Podemos pensar en una especie de curiosidad de la sensibilidad humana cuando, con tanta frecuencia, nos sentimos impelidos a escuchar a las puertas del infinito. Las miradas escrutadoras que, por los agujeros de la cerradura, se dedican a sorprender los secretos de la existencia, no divisan, la mayoría de las veces, sino vagos fantasmas en el vacío. Démosles las gracias: en este aspecto vivimos aún en la más completa oscuridad. El filo cortante de la lógica no nos ha separado enteramente del misterio que nos rodea. Antes de dar como pasto a la fácil vulgarización de los mistificadores los sentimientos incapaces de transformar el conocimiento en una realidad viva, podemos felicitarnos por la actitud del espíritu que consiste en abandonar las estériles especulaciones en beneficio de una acción sobre el mismo campo de la vida. Solamente mediante la asonancia de las analogías, pueden los sentimientos acercarse a la infinitud de la poesía. Ahí sentimos que más de un vínculo cómplice nos une al pensamiento primitivo que, sin detener los avances de los conocimientos adquiridos, los acompaña y, frecuentemente, les sirve de armazón y sostén.

Es cierto que los principios del arte permanecen ocultos tanto como los del alma humana. ¿Cuál es el fabuloso proceso que hace que, surgidas de un secreto impulso, acumuladas las primeras capas, las primeras notas, las primeras palabras y exclamaciones, hayan podido cristalizarse en una “forma”, de convención arbitraria, y convertirse en elemento de humanidad?

Aunque los documentos de estas primeras épocas llegados hasta nosotros, sean aún extraños al modo de razonamiento que, a través de ellos, se dedica a explicar el sentido y la infancia de la humanidad, de la que son por otra parte productos, no podemos evitar ser atrapados por la intensa grandeza, la pureza de expresión y la poderosa idea que estos vestigios mantienen oculto en su misma raíz, siendo tanto la letra como el espíritu de un pasado extrañamente vivo. Podemos preguntarnos, a la luz de estas primeras formulaciones voluntarias del hombre, ¿cuál es la función que rige las leyes de la arquitectura de los nidos de los pájaros, de las celdas de las abejas, de las fortificaciones de las termitas y, remontándonos más lejos hacia atrás, de la regularidad de las cristalizaciones, de las capas geológicas, de la vida dentro de las piedras, de los pigmentos colorantes de la naturaleza? Así como en el arte del Africa negra distinguimos el modelo mamífero, sol, pájaro, en la civilización de Oceanía el modelo pez, estrella, reptil, que, de una manera difusa se entrelazan con la representación antropomorfa de las estatuas, entre los pueblos de América, unos dioses con poderes localizados, unidos por una mitología coherente, ostentan el lugar de totems y de provisores de miedo y de respeto. Nada nos permite creer que, en la escala de las exigencias sociales, la reproducción figurada de los elementos que la componen sea para el hombre primitivo la simple idealización del mundo que le rodea. Y menos aún la voluntad de representar la naturaleza por medios imitativos. Hay razones para pensar que nos encontramos más bien ante la creación de símbolos, de elementos de la naturaleza circundante que, mediante una operación de transferencia, convertida en rito o religión, respondería a la idea que nos hacemos de la belleza. Y el objeto así obtenido, por la realidad que ha adquirido, llega a ser él mismo sagrado; es el objeto total, es la realidad perceptible. La idea que lo ha engendrado desaparece tras el objeto que ha adquirido valor de realidad. El mito se abre a partir de él con la regularidad de una flor que brota. La semejanza que existe entre las leyes de crecimiento del espíritu y las del desarrollo de fauna y flora es un consuelo para aquellos que, conociendo su parentesco con el polvo, saben regresar a él con total serenidad.

El arte es un ejercicio apto para acostumbrar al hombre a la idea de la muerte.

El arte actual tiende a basarse sobre unas contingencias de este orden universal, vinculándose con las raicillas más alejadas del sentimiento de las fuerzas de la naturaleza. La pintura, la escultura exigen ser observadas en su propia función, que excede tanto del mundo material como pura creación del espíritu, como un universo independiente y orgánico, cuyas leyes están, sin embargo, imbricadas en la disposición del mundo real.

De todas los artes que una falsa clasificación ha situado en el compartimento de la primitividad y que coléricos paladines de nuestra triste civilización tratan de “salvajes”, el más misterioso es quizás el que alumbró en el continente americano. Pueblos cuyo origen, a pesar de tantas seductoras hipótesis, es aún desconocido, se desarrollaron desde una remota antigüedad y desembocaron en un sistema de cultura y en una doctrina social que no deja de asombrar a los iniciados. Nos suministran el ejemplo único de una completa evolución, en un marco cerrado, en un círculo completo, y cuya rica producción material y espiritual demuestra un orden perfecto. Ahora bien, las enseñanzas que tal circunstancia ofrece al estudio de los inicios del arte aún no han sido aclaradas. Se supone, con justicia, que no ha existido ninguna relación de intercambio entre los pueblos de América y los de los demás continentes. Ninguno de ellos conoció, hasta la conquista española, el uso de la rueda, ese ancestro de la máquina, derivada de un tronco de árbol cortado en rodajas y provisto de un eje. Este fue sin embargo uno de los más sensacionales descubrimientos, la puerta por la que pasó el hombre, en un momento dado de la historia, del mundo de la oscuridad a otro donde poder inventivo creció y se aceleró.

Aun cuando se manifiesta un cierto marasmo entre los marcos sociales y religiosos de los pueblos de América, el instinto de conservación y la idea de abstracción entre ellos, por contra, fueron elevados por ellos a una altura que raramente han alcanzado las demás civilizaciones. Sus logros en numerosos terrenos son de lo más reseñables. Muchos exploradores han detallado sus méritos. Quiero únicamente subrayar el paralelismo que existe entre las artes de los pueblos de América, que, aunque poco íntimas y aún menos destinadas a deleitar las satisfacciones humanas, rozan hoy a aquellas que, para satisfacer su legítima búsqueda de un absoluto moral, han sido inducidas a minar los fundamentos de los valores consagrados. Nosotros nos alejamos cada vez más del enternecimiento ante la belleza, de las experiencias frívolas y del romanticismo parlanchín de los tiempos privilegiados. Tendemos hacia una nueva época de hieratismo con base de grandeza humana. Comienzan a aparecer algunas señales de este cambio. Todas las grandes épocas han sido crueles, quiero decir sin miramientos por el conformismo del momento, y la misma crueldad de su expresión artística se afirma por la elevación de espíritu que les ha caracterizado. Un largo tormento que se traduce en formas perceptibles. Y si nuestra civilización es sólo una sustitución de fórmulas de olvido, derivadas de la gran inquietud, con esa inquietud que existe en toda creación, la idea de la muerte, hará mucha falta que un día, saltando sobre la basura de la civilización material, sin volver hacia atrás, incorporemos todo lo que allí se encuentra, allí delante de tanta grandeza colectiva, los problemas de la belleza y la fealdad no podrán ya expresarse sino en términos de heroismo y pasión.