PREFACIO DE HENRI BEHAR – OBRAS COMPLETAS DE TZARA-

La escandalosa irrupción de Tristan Tzara en la aventura espiritual de nuestra época nos habrá servido al menos para deshacernos de las ideas convencionales. A este respecto, más que para cualquier otro, es necesario desconfiar de las imágenes preconcebidas y de las etiquetas simplificadoras. No es solamente, como lo desearían las reseñas de los diccionarios, el fundador de Dada, este terrorista que llegó de Zúrich para poner patas arriba el preclaro genio francés, ni ese ángel negro que sus amigos esperaban. No es, tampoco, el doctrinario adscrito a un partido, tal como lo presentan antiguos compañeros enojados por la firmeza de sus principios. Todavía menos ese “niño perdido” (así se llamaban, antes, a los soldados de vanguardia, encargados de peligrosas misiones de reconocimiento), aislado en el pantanal de la abstracción, que el lector, desalentado por la rudeza de su palabra poética, imagina demasiado simplistamente.

Imitándole profundamente, hay que tener el valor de cuestionarse algunos conceptos que él mismo dejó anclarse en nuestros espíritus. Tal como no existe antipúblico, tampoco anti-arte; al constituir la contestación de los valores adquiridos e inmutables parte integrante de la expresión estética, esto es, en todo caso lo que demostrará la lectura de estas Obras completas. Igualmente, la espontaneidad preconizada por Dada, a la que Tzara permaneció unido toda su vida, no debe ser confundida con la instantaneismo y el balbuceo : el corregía abundantemente sus manuscritos, incluso las obras más descompuestas, lo que no significa arrepentirse, control, censura, sino, más bien, adecuación a un ritmo interior percibido originariamente, entorpecido por las escorias del lenguaje que una relectura consciente se esfuerza en eliminar. Sería necesario describir la estrategia de la variante típica de Tzara, que tiende a reintroducir no lo arbitrario sino la necesidad en poesía. En un plano paralelo, la duda radical que emplea a propósito no autoriza a encasillarlo en una actitud negativa : no existe poeta más convencido de las virtudes esenciales de la humanidad que el autor de Precisamente ahora.

Es una rica y compleja personalidad la que de aquí en adelante querríamos dar a conocer, reuniendo la totalidad de sus escritos, editados o no, acaecidos o no. El conjunto de los textos permitirá, mejor que ningún retrato, restituir el hombre que fue, mostrando su gran influencia sobre la materia poética y su inteligencia en la actividad creadora, participantes ambas de una misma singladura.

El afán globalizador que empleamos no se sacrifica a la actual moda de la totalidad ni autojustificación a posteriori de una sociedad que, en vida del autor, no supo reconocer a uno de sus miembros más grandes – nunca escribiremos el Mausoleo de Tristan. De hecho, esta edición, Tzara siempre la había llamado la de su deseos, facilitando su realización por el minucioso archivo de sus manuscritos y de los documentos que le conciernen, mediante la publicación, en tres entregas, de recopilaciones de fragmentos escogidos o antologías que él quería accesibles para todos, y por el reagrupamiento que preparaba de sus artículos críticos y de sus escritos sobre arte. De forma que la imagen de coleccionista viene a insertarse con la del iconoclasta, solapándola sin anularla, Y no podríamos olvidar que al denunciar el arte tradicional, Tzara, uno de los pioneros, descubría paralelamente, la fuerza del arte y de la poesía negros, que contribuía a difundir en nuestro viejo continente.

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Al igual que Tzara demuestra la unidad de Picasso a través de sus variaciones y contradicciones aparentes, podríamos considerar que su trayectoria, en sí misma tan accidentada, se ubica por completo bajo el signo de la unidad, por su preeminente voluntad de construir un edificio poético. Toda su obra tiende a convertirse en un solo poema, un oleaje ininterrumpido, una serie en movimiento, donde cada poemario no es sino un momento integrado en su experiencia, su toma de conciencia de un mundo en evolución, que atestigua su existencia vigilante y su participación en las luchas de nuestra época, sin nunca renegar nada del pasado. Es porque en él, como en el ilustre pintor, todo participa de una visión del mundo profundamente unitaria, al erigirse sobre dos mil años de pensamiento dualista, que conduce como consecuencia a subvertir costumbres y actitudes.

Tzara azota en primer lugar por la convergencia de sus preocupaciones, y por su constancia. Si Dada se distingue al derribar las categorías estéticas y mezclando poesía, invención, crítica filosófica en una única y refrescante respiración, su promotor, en lo que le concierne, no separará nunca la acción poética de la crítica de esa acción. De ahí que sus manifiestos sean

poemas, también sus análisis sobre pintura, sobre poesía e incluso sobre la moda de su época. Lo que escribe sobre la creación de las formas pictóricas vale para la imagen poética, y podríamos confeccionar un centón con sus escritos sobre Arp, Matisse, Picasso que se adecuaría perfectamente a su propia expresión poética. Así los papeles pegados son para él proverbios en pintura, y no le comprenderíamos nada en su paciente investigación de los anagramas en Villon y Rabelais, si no viésemos en ella la misma voluntad de comprender (y luego analizar) un efecto estético en la confrontación de dos materiales de estructura diferente o incluso parecida, cuya cualidad varía según la disposición. El objeto de la cuestión no es el descubrimiento de un lenguaje secreto, que por otra parte nos enseñaría pocas cosas del escritor de la Edad Media, sino de desvelar las relaciones que se establecen entre el código y la inspiración. Mediante la práctica personal como mediante el estudio de las obras de otros, Tzara pretende encontrar los orígenes de la poesía en la expresión colectiva de los pueblos, al margen de cualquier convención. Si afirma que se puede ser poeta sin haber escrito un solo verso nunca, es para añadir inmediatamente: “la necesidad de expresión es inherente a la naturaleza humana”; en otras palabras el individuo manifiesta su emoción estética igual que respira, para él es una función vital como lo es el juego en el espacio privilegiado de la infancia, donde el arte extrae todas sus fibras.

Poeta todavía para mucho tiempo de vanguardia, a Tzara nada le gusta tanto como las artes llamadas primitivas o naturales, de África, de Oceanía, del Occidente antiguo, en cualquier caso anteriores al Renacimiento que él juzgaba como una monstruosidad de la voluntad pensante. Esto es porque “los inicios del arte contienen también los del alma humana”, es preciso pues regresar constantemente a los orígenes para demostrar el poder y la vitalidad de la verdadera inspiración, anterior a cualquier atadura. En este sentido, el arte no es ni un epifenómeno, ni una imitación de la vida; sería más exactamente su doble, inseparable, complementario y contradictorio, como los dos polos de la corriente eléctrica. Nada es más ajeno al poeta de En la brecha que la teoría del arte como espejo, a él que tan bien conoce que, sin expresión artística, la vida no tendría ningún sentido y que a la inversa no existe verdadero arte que no vaya unido a la existencia y no sea producto de una experiencia vital.

Toda su obra abraza una dialéctica, que sugieren los títulos, desde el primero, El Anticabeza (que debía ser el contra-hombre) a El Hombre aproximado hasta Acerca de la Memoria humana. Vemos aquí los tres momentos de una singladura orientada en el sentido de una conquista de sí mismo. Estas tres fases podrían caracterizar su trayectoria poética constituida por oposición luego por construcción dubitativa, para alcanzar, la certidumbre de la madurez si no fuese preciso matizar : con toda razón Tzara rechaza, para una recopilación de sus primeras obras, el título “poemas anteriores a Dada”; al tener la sensación de que su aventura terrestre no podría dividirse en capítulos, cuyas páginas se tergivesarían irrevocablemente. De hecho, no renegó nada del pasado, continuando en hacer aparecer obras dadaistas mucho después del final del movimiento, igual que en la hermosa época dadaista publicaba, en francés, unos versos rumanos dócilmente melancólicos. Así se cambió un destino, a la luz de las deflagraciones de la historia. Éstas no escasearon en esta generación que conoció tres grandes desafíos. Tzara respondió a ello mediante la negación dada (que no es, hay que repetirlo, un nihilismo) y finalmente mediante la negación de la negación, al extraer sin embargo la lección de la incoherencia y la deconstrucción, revaloriza la expresión espontánea. Por eso rechazó identificar, como hacían los surrealistas, la poesía con el mero automatismo. Para él, la poesía no podría escribirse sin un cierto componente reflexivo en el proceso como lo atestiguan las memorables páginas de Cereales y salvado donde se definió, mediante la práctica, la noción de sueño experimental. De igual manera, posteriormente, rechazó la expresión “literatura comprometida”, que connota una amputación del acto poético, cuando, para él, el poeta está totalmente comprometido durante la vida. Partiendo de un acontecimiento, de una experiencia, la poesía habla inmediatamente un lenguaje universal. Y, no más que en los Poemas políticos de Éluard, no encontraremos el vocabulario de las instituciones en este poeta decididamente político, es decir solidario : “Y los hombre y la felicidad, siempre intenté mezclarme con ellos, a falta de la feroz fusión prometida que sin embargo aún encontramos viva en el fondo residual de los cuentos, entre los gérmenes de frío y las puertas entreveradas de infancias” (La mano pasa).

Tal es la locura de Tristan – o mejor su sabiduría, que nos convence de que la tristeza y la alegría se engendran recíprocamente, como la noche y el día, la angustia y la esperanza, la acción y el sueño. Todo está en las premisas, en los Siete Manifiestos Dada que resumen la filosofía del autor y contienen en germen sus actitudes futuras, sus exigencias morales. A aquellos que persisten en en distinguir el espíritu de la materia, Tzara objeta la unidad de los contrarios, perceptible en cuanto se accede a esa zona del absoluto que es terreno exclusivo del poeta – bien entendido, una vez más, que éste es un hombre entre los demás, no un ser excepcional : “Toda mi angustia, y el fuego que la sostiene, la confío a la esperanza de ver un día próximo, gracias a la reducción de los monstruosos antagonismos entre el individuo y la sociedad moderna, expresarse libremente, abiertamente, corrientemente, la ambivalencia de los sentimientos” (Cereales y salvado).

Este profundo arraigo a la vida, a sus contradicciones, explica que Tzara no se haya callado en el momento del trance, que haya clamado su confianza en el poderío devastador del fuego, y que aun esté presente en nuestra conciencia para decirnos El Tiempo que nace, El fruto permitido.

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¿Dónde estáis dioses agarrados alrededor de la arcilla de la palabra?”, pregunta el poeta que libra, con el lenguaje, el eterno combate del individuo contra el Ángel. Sin esperar las consideraciones esclarecedoras de la lingüística contemporánea, con la que coincide en más de un punto, afirma de antemano : “que el lenguaje mismo sea un fenómeno social, es un hecho incontestable” (Cereales y salvado). De ahí el saqueo operado por Dada en el terreno verbal, que se pretende y también es revolución colectiva, ataque deliberado contra la sociedad, como ésta por otra parte lo comprendió muy bien, si creemos sus reacciones escandalizadas. La construcción del futuro solo puede realizarse sobre sobre bases sólidas, con nuevos materiales que no estén corrompidos por la herrumbre del pasado. Ahora bien la expresión, principal herramienta a disposición del hombre, y al mismo tiempo materia esencial de esta proyección, debe ser objeto de una limpieza radical. Para encontrar su libertad, el hombre debe despojarse “de la miseria de las palabras”. Por eso esas operaciones tan desconcertantes sobre el lenguaje, particularmente sensibles en los poemas anteriores a 1925, en los que la sintaxis está voluntariamente dislocada, en los que sustantivos de sentido contrario son intercambiables, en los que las categorías gramaticales están confusamente mezcladas, donde las palabras reaccionan unas contra otras, como en una pila nuclear, en virtud no de su significado sino de su color, su materia, su forma, abriendo la puerta a sonoridades desconocidas, al ritmo profundo de los continentes sumergidos. La poesía ya no está encargada de la emisión de mensajes ni de la comunicación de la angustia y de la miseria humanas, es, más llana o más exquisitamente, un fenómeno vital, en sus formas respiratoria, articulatoria, mímica y gestual. Por un abuso de racionalismo se ha podido creer durante mucho tiempo que el arte debía ”decir” algo. Tzara sabe, como Rousseau, que el lenguaje no nació por la preocupación de de nombrar sino, primordialmente, por la necesidad de expresar sus sentimientos, de manifestar su existencia en el mundo. “ ¡Oh pobreza del lenguaje racionalista!”, exclama con toda razón, denunciando las taras de nuestra lengua, incapaz de continuar y transcribir los progresos científicos, impotente para hacer evidente el principio de indeterminación que, lo sabemos, caracteriza tanto el universo físico como el sentimental :

“y sin embargo los objetos están ahí, consuelo que rodea las sensaciones, solo existen sus nombres que aun siendo putrefactos carcomidos insalubres la luz nos es una suave carga una cálido abrigo

y aunque invisible es nuestra tierna amante” . ( El Hombre aproximado.)

Es necesario, si se es sensible a la realidad del mundo, reinventar el lenguaje al mismo tiempo que se proyectan los caminos principales de la sociedad futura, dejando libre actuación a las fuerzas del sueño y de lo imaginario. La carnicería nacida en un cabaret zuriqués habrá tenido al menos el mérito de abrirles la entrada.

Decíamos que Tzara había vislumbrado perfectamente los elementos de la nueva lingüística, pero hay un punto sobre el que la ciencia no estará nunca de acuerdo, es la teoría de la arbitrariedad del signo. En su último poemario, todavía escribirá :

“Si las palabras solo fuesen signos

sellos de correo sobre las cosa

qué quedaría de ellas

polvo….” (Cuarenta canciones).

Sin embargo, de este lenguaje que le agarró por el cuello toda su vida, Tzara conocía perfectamente sus poderes activos, él que supo pronunciar árbol, viento, mineral y escribir :

“la fugaz salpicadura de un sol radiante”.

Es necesario, en razón a los desprecios e interpretaciones abusivas a las que dió lugar, dar un destino singular a la fórmula tan característica de Tzara : “la idea se construye en la boca” y su variante plástica “la idea se hace con la mano”. Reubicada en su contexto, invoca la espontaneidad del artista que se expresa verbal o gestualmente ante cualquier control de la razón. Tratándose de pintura o de poesía, quiere decir que la expresión se produce al margen de cualquier consideración de forma, norma o valor, al inventar cada artista su propio lenguaje. En un plano general, esto supone que la idea no se forma fuera del cuerpo, que no es objeto de ninguna “revelación” ni “inspiración” que emana de no se sabe qué oscura divinidad. Se hunde así el idealismo estableciendo, con una mera fórmula, el monismo espíritu-materia. Destila de él una evidencia, que el pensamiento solo puede ser formulado por el lenguaje, verbal o gestual. La palabra, el lenguaje de doble articulación, vale también por su materialidad sonora que compromete el ser entero. Constantemente, Tzara jugará con las palabras, las triturará, las pondrá en fila india, las amasará, las proyectará unas contra otras, exprimiendo todo su jugo, dando rienda suelta a la libre asociación que es para él placer musical y forma de liberar la personalidad del poeta.

Porque la poesía, tal como él la concibe, es un medio de conocimiento, al mismo nivel que la ciencia o la filosofía. Al ser una manera de existir, de ello se deriva que la imagen poética (o pictórica) es necesariamente vivida.

El poeta no podría escribir cualquier cosa; obedece a una necesidad interior -que es por otra parte su única norma moral – y con la preocupación de trasladar sus experiencias a otros, de compartir sus riquezas. Aquellas son producto de una síntesis del sueño y de la realidad, o, como dice Tzara siguiendo a Jung, de una alianza del pensar dirigido y del no dirigido, en cierta forma, un sueño despierto. La imagen poética, más concretamente la metáfora, que él equipara a la transferencia del sicoanálisis, denota la presencia del deseo en el centro mismo del lenguaje. La misión social del poeta es la de favorecer ese deseo, desplegarlo e integrarlo en la existencia cotidiana, denunciando sus censuras que son el origen de la represión colectiva. Este lenguaje inmediato solo podrá ser admitido, sospechamos, por una sociedad libre de sus opresores, que habría cambiado simultáneamente el mundo y la vida. Sería vano creer que Tzara haya renunciado nunca a esta doble esperanza. Pero sabiendo cuán engañoso es el lenguaje de los dueños del pensar, se dispuso a soñar una poesía sin palabras ni colores, que fuese una actividad del espíritu, susceptible de explicitarlo y, por efecto de rebote, de actuar sobre él y sobre el mundo. ¿Acaso se pudo conformar con soñar él, que supo cantar

“los bosques frondosos por la amistad del mundo”?

Que la poesía pueda ser conocimiento, esto es lo que extrañaría mucho a los serios teóricos de las sociedades actuales. Sin embargo, ¿quien, mejor que el poeta, podría hablarnos el lenguaje de los elementos? Tzara o los cuatro elementos. Habría que descubrir una temática esencial en su torrencial oleaje poético. Hablando de las fuerzas cósmicas elementales, Tzara rechazó enfrentarse a una vislumbrada edad de oro en la que el hombre decepcionado aspiraría aún inconscientemente. Si existe utopía, solo puede concebirse en la existencia, no como realización de una predicción sino como la concretización de una lucha constante conducida hacia la liberación del individuo y su integración en el universo.

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…”La tierra me tiene estrujado en su puño de tormentosa angustia”, constata el hombre en estado inmaduro, no hay que creer por ello que la poesía de Tzara sólo sea tristeza. ¿Acaso Dada no era, globalmente, sinónimo de humor? Entendámonos sobre este término : no se trata, de ninguna manera, de escepticismo ni de una cualquiera dimisión individual, sino más bien de una exigencia moral. En cualquier caso, es un rechazo a inclinarse, a plegarse a aceptar el hecho vivido, la opinión establecida. Como testimonio ese poema que enarboló los inicios de la República soviética en los peores momentos de la batalla contra el invasor. No entenderemos a Tzara si no lo percibimos en el centro de de cada poema, “la risa de niño de la que nadie se escapaba” (De Memoria de hombre), esa risa de la razón ardiente que opone lo que viene a lo que regresa, esa risa cascada que emana de las fuerzas telúricas y que proyecta su luz espléndida en el curso desolador de las cosas. Expresión de una inocencia original que hace decir, definitivamente :

“la belleza será ingenua o no será”.