aureola de sobrevivir

en la llama y la sangre en las pálidas mejillas de las naranjas

y el verbo que rebosa limas

cava la tumba habitual de cada día destinado a los labios

cuando la vista se impaciencia unas nostalgias táctiles y unos sonidos tan dulces para

creer

que las manos ya no saben coger el dolor que se da bajo al pasar bajo los

puentes

en las profundidades de su pasión

y las garras de pájaros pesan mucho sobre la balanza familiar

cuando el aprendiz nutriente de la decepción lega a la risa la ciencia de los tatuajes

y cuando el amanecer turbulento quiere con penas y tormentos

iluminar en la frente de las puertas la existencia sin obstáculo

los murciélagos cartilaginosos golpean con sus toldos extraviados

el aire de grandes recorridos

cuando la espuma del coral

los pasillos congelados donde el terror de los vientos se atasca

las murallas ciegas que cruzan los semáforos

y la seguridad del desgarrador atractivo de las islas

color de soledad maduran en sus bosques

cuando las esperanzas unidas a los corros fraternales del abismo

no saben ya donde posarse de tanto que nevó párpados abiertos

y las piedras resplandecen del hambre solar de los cactus

los collares de conchas

las plumas de brisa

la solera de los placeres

una noche de reencuentros

como una brasa de corto aliento

la era de las puertas mutiladas

en el centro de una ciudad acre y tibia

en la copa de una palmera

cuando a salvo de todo el goteo del mundo

y del salitre es el salitre

esponjas las esponjas se contraen

los múltiples brazos de la mujer abandonada rodean al niño dentro del desván

todas las armaduras se rompen en los cristales de los pechos

donde la ternura ahoga las crestas de fresales

los iris fulgurantes

los senos de los pájaros se arañan en las escalas

cuya sombra sulfurosa florece la piel de las manos

y frágiles esperanzas desatornillan el oro de las bisagras

como los escalofríos demasiado débiles para mantener el reloj

acumulan en las grietas

soles vendados bocas cosidas

La noche profunda y solitaria se intensifica en un mundo aparte creado por las necesidades de la causa. Ella se convierte en el centro de una actividad viuda de las maniobras más interesantes de la mente considerada como cebo. Y mientras las ramas del sastre divino se habían vuelto lo suficientemente fuertes para soportar a su vez nuevas ramas, sus pesadas sombras en su cabeza retorcían pensamientos extraños. Echando raíces sin precedentes en sus entumecidos instintos, sujetos a una viva distracción de sus derivaciones luminosas, el apetito sentimental, mediante las sacudidas que imprime en las diferentes latitudes del hombre, entregó al sastre divino los entusiasmos por una nueva alegría de vivir. Ésta se expresaba en según un ordeño aleatorio; también podemos admitir que era solo una forma más o menos pegajosa de un deseo en busca de esperanza. Pero el aturdido estado de frío arabesco que da la expectativa no excluye en absoluto la posibilidad de existencia, mediante el vacío o la negación, de un euforia prometida. Aun cuando el sastre divino solo hubiera adquirido conciencia de esta felicidad haciéndola depender de su propio colapso, en lo sucesivo de día y de noche le era necesario perseguir la imagen de emoción plácida proporcionada por el contexto de una ausencia, por así decirlo, presente. ¿No se había pasado ya con armas y equipajes al orden concreto aunque aproximado de los burdos cumplimientos?

Sin prestarle demasiada atención, el orgullo de singularizarse entre las criaturas vivientes se desarrolló en el sastre divino como un árbol interior. Allí se adormecía todo un mobiliario fluorescente que podía servirle como el sueño al que aspiraba. Unos ojos separados flotaban entre labios en aguas a veces estancadas, con mucha frecuencia arrastradas a las infernales audacias de los recuerdos que le presentaban, en cada paleta de su rueda de molino, el mismo problema bajo diversos varios aspectos, el de saber si otros seres como él pisotearon la tierra de los suspiros, más allá de los laberintos de cerámicas, vestidos ridículamente con peculiaridades de las que había llegado a construir adecuadamente una existencia organizada. ¿Acaso nunca sería capaz de quitar la cáscara de sus imponderables la aparición de una mujer de paso sobre la que habrían brotado, si no ramas de cerezo, al menos ramas de manzano, por ejemplo? Porque si decirlo de un lago de nubes visibles en la configuración de lagos antiguos concentraba en el buen tiempo las agujas del barómetro (los árboles desmochados proliferaban en el templo y Urano, en conjunción con Mercurio, acribillaba con deudas afrodisíacas el desarrollo de su aislamiento planetario), todavía no se atrevía a esperar, en el preciso momento en que se afirmaba el deseo de placer en la forma dolorosa de una sirena de alarma, que la más dulce de las casualidades coronaría una vida de inválido depositando a su paso, al alcance de su condición, una mujer con palabras cariñosas subordinada en su esencia a los caracteres fusibles de la palabra «cerezo». Esta es la distorsión amorosa de que el cerezo ya solo representaba una palabra para el sastre divino, una abstracción prematura. El temblor magnético de esta poda visual despertaba en él la opulencia de las ráfagas de cicutas que la realización de semejante sueño tiene derecho a suscitar.

Pero cuán impaciente era su voluntad de ir más allá de un estado de esperanza al de una precoz existencia o incluso de despojar al tiempo de su curso rectilíneo y colocar el objeto soñado en un recuerdo alucinante, hasta qué punto el divorcio entre el impulso de la ráfaga y la pereza de los hechos iba intensificándose, los mismos acontecimientos se encargaban de demostrarlo conforme se iban sucediendo. Porque el sastre divino no lograba apoderarse de sus realidades, para dominar sus servicios prestados como un interludio del destino que solamente cuando fracasaban a la vuelta de un error insinuante, habrían sido previamente drenados a lo largo de las paredes y, silueteados indiferentemente en la pantalla de su pasado o en la del futuro, se integrarían a pasos lentos, gastados ​​y anémicos como luciérnagas, en la penumbra de su vida.

Hermosa en su soledad y deliciosamente anclada en su poder, la llama parpadeante peinaba el orden de su horizonte con barrotes de hierro; a cada paso, el divino sastre se aproximaba al objeto de su obsesión con el ruido de un cerrojo.

VISIONES Y BENEFICIOS

El sastre divino se envalentonaba hasta entrar por la noche en calles desiertas y querer sorprender a través de las ventanas algún oscuro hecho diferente. Por medios desviados, buscaba alienarse en una dudosa posición de combate cargado, creía, ya en la cuenta de su destino y se esforzaba, dando su brazo a torcer, en hacérsela favorable.

Pero si el tiempo no fuera un gasto continuo a plazos sobre diversas relaciones entre cosas y seres, durante un trayecto determinado, la muerte coincidiría con el nacimiento y el universo se reduciría a un punto; ahora bien, siendo la existencia del punto concebible en sí misma solo en razón de la existencia concreta del universo, se deduce que el desprecio por la acción consumada acorta concéntricamente, en proporción directa, la duración de la vida y disminuye por lo tanto, el prestigio del que goza el universo. ¿Es bueno, es malo? Todo el problema reside ahí.

El sastre divino no degradaba el contenido del universo. Por el contrario, quería que fuera inmenso porque en su crecimiento, a pesar de su propio fracaso, podría medir su esplendor secreto.

Cada vez menos, la confusión de las frondosidades superaba la bóveda medio derrumbada de las chabolas y de las ilusiones donde se agitaban torpemente los fantasmas de su pasado.

Una noche, oculto entre los exuberantes arbustos que rodeaban un restaurante, esto ya muy sospechoso por la distancia que había para observar entre las paredes exteriores y los tonos con respecto a los que se manifestaba un opaco desdén y el sastre divino, acechando alguna extraña presa tejía en balde sobre un lienzo de problemas unas cosmogonías premeditadas. Con sus mejillas pegadas a las ventanas empañadas, encontraba en esto un inocente placer de desempleado de año nuevo, cuando de repente vio a un botones de constitución atlética que lo recibía sonriendo, con un regocijo demasiado familiar para ser estrictamente profesional, un personaje que por ningún signo externo excedía la insignificancia media con chillidos paternales de comerciantes ricos incrustados en la carne del país como bestias de carga. Con calma y elegancia, en un santiamén agarró el cuello del abrigo en cuanto se hubo cerrado la puerta, este personaje que parecía ser un habitual en la casa fue colgado rápidamente, tal como llegaba, en uno de los percheros parcialmente ocupados por otras ropas, conteniendo todos a su dóciles propietarios. Un buen número de percheros colocados aquí y allá estiraban vacíos los huesos de sus colgadores acurrucados. Las mesas estaban puestas, los camareros con los brazos cruzados, como si todo estuviera listo para recibir clientes, esperaban de pie en diferentes lugares de la sala, o en grupos de dos cuchicheando entre sí comentarios banales. Sin embargo, era poco probable que se les pagara para conocer a qué fines oscuros servía la extraña institución, a pesar de la actitud mecánica que intentaban darnos circulando como altivas barcas sobre un recuerdo escrupuloso.

La calma se extendía por todo el espacio como una vaporización persistente. Nada se movía y el lado explosivo de las cosas se refugiaba en una quietud que prometía convertirse en definitiva. Había cuchillos en el límite de cada objeto, resumiendo así la solemnidad de este silencio. Eran cuchillas. Y a pesar de eso, un aire de familiaridad sumergía la escena en la

atmósfera de cosas vagamente conocidas, nada sorprendente y maravillosamente conformes con los enfoques que podrían haber sido ser habituales, sin que se sepa exactamente por qué ni cómo. Así se expresan sin demasiado daño a las viejas costumbres tomadas como arrugas por honorables administraciones ligeramente provinciales y sin lugar a dudas desviadas de su destino inicial. Un cierto asco se adhiere a este tipo de establecimientos de baños que no lo son, a pesar del cuidado que visiblemente se ha tomado para no ofender a los usuarios calificados como tales. Estrictamente nada era inaceptable hablar por lo que respecta al restaurante y, sin saber la última palabra, se concebían unas condiciones en las que estos ritos hubieran podido encajar entre unas ocupaciones domésticas. Solo existían sus razones que, si bien existían en algún lugar, fuera del mundo del deseo, sofocadas se diría por otras razones más imperiosamente activas, carecían de la inteligencia de los espectadores. Sentíamos que, sin la oscuridad cuyos actos estaban contaminados, podríamos habernos declarado solidarios. ¿Acaso los seres que constituían sus instrumentos perfectos de ejecución no habían transformado su paraíso interior en convicción? Solidarios, podríamos haber sido, por supuesto, si no como En solidaridad, podríamos haberlo sido, ciertamente, si no como compromisos apasionados, porque eso no podría plantearse en la blanda atmósfera de este restaurante, al menos para unos transeúntes que no desaprueban una simpatía despreocupada, por deferencia tranquila, por lo existente, de ninguna manera pretenciosa, fuera de cualquier idea de violencia o abuso. Una apatía razonable, una impresión de apariencia. Porque participamos, por excelencia de los medios a nuestra disposición para imponer nuestra timidez, en todo lo que no repugne brutalmente y es por eso que la indiferencia es una palabra sin contenido. Pretende mantenernos alejados de lo que no merece ni la revuelta en relación con el rechazo de un hecho ni el entusiasmo suscitado por el deseo de adherirse a él. Pero si lo consideramos bien, somos solidarios y, en cierta medida, responsables de lo que se sitúa entre estos dos polos : lo miserable.

«Y del respeto, ¿qué hacemos con él?» Esta es la frase extraída de la vergüenza pública al final de la caña de pescar de un índice atrabiliario que el sastre divino realmente escuchó sonar en sus oídos. El personaje invisible que perturbaba así el agua mal peinada de su memoria adormecida, solo podía ser el padre del sastre divino cuya imagen, arrellanada en un cómodo sillón, intentaba de nuevo nuevamente colocarse como un sombrero en la cabeza de su hijo.

El aire fresco y negro donde el sastre divino agudizaba su atención cada vez mayor, este aire de hipnotismo y charcutería, aire pobre y adolescente en comparación con su frigidez ante el lujo cálido y masivo que reinaba dentro de este seudo-restaurante, era más bien de tamaño para despertar dudas volviéndolas a poner sobre sus patas exactas, invirtiéndolas por así decirlo y haciéndolas comprensibles, pero ahí se produjo una nueva sustitución de posiciones que hizo que, cuanto más entumecimiento general ganara los sentidos de nuestro héroe, más una sorprendente luz de necesidad y sobriedad iluminaría el menor acto que se formase tras la ventana. Sin embargo, nada sucedía. Los gestos eran lentos, apenas esbozados, muy nobles pero humanos y nadie dormía.

(Al mismo tiempo, no lejos de allí, un hombre sentado en su mesa de trabajo miraba el suelo de parquet de su habitación que estaba formado por tortugas vivas unidas entre sí mediante ataduras de alambre. Un potrillo muerto colgando de las crines en la barra de la cortina constituía una especie de abismo para la mirada, porque, en la medida de lo posible, evitaba verlo. El hombre cortaba pan y lo hacía tostar en rebanadas en un pequeño hornillo de gas. Insertaba en sus libros las tostadas con abundante mantequilla. Cuando hubo terminado de adornar así todos los libros de su pequeña biblioteca, comenzó a mezclar las colillas y las cenizas de los cigarrillos que había guardado en grandes cantidades con la mantequilla de la que todavía tenía un terrón del tamaño de un huevo de avestruz. Terminó este trabajo meticulosamente con la ayuda de dos tenedores, cuando todo estuvo bien amasado, puso pequeñas cantidades en el lomo de las tortugas, alternándolo de tal manera para dar al suelo el aspecto de un tablero de ajedrez. Descalzo, caminaba cuidadosamente sobre las tortugas cuya espalda quedaba intacta. El resto de la mezcla la untó sobre los cabellos de la mujer desnuda, Ya que una mujer estaba repentinamente suspendida en lugar del potro. (Me gusta insistir en la ausencia de precisión que aporto para explicar este cambio de ninguna manera debido a una comparación agradable; el hecho en sí mismo indiscutible que solo sufrió que lo redujimos aunque se dude.) Con muchas precauciones ató la papelera a los pies de la mujer desnuda, luego la cubrió con un abrigo pesado que descolgó de su armario. Colocó todos los libros en el estante después de haber arrancado a cada uno la página 5. Todas estas páginas las juntó al azar y comenzó a leerlas, una tras otra. Esto duró bastante tiempo porque tenía unos cincuenta volúmenes. Luego ensartó las páginas en el único paraguas que conservaba desde su tierna infancia, colgó el objeto así

obtenido en el hombro de la mujer y miró por la ventana. Un gallo cruzaba la calle. Bajó las escaleras, pero en la luz pálida, solo vio un morral de cazador seco y gastado dentro del cual había un mechón de pelo de niña y un collar con abalorios. No lo recogió, sino que fue a lavarse las manos en un arroyo que precisamente comenzaba a correr por la acera. Cuando la corriente de agua hubo pasado, mediría unos veinticinco metros más o menos y retrocedería serpenteando en dirección de la pendiente; la tierra detrás de él, como quemada, dejaba al descubierto un minúsculo y estrecho precipicio, un hundimiento repentino pero irregular. Fue a comprar en una tienda, donde era conocido por hacer sus compras durante la noche, una cesta llena de huevos que se tuvo que poner a colocar en la zanja un poco al azar de los declives del terreno, pero frente a su casa tomó cuidado de aproximar sus espacios. Tragó solemnemente el contenido del penúltimo huevo, como si bebiese a la salud de alguien. El último, lo arrojó contra la ventana que se rompió con gran estruendo. La violencia del golpe repercutió sin molestia en el lejano curso del zafiro cerca de la noche, porque hasta ese momento el silencio escapaba límpido en su astucia y durante todo este tiempo solo había caminado de puntillas).

El sastre divino tuvo que convencerse de que al menos no eran hombres con ramas con los que se encontraría esa noche, y, una vez que la mayoría de los percheros llenos, siendo hora ya muy avanzada, después del ritual dedicado al horario de cierre, el servicio de las mesas recogido, los saleros agrupados como un rebaño de ovejas en reposo, las aceiteras amorosamente emparejadas a un lado, las sillas colocadas encima de las mesas, los camareros quitándose sus delantales y preparándose para salir de uno en uno, se hicieron bajar las persianas metálicas. Entonces él también se fue, no más absurdo ni más triste que la continuidad de la noche, como si nada más hubiera sucedido durante su dispersión, excepto aún un encogimiento de hombros y una depresión adicional sobre el sabor azucarado de la decepción en la que se bañaba semejante a una niebla en una nieblina de polvo de levadura y cerdas.

Recogió del suelo el morral de cazador aplastado.

Solo un susurro de bosque brotaba a lo lejos en algún lugar, que se parecía cada vez más a la felicidad de collares.

RELACIONES ENTRE LA MUJER ANSIADA LA VIDA ERRANTE

Y LA DESPOBLACIÓN DE UNA ISLA

Acaso existe un gran amor borrado en una mujer desconocida

por muy inaceptable que sea para la memoria una ruptura de los vínculos asociativos

que se espera sin saber cómo es ella ni lo que será ni siquiera si existe

de quien la carne compuesta y la mirada encogida

presagia el color de la voz el camino al abandono

y su estilizada figura donde la autoridad por la que ella expresa la belleza del hambre adquiere fuerza legal

porque no existe mayor belleza que el hambre

deseada a través del acuario de acero que apaga la imagen brillante con envidia

indómita ante el encanto

morder con toda la boca en la sustancia sabrosa por ausencia y tanto más deseada cuanto solo contiene un aspecto de eco y la ola incipiente

carencia de materiales sólidos

pero penetrable a fuerza de tener la mirada perdida en la cosecha de los abismos sembrados un poco por todas partes

sobre la superficie del mundo sumergible,

ninguna carne arde con una mayor voluptuosidad de cenit purificador

como ella y la única cuya retirada no sea vana así desconocida invisible en sí misma

en una cama donde su forma y su peso se mezclan graciosamente con la huella despojada de medidas palpables

y la delimitan desde la perspectiva de la firmeza probable en la mordaz esperanza de la balanza

como se enmarañan los cabellos y los nervios

agotada sospecha del paso para reconocer el sendero

ahí va ahora por su propia certeza para aclarar las fugas de sentido

las hierbas duras el plumón de los murciélagos el blanco del huevo bajo el viento

la llamada umbría la cadencia de la seguridad el ensartado de los guijarros en la línea de los sabios

y las garras de las palabras demasiado concretas en la desnuda soledad de su brillo

de todo lo que lo rodea al azar tragón de rígidos troncos

de patas de muebles de las exquisitas finuras del cuero repujado

de tocones de juguetes plantados en tierra sólida

de nubes engastadas con plumas de avestruz sobre las mesetas de las playas

de descansos de flores donde unos reyes endebles se consumen entre gigantes de pólvora

y de repentinos derrumbamientos de los vuelos de grupo en abanicos

se constituyen los detalles de la mujer desconocida insensible

en su volumen constante pero cambiante por el nombre de los objetos que

entran en juego en su estructura o se salen de ella por chaparrones de canciones

según el tiempo y la mirada que arrastran los nichos por la calle

una mujer hecha de pereza de miradas de platino

que se insinúa con todo el peso en las múltiples tasaciones

y solo adquiere con ello un ínfimo placer sin la exactitud de los números

su funda de aire su posible movimiento

ella vive y se mueve y cambia a cada momento sin embargo ni miente ni huye

se viste de noche durante el día y se hace de día mientras los demás duermen

es siempre la misma cuando sale o cuando duerme

su sueño es más vivo aún que los esfuerzos requeridos por los dormidos que estamos para hacerla florecer viva actuando

continuamente deshecha y rehecha como los interrogantes acerca de la realidad exterior al guiño de ojos

ella no sabe mantener su porte en ningún espejo atento a las curvas de los labios enamorados

ella alterna con las horas miserables y se confina en el calor de las colmenas y de los nidos peludos

ella carece de tamaño y cuando se dispersa y participa en el movimiento vibrátil de las pestañas

el día y la noche se mezclan con el vino

ella desaparece en cualquier invisible polvareda que rodea como con un leve sonido lo que resiste al sentido la materia satisfecha

y os mira con ojos burlones perfectamente tiernos y a menudo demasiado crueles

del apacible simulacro de las estaciones llegó su ternura e ironía profunda y dolorosa en el camino

con el que juega al gato y al ratón su apariencia tan presente como ausente tan leve como agresiva descuartizada sin ser compartida

siempre aumentando como una obsesión contemplativa y contagiosa

extendida sobre el infinito número de sonrisas en las comisuras de toda la naturaleza

sobre todas las singularidades de un amor instigador de olas permanentes y múltiples avalanchas

restablecidas las órdenes apresuradas de los hombre en su estricta medida

existe un gran pensamiento en torno a una mujer desconocida

que corre a la deriva una lluvia suspendida

expirando el aliento por falta de tiempo

El camino ensanchado está embarrado de leve espuma de escarchas de seda y , en el triunfo de su perspectiva, da la bienvenida al sastre divino que viaja por la luna llena sobre cojines de ciudades bulliciosas, debido a las luciérnagas.

De vez en cuando, un trozo de sueño crepita en su caída vertical a través del alcohol respirado por los bueyes. Pero como nadie vive en la grieta del sueño, es mejor dejarse llevar por el remo real, en las alegres aguas, que esperar. El divino sastre camina sumido en la brisa, apoyado en ella, con el tintineo de las hojas coronadas, en un despertar perpetuo y reducido a su expresión más simple, al frente de la procesión cuyo grueso constituye y de la que es al mismo tiempo líder. Se libra un combate feroz de arañas entre los eslabones de hierro de una multiplicidad de deseos prisioneros de por vida : esto es lo que arrastra después el sastre divino. Sin embargo, una estrella lo precede y revolotea y se balancea en una caja sorpresa, atrapada en el cristal de las caravanas de nomeolvides. Armadas con torpezas y estímulos, las nubes se ponen también en marcha vestidas con pieles de animales, y en sus huellas las mujeres siguen con fuentes, urnas y mochilas en sus cabezas de setas amortizables. Con el sastre divino se agita toda una población de imágenes, de sentimientos redondeados, de crustáceos líquidos, de envolturas vidriosas de colinas, de bosques de pozos petrolíferos, de princesas adorables, los sombreros están prohibidos, por aquí la salida, con gran esplendor canarios y un millar de surtidos de ferretería desaparecidos como grandes insectos del tamaño de pollos desentierran en favor de averías de viento y absorben su ruido y corrompen su uso. Y acompañado por las charangas de la tropa invisible de las briznas de días, que van desde el más pequeño al más grande olvido del tiempo, respirando distraidamente para gloria de la arcilla, del yeso, del carbón, del cáñamo y del heno, el sastre divino dejaba desarrollarse a su alrededor – es decir en sí mismo que en este caso veía personificado en las miradas, el amor y las buenas intenciones de las que se sentía rodeado- unas sutiles leyendas basadas ya en retruécanos, ya en grandes hechos, con los que las mismas palabras solo mantenían unas mínimas relaciones, mientras era difícil alcanzar los profundos núcleos enterrados en la secreta paja de su significado. En lugar de confiar en la idea, después de todo reconfortante, puesto que conocida, de una angustia quejándose en sus oídos, al compás, el sastre divino se unía en persona a las breves cabalgatas de los ecos vencidos que le perseguían con sus talones sonando, prefiriendo con esto incorporarlas a continuación y procurarse a buen precio prestigiosas celebraciones. Mil cabezas disfrazadas con dientes de sierra aparecían en las claraboyas de los escarabajos. El convoy avanzaba, desdeñoso y alegre, enriqueciéndose por las nuevas sectas de tesoros captadas en la raíz del sexo mediante un entrenamiento visual y guerrero debido a la práctica de trapicheos callejeros.

Pero también había lluvias quietas en la sombra enferma y dramas nacarados, lodos de albúmina, copos de nebulosas extendidas sobre heridas de espejo. Eran unos rastreadores que escapaban entre los dedos y fluían como una mañana de zumo de naranja – aunque se hizo de noche – unos banquetes de tejados entre los oblicuos maullidos de las persianas. Una amplia sonrisa perdía pie en el cabello espasmódico del camino. No eran tanto las alambradas que resistían la tos, enjaezada de confianza, de llamadas a la existencia, sino los campos desplumados deslizándose sobre muletas preocupantes, batían sus alas y se degollaban en la boca del sastre divino. La debacle de los galopes envolvía la jactancia de las novias. Sin miramientos por los juegos de palabras posibles, el cortejo se movía con el sol apagado, en el centro, arropado en mantas opacas y transportado sobre una camilla.

Frescura de los sentimientos incipientes, pienso en la movilidad de las pruebas que te precipitan, cuando se trata de sacar a la luz un viejo sueño, en la nada cristalina. Pienso en la desolación de una imagen que no consigue formularse en su totalidad palpable. Pienso en las consecuencias imprevisibles que los hechos más pequeños pueden tener sobre la invasión de la naturaleza por facetas mortales. Pienso en la angustia que se cierne sobre una pequeña isla polinesia donde, hace cincuenta años, bullía una vida floreciente. Se llamaba Atoua, su población era densa y nada había perturbado aún su paz, cuando en 1804 un barco que enarbolaba la bandera rusa, el Potemkin, que tenía como misión completar la vuelta al mundo, echó el ancla en sus aguas. El capitán estimaba en 2.000 el número de sus habitantes. Establecidos en valles fértiles que bañaban corrientes rápidas, disfrutaban de la rica vegetación justamente famosa en millas a la redonda. Al descender a tierra, el capitán regaló al jefe de la tribu un par de cabras, animales desconocidos en la isla. Y el jefe se apresuró a declararlas tabú. A partir de entonces, las cabras vagaban libremente y se reproducían, temidas y respetadas por la población dócil. Se alimentaban de plantas y hierbas y su número aumentó en tal proporción que una vez escaso su alimento, diezmaron las plantaciones de los habitantes. Estos, al no poder infringir el tabú ni defenderse contra esta plaga, se vieron poco a poco privados de sus medios de supervivencia. Como consecuencia su número comenzó a disminuir. Llegó el momento en que nada podía detener el declive de estas gentes ni la multiplicación de las cabras. Y como pronto también a ellas comenzó a faltarles el alimento, las cabras arremetieron contra las cortezas y las raíces de los árboles. Los árboles morían, la devastación de los bosques provocó la sequía, los manantiales se secaron, los ríos desaparecieron, la población de Atoua se extinguía. Entonces, perecieron a su vez las cabras. La tierra seca, como las raíces ya no se adherían a las piedras, también sueltas, fue arrastrada gradualmente por el viento, las rocas quedaron a la intemperie. En el lecho vacío de los ríos yacen enormes bloques de piedra que, antaño, habían sido arrastrados por las aguas torrenciales. Esta es la historia de Atoua. Se dice que la frívola felicidad de dos cabras llevaba anejo el destino de una muerte masiva. En los mares del sur, los viajeros todavía muestran con terror, desde lejos, las crestas negruzcas y las laderas polvorientas de Atoua, la desoladora consecuencia desolador, debido a una lógica rigurosa, de una fatalidad condicionada por el hombre, mediante el poder destructivo del que dispone sin saberlo

Así, a la inversa, llegamos a construir una oportunidad implorada, una palanca que pone en marcha el disfrute concreto de una vida magnífica engendrada del polvo. Los momentos más graves de tristeza en lo sucesivo son portadores de semillas imperecederas destinadas a su destrucción; el sastre divino solo tenía la oportunidad de resaltar estos gérmenes a la luz del poderoso principio de la mujer desconocida que se movía dentro de él según el sentido de deslumbrantes precisiones para eliminar el miserable conjunto de excrementos que había forjado un sistema mundial cruel. Pero, teniendo en cuenta la coherencia de este sistema y aquella de la que dependía físicamente, ¿no podría ya creerse con derecho a hermanar su existencia con la existencia de la mujer amada? Las catástrofes ferroviarias nos enseñan ampliamente acerca de la validez del problema que el divino sastre no dejaba de plantearse. ¿No decimos que la vida en la tierra se debe al encuentro feliz pero accidental del carbono con un grupo de átomos dispuestos de una manera concreta? Así se muestra la noche, aparta sus asusntos del camino del conocimiento como el día compromete a los suyos en el de la oscuridad.

FIN DEL HAMBRE

Era una noche gigantesca de sangre fría y depósitos. A pesar de sus malversaciones, la realidad del mundo exterior fracasaba en sus intentos de llenar el inmenso agujero de aire que se abría en cada ser y que cada ser a su vez cavaba asiduamente a su alrededor. Preámbulo sinuoso, ¡cuántos cedazos no se han contraído alrededor de los corros de niños destinados a la masacre! ¿A qué altura del olvido, a qué profundidad de la memoria fueron atribuidas las preguntas colocadas a bocajarro sobre la mesa como tantas diversiones en una escala ascendente? ¡Barred, barred, arrebatos afónicos nocturnos, los restos de estos maleficios de plancton! Son pobres desechos de rocío como estas excitaciones humanas apenas potables, estas excreciones de aseos públicos. ¿Acaso no existe ya ojo para expresar alguna duda, ni oído para hacer detener esta espectacular actividad de frustración? Afortunadamente, la noche cierra el ojo y tapa el oído (digo tapa el oído y no escucha el ojo o ve la nariz), mientras que otros ojos, más brillantes e imperativos, unos ojos de mirada ácida, se abren por la noche que les lleva una luz más solemne y favorable y que nuevos oídos, más frescos que las rocas sedentarias, más rápidos para percibir la época de labranza, no temen la soledad ni el estrado judicial, los datos suntuosos de sus tratos ilegales.

Noche sangrienta, noche debatida en chozas transparentes, noche amarilla, noche pesada, el hombre te somete humildemente a su amplio miedo y a través de tu obstinación, recupera su luz y su sed. Tú acabas con su salpicadura incontinente en las ideas fijas externas a la bayadera que es la naturaleza soleada. Su angustia sucumbe por haberse esforzado tanto en el clímax de un deseo inmutable de amar y ser amado. Su pasión se fragmenta tan pronto como, proyectada en los guijarros y los lechos de los ríos, se olvida de ponerle un objeto definido bajo el diente.

En el conjunto de miembros tomado en vivo de las parcelas nocturnas, en la amplia coagulación de sus caracteres negativos, todavía debemos ver un pacto que el hombre concluyó con lo que se encuentra en un estado diferente y defectuoso sobre la capa interna que duplica su pared. Se instaura como heredero de estas fuerzas cuando se expresa, mediante el más mínimo ruido en la paja de los arrullos agresivos y los pánicos rotos, una viva suposición de lo que sucedería si el hombre no tropezara con barreras estrechas, cuando por la noche así expresada por sus deseos, somete su ley carnívora.

Durante una noche de esta magnitud el sastre divino decidió irrumpir en un pabellón vacío de los suburbios, una de esas estaciones desvaídas donde los hongos esbozan salidas y llegadas simuladas en horas flácidas, calculadas según la discreción de los colores medio muertos de insectos andrajosos. La obstinación de los ladrones para culpar de sus costumbres rastreras a los espacios de los círculos de memoria y a las precauciones que deben tomar para no ser descubiertos son muy pocas cosas en comparación con el magma de los miedos donde se debate un ser que, al igual que el sastre divino, se envuelve de múltiples razones para huir de la presencia de los hombres, sobre todo porque el robo no es motivo de intrusión, sino una ansiedad que busca en el riesgo y la curiosidad un calmante similar a la idea de suicidio.

Sin embargo, el polvo grasiento, casi viscoso, que se extendía sobre las superficies horizontales de lo que todavía parecía ofrecer una igualdad de condiciones con los requisitos humanos, demostraba de entrada, tranquilizando al sastre divino, que la casa estaba deshabitada hace mucho tiempo. Se encontró en uno de estos salones ricos y repugnantes, amueblado según el gusto de las generaciones estruendosas hacia el que, automáticamente, uno experimenta la aversión de un sistema paternal violento que, este asco en forma benigna, provoca una risa medio burlona y semi-indulgente, y tanto más cruel que se pretende signo de una superioridad innegable. Alrededor de una mesa, cuatro sillas acolchadas atestiguaban la invariabilidad de los hábitos cardinales de vivir en círculo, frente al recuerdo de un fuego central. Se repetía una tapicería con motivos de arbustos, adornando las sombras asustadas y tambaleantes debido al vértigo y a la efusión de sentimientos.

«Vamos», le dijo una voz engañosa, separada de la oscuridad como de una espiga del camino y el tono incitante, protector en la comisura de los labios, de esa palabra, parecía tomarlo de la mano y guiarlo. Deambularon juntos por habitaciones y pasillos, enganchados al crujido de poleas lentas, por zanjas cuya pendientes repentinas resonaban al paso resbaladizo de las desapariciones de cocodrilos. Unos ruidos de martillos y jabalinas en las barandillas, frenos y estribos, confundían el fuerte vapor donde se escondía la avería en pleno, una jauría de cascotes de cantera cubría estos lugares disfrazados de campos abiertos. Unos ejes rotos juntaban la miseria de las ropas abandonadas de los deshollinadores, unos talones aplastados de botines infamantes yacían en el barro reseco, hubiéramos dicho que gallineros y carros recorrían a zancadas el camino desolado donde unos ecos de crímenes murmuraban sus relevos entre calabazas, alargando la voz protectora cuyo espíritu inmediato y la dulzura condujo al caballero con insomnio a una estrecha y fría habitación como la juventud de una esperanza o como la intimidad insinuante de una transparencia incomparable. Ella le pareció tallada en un diamante con mil cristales y unas flautas infinitamente pequeñas disponían de glóbulos de aire alrededor de los muebles que él apenas distinguía a través de la suave música.

Estas son las palabras que se precipitaban en una deslumbrante fantasía a la salida de la cueva de la que el divino sastre acalró el excedente de cerámica y restauró el vino peleón (sin duda, el espasmo que irradiaba de una postración contenida durante mucho tiempo haya tenido mucho que ver con la presencia de tubos

de las cuatro sillas arrodilladas

de las cuatro sillas tamborileadas

de las cuatro puntas de los alfileteros

de los penachos de plumas aulladores

en los perros diseminados por roncos valles);

“Marfileña ternura sacudida de las endrinas, rompiendo en espuma de los páramos, del zodiaco de tus ojos y de las sonrisas que depositan allí su ceniza, agridulce, alada por insignificancia verbal y por su amarga escarcha, oh encantadora y tranquila, yo te reconocía tan altiva como pueril y hermosa que no puede extinguirse con el alejamiento del mundo, separando a las criadas con voluptuosas trenzas que proclaman en lo alto de las torres los extraños nimbos y arrojan por encima los crisoles del amanecer hacia los puntos cenitales zumbidos enemigos, suave y tranquilo, pude acariciar la espléndida palma de tu presencia y hacer relucir en su hueco el azogue de los estragos del tiempo, después de que la esperanza desoxidó las profundidades de sus ojos infantiles para poner rumbo a la concepción frágil de un universo vivíparo hasta la soledad tangente a la mía cuyos párpados cerré y cristalicé la impresión.

Presencia imperturbable en la carne de recién nacido de las anémonas injertada como la apariencia de un oasis más allá de las lluvias de verano, obsesivo huerto de cabestros saturado por el invento de nuevas catalepsias lunares, donde unos mensajeros compuestos únicamente de aire marino y destellos de nieve emprenden su galope ceniciento en una profusión de viento y de salpicaduras de crines en las proximidades de las cascadas, hacia una muñeca con diademas incluida en el lote de mijo, me enredo cuerpo y mirada en la costumbre de caricias en los alrededores floridos de tus costados, en menos tiempo del que es necesario para imitarlos, el palmeral resopla en el la garganta del ciego y en los gabanes colgados mediante migrañas de seda, una noche succionada en los ojos de los relámpagos, descubrí la dirección del valle cuya sombra era atravesada de principio a fin como un canal de voz y un rociador de nervaciones, oh, incandescente, por ahí encontré tu luz en la palabra que no habla y en la constancia del deseo.

Reverberada por la somnolencia, perpetuada en las faldas de un sol mestizo, por enjambres de vocales enredadas con las fuerzas torrenciales del pozo, lánguida humareda, ramaje cristalino, oh, conmovedora y querida, querida por encima de los taludes de rastrojos y de las obras abandonadas por mí en manadas en desbandada, en su maldita obstinación, evidente desplegada en mi alma que cambió la siesta milenaria de una naturaleza que vive codo a codo con saqueos y acantilados por una jubilación de teclado bosquejado sobre escalones de palomas, cuando se amontonan las espuelas con muy poca seguridad en palabras y aclaran la angustia, cuando sin dejarse matar por el esqueleto viperino de este colapso humano, oh claro girasol, tu disipas la sombra superflua cuyo desconcierto rocosa charlatanería de los bajos fondos de nieve se preocupa en mostrarnos las garras y cuando los últimos ruidos de pico que riegan la muerte de la tapia se desvanecen como huecos de escalera, sucumbiendo al desmoronamiento de las luces y se hunden en la arcilla, tú te alzas con el timbre maravilloso de un tañido de campana lejano, lejano, en los establos enanos que protegen allí las axilas de los robles y te colocas en las guaridas fantasmas de los meteoritos, mientras pequeños bolsillos transformables por las intensidades de las miradas rebosan en los huecos palpitantes de los pulmones de colibrís; son ramos muy finos de violetas lanzados a granel sobre un techo de paño, unos ramos de ojos enjaezados y completamente perdidos y ansiosos, así te veo distante con signos concretos de conocimiento, distante al regreso del amor, distante asombrada por la noche y lista para reír dando por concluido el pacto de no abandonarnos nunca, entre los cristalinos y puros osados de este mundo ”.

Mientras cálidas lágrimas fluían a lo largo del tiempo por los troncos que a primera vista perdían su orgullo inicial, la pesada cabeza de la embriaguez descubierta y el contrapeso del corazón magullado, el sastre divino se dejaba llevar por una decepción que se confundía con la estancia de las sirenas con voz floreciente. Y, después de que las flores se hubieran esparcido por los absurdos paseos, una hermosa mañana del mes de marzo, lo descubrimos tumbado en un arbusto, sus ramas abrazando a otras ramas y entremezclándose, en la confusión de las hojas, con los desperdicios de lanzas en un campo de remolachas, entre botellas vacías y conchas sin gloria. A su lado yacía, como un movimiento de relojería que sin embargo no lo era, un paquete extraño cuidadosamente atado, indefinible en todos los aspectos, un objeto insignificante e indeseable, que contenía el próximo sueño.

EL SUEÑO DE LA HUMANIDAD TIENE RAMAS

Un fenómeno contagioso que no debía ser una enfermedad ni siquiera un malentendido se apoderó repentinamente de la corteza del globo terráqueo. No podía ser una epidemia como se creyó al principio; la unanimidad que caracterizaba esta acción constituía más bien una etapa en la desvalida evolución de la humanidad. Desde entonces, ésta presentó los mismos síntomas que los que habían cambiado la carrera del sastre divino en una serie indescifrable de litigios y demandas que iban desde la ternura suprema hasta la persecución y las obstrucciones no tardaron en suceder a escala grandiosa de plagas universales. Pronto jóvenes bosques comenzaron a caminar por charcos y manchas, en multitudes o familias, en trombas o en filas escolares. Caminantes solitarios en parques móviles o fijos se entregaban a ensoñaciones ramificadas. Cualesquiera que fuesen los ajustes sucesivos de la vida material y psíquica a la naturaleza ambiental, durante esta lenta transformación de las formas de la humanidad, nadie se sentía capaz de reunir, en un solo ramillete, sus trucos y detalles. Debe admitirse que el ingenio de la gente aumentó y se enfrentó a las nuevas necesidades con una agudeza que, tras los primeros momentos de estupor, natural por otra parte, hizo honor al carácter ramificado. No es que profesores malhumorados y semi-eruditos hubieran propuesto medios brutales para eliminar las ramas, o que antiguos sabios que temían por su paz o por el fin de su deprimente vida, hubieran intentado, por loco que pudiese parecer, buscar en laboratorios obsoletos, sin gran resultado, hemos de confesarlo, virus mortales contra las ramas u otras fórmulas de destrucción. Pero la sabiduría popular finalmente prevaleció y los silenció de forma definitiva. Especialmente los jóvenes, que ya habían podido apreciar el resultado de la adaptación de la vida cotidiana a su estado contra el cual ya no se formulaba crítica ni obstrucción y para quienes las historias del pasado no ramificado pertenecían al terreno del mito, acusaban con descaro a los viejos de pudrirse dócilmente en su oro, en la costumbre que habían adquirido de vivir pobremente, sin ramas, y maldecían la oposición tradicional que estos últimos aportaban a cualquier idea de progreso material y de perfeccionamiento moral, en correlación con el debilitamiento de su potencia sexual. Sus viejos temores, aún no suficientemente separados de la muerte y, en una palabra, su manera lógica de escaparse del mundo como objeto apestado de, constituían un estigma de una especie particularmente degradante. Debe admitirse que, si se pudiera descubrir un virus que destruyera radicalmente los brotes y los árboles con troncos humanos, no habría ninguna garantía para la protección de los árboles fijos y para que el destino de todo el ámbito de la botánica no estuviese involucrado.

Sistemáticamente, habíamos procedido a la ampliación de las puertas y al estiramiento de las camas, al estudio de nuevos medios de locomoción y al de la desaceleración de los movimientos homologados ante unos deseos inmediatos, los de las relaciones entre paciencia e impaciencia estaban subordinados a las soluciones morales impuestas por la discordancia de las necesidades humanas y vegetales que, sin embargo, estaban forzadas a una íntima colaboración. Las ventajas de la nueva vida sobre la antigua ya sólo se discutían en las madrigueras de profesores y éstos habían ocupado el lugar despreciable, metódicamente sujeto a la compasión fingida y a la impronta de la melancolía y de la tolerancia, de las minorías de analfabetos y de las sociedades de antaño.

Era en sumo grado instructivo y casi doloroso constatar cuánto se había descuidado el bienestar de los árboles, tanto que no estaban íntimamente adaptados a la naturaleza de los hombres. Porque ahora, los efectos de las sequías estaban social y científicamente controlados por duchas públicas, mientras nada era más frecuente que encontrarse con alegres grupos de hombres con ramas que, con la ayuda de un sistema de globos equipados con acequias y tuberías, protegían su vistoso atuendo de las excesivamente generosas lluvias. El egoísmo de los hombres no solo actuaba en caso de sequía contra el de las plantas (los árboles, al extraer de los hombres la savia que necesitaban, los exponían a la desmineralización más feroz), sino que el exceso de humedad provocaba también unas desventajas de las cuales la menor era la dificultad para que las mujeres mantuvieran su maquillaje y, lo más común, una especie de bronceado general de la piel que la hacía en gran medida impracticable para las caricias que merecía. Sin embargo, se lograba algo de justicia en el reparto climático gracias al éxodo organizado de suficiente cantidad de individuos de las aglomeraciones que atraían la lluvia a las regiones menos favorecidas.

Pocas lecciones aparecen en el torbellino del pensamiento, tan conmovedoras y desnudas como las proporcionadas por la historia de Atoua. Caen granizadas de dientes, recuerdos de sed de lluvias, anemias y dictaduras, con que impermeabilizar la imaginación de las velas. Sin embargo, no es cuestión de que a partir de un ejemplo, por triste que sea su recorrido a través de los fantasmas personales, se deduzca una decepción permanente. También los hombres con ramas tenían cuidado, en el campo, de usar redes portátiles para protegerse contra cabras, liebres y otros roedores circunstanciales, y no era raro, en países tropicales, que unos monos poco prudentes cogiesen sus hojas para divertir a los bebés. Aunque ciertas frutas debían ser protegidas contra la invasión de gusanos usando ungüentos y polvos, las avellanas y las nueces a menudo caían presas de las ardillas, de su ansia de mordisqueo, lo mismo que en etapas anteriores a la maduración de los frutos, unos movimientos bruscos causaban su caída prematura. Las reacciones nerviosas de los hombres tuvieron que suavizarse con cinturones maleables. De ahí, nuevas formas de caminar por pendientes y con muletas, donde la gracia de los gestos iba de la mano con la necesidad dictada por el interés y la práctica cotidianas.

Pero, en la atmósfera de costumbres atribuidas a las distintas formas de vida, los sentimientos que fluyen de ellas y las llenan equivalen a las sutilezas de perfumes imperceptibles para nuestros órganos, como la luz ultravioleta lo es siempre para el ojo humano. Sus peculiaridades languidecían sobre los nimbos estancados que exhalan las etapas salvajes de las que el hombre, después de haberles atribuido el valor escultórico de los accidentes (como una película que los hubiera congelado en el mismo momento en que ocurrían), constituye base para la coartada. Él siempre saca de allí según su conveniencia, de acuerdo con su memoria, material suficiente para la formación de nuevos sentimientos.

¿Nos imaginamos acaso las maravillosas formas que adoptaba el amor, cuando las ramas del amante se enredaban con las ramas de la amada hacían crepitar, bajo un cielo puro de primavera, un cielo aún más puro, abierto a la transparencia de las canciones y de las caricias? Nacía una sensibilidad de hoja a hoja, perceptible solo por otras hojas y ramas, sin mencionar el desarrollo que habían experimentado los simples sentidos epidérmicos. Una sensibilidad de base, no superpuesta, sino yuxtapuesta a los sentidos conocidos, extendida en diferentes grados de actualidad, aumentaba la vida erótica con tantos elementos nuevos y con tal intensidad que el grado de perfección de los atributos salvajes era más o menos superado. El sabor exquisitamente afrodisíaco, mediante el cual se establecía la nueva mentalidad en el sabor inicial y sin lápiz de labios, por medio de la imaginación o la perversidad, el sabor exquisitamente afrodisíaco que podía adquirir una cereza al haber crecido en el cuerpo de la amada, cuando uno mismo la elige para comerla con una intención de provocación delirante y de apaciguamiento momentáneo ayudado por un deseo pseudocaníbal, entonces la alegría y la satisfacción de una aprehensión convertida en medida común. despiertan un sentimiento de angustia que por su variedad y multiplicidad alcanza lo trágico universal. Como además de los elementos representativos de la belleza de los ojos, de los senos, de los labios o de la piel, como existían en los tiempos pre-ramificados en la jerarquía que cada individuo establecía y que, de acuerdo con las nuevas circunstancias, modificaba lo mejor de sus intereses, pudiera ocurrir, no es de extrañar, una sublimación de sus gustos y su asentamiento en una relación constante de oferta y demanda. Pero como aparte de esta belleza existiesen principios insospechados, relacionados conjuntamente con la vida sexual, de todos modos más directamente que aquellos basados en el placer de una taza de té o en la lectura de un anuncio, caracteres que se agregan a las formas propiamente humanas, de ahí deriva un crecimiento en la vida de los sentimientos, aunque solo sea por deducción simple, que puedo prescindir de enumerar todas sus expectativas. Y por no salir del caso concreto de la recogida de la cereza, ¿podemos imaginarnos lo que significa para los humanos el papel desempeñado por la calidad, la consistencia, el color, la precocidad de su estado de crecimiento, el sabor, el lustre, el tamaño, la forma ligeramente agrietada y vuelta a soldar por medios de suavidad desconocida para nuestras capacidades de pulimentado manual o mecánico, el valor carnal de la humedad constante, empapada, a penas líquida, esa transición de los labios al paladar y la frescura ligeramente ácida en sí misma, la brisa de una noche de primer encuentro, todo esto multiplicado hasta el infinito por una imagen de amor mediante repetición incesante, continua de las cosas que queremos hacer durar no ampliando tiempo y esperanza, sino conservando en cada acto su integridad limitada dentro de estrictos muros de capacidad y vigor? Basta pensar en los estados preparatorios, en las flores, por ejemplo, en la fuerza de atracción desarrollada según su estado amado y esperado, intencionado y atento, a los cálculos de clorofila, a los obstáculos de las aves, al exhibicionismo ejerciendo su acción solamente a capricho de algunos de estos estados, en las intervenciones quirúrgicas y de jardinería con miras a la conservación, al desarrollo de la belleza plástica o imitativa de las formas, a las mejoras de las mismas por medios correctivos o educativos, lavados y peinados, no me detengo en ello, basta pensar en las variedades de encuentros por afinidades o divergencias o de las que resultan de un enganchón accidental de ramas en una calle estrecha o por inadvertencia – que solo consideramos el caso principal del amor a primera vista bajo su aspecto sentimental y bajo el de la vida eléctrica – en encuentros que tropiezan con los hábitos sociales, en los noviazgos insólitos entre naturalezas de apariencia intransigente y tendremos una imagen aproximada de una vida bulliciosa y nunca con dolor de encontrar el transcurso adecuado de su dignidad y de su conocimiento.

Ni siquiera intento demostrar lo que la vida puede, en estas circunstancias, presentar de combinaciones matemáticas : uniones libres, adulterios, emancipaciones premeditadas, diferencias de edad, selecciones por perversiones habituales, temperamentos desaparecidos, temblores de caracteres, dramas nublados, peleas domésticas, picores de esporas o virtudes como obstáculos. Estoy hablando de multiplicación ilimitada. Se trata de una amplificación de nuevas posibilidades. Y del sufrimiento y el dolor involucrados en la comida. Y del sufrimiento de hojas y frutos y del dolor de ramas y tallos. Y del dolor de hombres y mujeres por quienes habrá tomado prestada la forma crepuscular de esta pseudo-diferencia, cuyos caprichos por sí solos habrían motivado las transformaciones de la mente abierto el apetito de superioridad. Entre la física y la moral, había suficiente espacio para un dolor intermedio destinado a talas ardientes y podadores de ramas. Los caracteres psíquicos se trasladaban a unas periferias vegetales, cuya sensibilidad aumentaba en proporción a la pérdida de las virtudes animales. Y una inteligencia de flor a flor, de rama en rama, de cadera a cadera y de fruta a fruta nacía en centros de localización de los que solo percibíamos sonidos de ecos lejanos, porque las leyes vegetales, a pesar de todo, solo se expresaban en su propio material según una conciencia cuyo elemento esencial aún escapa a los hombres que, durante mucho tiempo, habían olvidado el suyo y confirma las voluntades de autonomía de la naturaleza que el hombre, que está profundamente separado de ella, considerará siempre como un insulto perpetuo a su deseo de acaparar todo.

ACERCA DE LAS FORMAS EN LA NATURALEZA Y DE LA MÍMICA DE LOS SUEÑOS

Asi, mediante el poder de los contrarios se establecía gradualmente un compromiso de comercio de contrabando, una especie de charlatanería orgánica, una simbiosis con caracteres maníacos agudos, una atmósfera de adulación entre el hombre y los recursos vegetales que la naturaleza le había depositado, por así decirlo, entre las manos.

Mientras que los cocientes de insinuación de los órdenes naturales se desarrollaban prodigiosamente según unas aspiraciones mal conocidas, los fenómenos miméticos habían tomado fuerza de la ley. Métodos de educación, de aprendizaje, de masaje, de acabado, de inoculaciones mentales, de influencia química por medios de ocultación, de pérdida de expresividad facial, de saqueos colorantes y capsulares, de precocidades teatrales que conciernen a los gestos coreográficos de frutos, al relacionarse con el movimiento de las lianas, bajo las diferentes iluminaciones de la pasión, colaboraban, enfatizando todos tanto en los dominios morales como físicos los innumerables rostros que adoptaba la naturaleza humana para superarse, aunque solo fuese provisionalmente, con los moldes inventariados de los reinos presentes de los que ella se consideraba como ente, instrumento y verdugo. Se excedía amasando, batiendo y triturando sus envoltorios foliculares, cuyo número, al analizarse, resultaba tan insondable como la profundidad en la que se escondían huevos de todos los tamaños. Detrás de ellos, bajo el peso del embalaje, del empaquetado y etiquetado, de los gastos generales y de manipulación, difícilmente podía reconocerse esta regla de que hubiera sido conveniente grabar en al mismo blanco del ojo para que siempre estuviese presente en la mente del hombre: nada es inmutable igual que nada es desinteresado.

Pero, inasequibles al sentido cotidiano, se envenenaban las relaciones internas entre los mundos dispares. Estas transformaciones de superficie orgánica arrastraban a la vez al género humano y a su constitución moral hacia experiencias cuyo el resultado final solo podía lograrse mediante un debilitamiento externo de los caracteres humanos que, al mismo tiempo, se presentaba como un aumento de las riquezas básicas.

Graves y amplias en sus repercusiones son las directivas que los clanes de mimetismo imprimen a las formaciones naturales, a las correspondencias de sus aspectos y al parentesco de sus contenidos, mediante un espíritu de equipo y camaradería, cuyas leyes de persuasión y progresión son al menos tan entrañables en el reino de la amistad como las de destrucción lo son en cuanto a la lucha por la existencia.

Una adoración ciega por la mujer no pone en cabeza de la estrella la franquicia de inicio, sino más bien es un paciente trabajo de sumas y restas, que tiene, como unidades, representaciones ideales adaptables unidas con todas las facultades, por sus posibilidades miméticas, lo que determina en un plano único, por preconcebido, el encuentro amoroso de dos seres.

Desde la elaboración de la imagen poética mediante la identificación del poeta con el objeto u objetos diferentes entre ellos, hasta la imitación psíquica según movimientos de memoria y atavismo que confunden a las supervivencias sociales o eróticas; desde la ruptura y desde la transferencia de las formas en el tiempo y el espacio (que están en el origen de las cosmogonías, de la cristalografía y del principio de simetría) a las funciones emocionales que producen descargas repentinas de colores; de los derrames radiales y circulares de estructuras a las semejanzas desarrolladas a través de colonias parasitarias, la red de relaciones universales demuestra que lo más pequeño participa íntimamente en el todo y viceversa. Sin embargo, cuantiosas y matizadas escalas de esclavitudes y sumisiones podrían vincular con mayor razón las apariencias actuales de las cosas con unos eslabones perdidos engullidos en la arcilla del tiempo. Estas apariencias se reproducen indefinidamente, no siempre como un reflejo perfecto, sino que la mayoría de las veces se ven borrosas a través de un vapor opalescente. Siguen esa ley estadística de la simetría que pretende que las partes componentes estén contenidas en marcos de límites máximos, donde el predominio, por débil que fuese, de una de estas partes sobre la otra, hace inclinar en el campo de las probabilidades hormonales el feto mitad hombre y mitad mujer hacia su determinación definitiva y la fijación de su género. Es decir, al principio indeterminado, el fenómeno mimético se define en el transcurso del camino en la dirección que debe seguir hasta el cisma, sin, no obstante, ocultar con una identidad inicial el impulso asaltado por dudosos auspicios.

Uno estaría tentado a creer que la mayoría de las formas existentes cuyo doble no encontramos, se relacionan con elementos de reproducción o de impresión desaparecidos, pero esto invadiría el dominio de las hemorragias y las parálisis de los mecanismos naturales que, por no ser identificables con las organizaciones cooperativas de las células vivas, no menos sistematizan su engaño hasta elevarlo a la altura de un dogma. Sin embargo, una incesante evocación de las formas de la naturaleza entre sí por caracteres que podemos percibir – y de los que hemos de suponer que una parte no entra bajo el control de nuestros sentidos – requiere ampliar el alcance de esta especie de esnobismo mimético más allá de las necesidades de protección de los seres vivos. El significado excesivamente elegante que se le asigna como un instrumento de astucia y rapacidad solo tiene explicación cuando uno quiera prestar a su orden la autoridad invisible de alguna varita mágica : aparte de la imitación formal de colores y estructuras, mediante constelaciones estáticas y retrospectivas, existe una imitación funcional, por patrón de movimientos y valores dominantes, a la cual, en primer lugar, deberíamos asimilar la formación de los símbolos subconscientes de la vida psíquica en general y sexual en particular, con efecto retroactivo, expresándose mediante representaciones ilustrativas. ¿En qué medida el mimetismo formal está subordinado a este mimetismo funcional? Sabemos que una amplia comunidad de intereses espirituales da a los amantes un aire de parentesco mientras que, por el contrario, el amor no podría ser producto de una semejanza física. Sabemos que los gestos y las expresiones del linaje de los antepasados se contagian en las de los niños, que ésto se imbrica con esa fuerza de adaptación al medio que intenta que los blancos se vuelvan negros ante la cercanía de estos últimos, sometidos durante siglos hasta el punto de transformar sus caracteres antropológicos y que los rudos montañeses, por toda la fuerza de su ser, comiencen a parecerse a jabalíes, gallos o rocas e incluso a las aguas tranquilas bajo los cielos más penetrantes de las cumbres. Así mismo, no hay nada fortuito en que encontremos en la fisonomía de las personas rasgos característicos de sus formas de pensar y sentir.

En caso de cristalización de esta especie peligrosa, a una iniciativa feroz tomada inesperadamente contra el sastre divino, debemos atribuir el crecimiento general de las ramas que acabó poniendo fin a una fase menospreciada de la agitación humana. Una contraseña embrionaria que mancha de aceite está en el origen de los chaparrones de descuido y se basa en una confusión de pasto.

Pero volviendo a nuestras ovejas: ¡cuántos subterfugios en la armonía de las alcaparras!

También existían, ¡ay! crímenes y mezquindades, robos de frutas y compañías de seguros, daños saludables y tráficos de pentaedros. En cuanto al ganado grande, mostraba su angustiosa desnudez y el paisaje en constante movimiento hacía su movilidad tan inútil que parecía indecente. Las aves vivían en compañía de las ramas y ya no se asustaban por sacudidas, golpes, ni por las oleadas de ruidos que derramaban sobre ellos su cantinela rebelde. Anidaban allí como los vagabundos que colgaban de las ramas los cobardes rudimentos de un zoológico de rosetones y como los comerciantes ambulantes que usaban tenderetes vivos para desollar de sus suculentas baratijas las paradas de luces. Su inteligencia llegaba lo suficientemente lejos como para llevarse bien con las ramas familiares, y el consumo de frutas les estaba permitido en la justa medida en que los estados de ánimo de los desastres fuesen compensados por la generosidad de los propietarios responsables. Cultivábamos este adorno chillón y aclimatábamos especies cómicas. Que las productoras ramas frutales hayan sido, en general, más apreciadas que las otras debido a la belleza y riqueza de su cosecha, eso es obvio, pero no está necesariamente relacionado con la idea de posesión. Incluso se puede imaginar fácilmente que a partir de ciertas formas sociales superadas, las improductivas hayan podido alcanzar una mayor consideración en la escala del desarrollo humano y, subsidiariamente, de su situación moral. El papel social de los injertos en algunos regímenes liberales, su rigurosa regulación en otros, los grupos compartidos de acuerdo con las especies de árboles, las revueltas, los movimientos místicos que arrastran a catástrofes vegetales colectivas, las obstinaciones en la vía masoquista, los lamentables errores, los bailes populares, las dificultades puramente físicas de reconciliación y aquellas, metafóricas, de las caricias, los conflictos entre el amor vegetal y animal, las atracciones y repulsiones asociadas alternativamente, los efectos del mal tiempo, la música de austeras multitudes de ventiladores y espasmos, la sombra constante y los excesos de voluptuosidades mezcladas, los jugos de hombres exprimidos, los travestis de mentas rizadas y las picardías del agua, las casitas de pájaros que comprometen el destino de la humanidad apasionada en unas balleneras con grietas, las pústulas y los halcones, los intrínsecos y los destripados, los comedores de ensaladas, los roedores de raíces se aprovechan de los niños y todo lo que todavía se enreda alrededor de los sarmientos vides y las enmarañadas veleidades de lo posible, toda la gama de resistencias y oscurecimientos, se había trasladado a la nueva escala de la vida. Y aunque la dignidad humana hubiese validado sus puntos de referencia exactos con la ayuda del orgullo botánico y de las reticencias celulares, los métodos inconscientes de obstrucción recuperaron su dimensión de épocas anteriores. La muerte había adquirido nuevas proporciones, porque las enfermedades de las ramas y las de los hombres, las muertes respectivas solo coincidían en los casos de comunión total y ésta era función del futuro. El movimiento constante, pero específico para cada proyecto, del que se aprovechaban las personalidades cortadas de manera regular, hacía casi imposible un encuentro deliberado durante su permanencia en la tierra. De las supervivencias de una vida sobre la otra, a pesar de las amputaciones nupciales de la conciencia, había nacido una atenuación del miedo a la muerte, como satisfacción de los deseos. El retorno al útero materno se duplicaba, al descargarse parcialmente en las responsabilidades participantes. Y, habiendo perdido el sentido completo de esta blanda comnodidad del dichoso y cálido acurrucamiento en las húmedas profundidades vaginales y lloronas de los eclipses (las dificultades materiales hechas imaginativas, punzantes, estaban allí en gran parte), unos deseos a menudo se refugiaban en representaciones rústicas de tierras de cultivo, serpientes e insectos de sangre fría.

ERRRORES Y CONFUSIONES

Hay una ciudad borrada por el mar, un hombre inteligible y, mientras cavan, derogadas sus normas. Hay una sombra ofensiva que bordea los rieles de un tren de campaña. Unas joyas desfiguradas cuelgan del pecho de una criatura obtenida mediante el negativo de imágenes reflexionadas. Y de todos los deseos expresados ​​para que las donaciones en especie pudieran, a fin de cuentas, si no eliminar sus facultades espectrales, al menos reducir su alcance, solo quedan sonidos decepcionantes. Sería inútil querer salpicarlos con la realidad de las cosas, rechazan cualquier coacción y aterrizan con confianza en las paredes destrozadas. Nada en el bolsillo, nada en las manos. El trajín de cadáveres caballeros hace crecer los trigos. Ni visto ni conocido. Así pasa el ignorante, así cae el viento.

Hay una ciudad errante que recorre los campos, pero está hueca, su envoltorio es de aire, es rígida y sin dientes, construida en las tinieblas cuyas fronteras descansan en la intensa iluminación acumulada sobre ella. Es un desierto andante, una respiración giratoria. Se disuelve cuando cantamos, los pasos del hombre la persiguen, pero de los jirones dispares, de los paneles cortados, se reconstruye más adelante en forma de niebla. Asume la apariencia de un hermoso perro, pero ni ladra ni muerde. Es un terrón de azúcar, la profanación de un sistema geométrico. Tal es la fuerza ruinosa de los callejones sin salida mezclados por este filtro urbano, nuevamente desaparecido en el balanceo de las calderas, que el hombre se convierte a su vez en toda clase de cetáceos y boyas, en un complemento que se adapta estrictamente a las frase de la punta de los labios invitada a formarse. Un grano de arena inventa en el humo un argumento que le permite dejarse rodar por el océano sobre la placa de mármol del mundo. Cuando habiendo pasado por todas las fases de deformación posibles, el hombre se convierte en un charco de luz, de aire o en una mirada perdida en el camino, sucede que todavía se encuentra oculto bajo el ala de una máxima hecha trizas, de una de esas gaviotas rotas en palabras amargas y golpeadas en el yunque de las olas. Está disperso en el ganado de los tejados. Lleva al matadero recuerdos lechosos, ópalos, bebés, anillos de novios. Nada es más difícil que desprecintar el desdén de un reloj y la torre de la memoria ratificada en la mano Hay tijeras y presidios en alguna parte; se trata de esquilar al oso del sueño para encontrar completamente fresco en el cuero, la caricia de los lóbulos de las orejas y los polos de los objetos, calientes como dagas. Hay una mujer suspendida entre los estados líquido y sólido en un punto del universo como una gota altiva desde la cual irradia un halo rodeado de prudencia, una luz indómita y dolorosa que os atraviesa de lado a lado.

Entramos en la ciudad del árbol a lo largo de las caminillos (caminos de orugas) devueltos al sentimiento de la vida pública mediante augurios de tintero. Así, el corazón, donde la tinta de la sangre sella el pacto de los leñadores, a veces se quita los calzones ondulantes que le servían como velos para tiempos de angustia, en el mar, a merced de los excesos de exhibicionismo, y se entrega a la ternura de una ansiedad bien comprendida y templada. Hay una reunión al aire libre en la que participan las rosas silvestres arrancadas en la pared de los caracoles. En filas concéntricas, los espectadores esperan con la mirada fija y a la magnífica sombra. Un topo entra en cada boca y la cierra automáticamente. Solo entonces aparece, en el resquicio de la corteza, el encantador tamarisco y la fiesta comienza por vibraciones de mosquiteras. Al hablar, camina burdamente como un gran semental en la pesca, rigurosamente controlado por las insidiosas reflexiones de los lutos que se ponen al viento. Los topo de patas cortas como setas desaparecen por el agujero reservado para las hojas secas y para las suelas de los ahorcados. Es un excelente pasto para los rebaños de sueño acumulados por hileras de ubres en la plácida meseta frontal con el fin de amansar y habituar a la disciplina de las nubes.

Estos acontecimientos deben ser tomados como lo que son: escarificaciones en la superficie consciente de la tentación.

Acumulamos los peores delirios debajo de los ojos. La sexualidad, exagerada en formas desorganizadas donde se encuentran los propósitos prohibidos de las horas de vigilia, en una mezcla de invención y experiencia adquirida, aumenta considerablemente el volumen psíquico de las toperas humanas. Este panteísmo sexual basado en el principio de ósmosis y de aleación representa la capa inmediatamente organizada debajo de la piel del parque visible a través de la claraboya terrestre.

Al perseguir hasta el final los datos del sueño y la carrera de los tigres, de abreviatura en abreviatura, se llega a un conocimiento atenuado del universo, e incluyendo en su conjunto los casos particulares de la conciencia, precisamente tratamos de situar lo que podríamos saber sobre el hombre. Como el método no carece de efectividad, es inútil recordar a aquellos que, acostumbrados a las renuncias del crecimiento de los higos, se ven cada día abrumados por la indignación cuyos abandonos se estrangulan antes de su fecha de vencimiento.

De esta manera termina, a través del reconocimiento de falsas pistas para la búsqueda de la verdad, oh verdad, querida verdad, verdad de pez de abril, así acaba, en verdad en cola de pez, un movimiento que comienza como un mecanismo de relojería, pero que, en el curso del camino, compromete las posibilidades descriptivas y constructivas del relato sobre unas pendientes desprestigiadas, hasta el punto de arrastrar al lector a las peores inconsecuencias. El paisaje de insomnio, al ayudar su naturaleza acuática, solo puede encontrar confirmación en la contaminación de la realidad terrestre por la fauna y la flora submarinas y en su disolución. Porque el hombre es un arrepentimiento eterno y su nostalgia solo se confirma en la expresión mineral de los sentimientos y en la investigación de sus pompas. Necesita piedras para enmascarar el curso de agua. La luna se las proporciona. Para describir la vida de las mariposas, ha recurrido al mundo de los peces. Y este mundo es nocturno, como el de las cunas que flotan a la deriva, con la piedra alrededor del cuello, solo se preocupa por las inmensidades de la muerte y la vida en la medida en que las sustancias pegajosas de las membranas mucosas y de los cartílagos se coagulan en los recuerdos de las primeras juventudes. Así asistimos a la reproducción de las formas cómodas del ataúd y el huevo que un pez intenta en vano mordisquear permitiendo totalmente que las noches se sucedan una tras otra. Y al morderse la cola, aviva el fuego de los gestos, que consisten en girar en redondo, como una cancelación constante, de prescripción continua.

Los hombres-bosque salieron en desbandada, los signos de hielo dispersaron sus facultades al viento, en virtud de este principio de decadencia como un telón que cae hace alzarse otro y de que la vida humana solo podía ser bastante válida como una amplia errata escrita en los idiomas de sus diversos territorios, y pudiendo servir de cojín profundo, de tregua de broma y de almohadón para personajes tangibles de insomnio como nosotros mismos somos, en busca de un despertar definitivo o de un retorno inconmensurable a las oscuros orígrnes del mundo prenatal.

Y, desde el sueño proyectado en la realidad a través de los pasos a nivel y las compensaciones necesarias, después de los errores de la vida vegetal que ocultaban, para que se destaque mejor, el predominio del agua, el hombre reconstruye el proceso de retorno, no hacia atrás, sino hacia el futuro, en un superior a aquel en el que se mueve, con nociones de poder del nivel de esta sed. De muerte en muerte, para satisfacer su sed de esplendor y de luz, el hombre logra reconquistar el objeto de su regreso, modificado de acuerdo con los aspectos recién maduros, más allá de la fusión y la aniquilación de los fenómenos naturales. Este es el camino de su sed de esplendor y luz del que extrae su frescura secreta.

Y ya en la mañana barre la calle, los traperos huyen con soles bajo el brazo y los lecheros tragan apresurados sus primeros tragos de escaleras.